Columna Semanal
30 de marzo del 2016

¿Por qué fracasan los países?: D. Acemoglu, J. Robinson, Crítica, 2012. En el año 2012, Daron Acemoglu y James Robinson (economista del Instituto de Tecnología de Massachusetts y politólogo de la universidad de Harvard respectivamente) publicaron un libro provocador que plantea la pregunta: ¿por qué fracasan los países? Su respuesta es tajante: por sus malas instituciones. En cambio, el crecimiento sostenido es producto de instituciones inclusivas y democráticas, abiertas en el sentido popperiano: representativas del interés común y que pueden ser removidas sin violencia en caso de no cumplir con su misión. La obra inicia haciendo referencia a México como ejemplo de un país dónde el crecimiento, cuando lo ha habido, se ha cimentado sobre el compadrazgo político y la corrupción y no en la competencia e innovación, y dónde las instituciones políticas son precarias y en muchos casos ilegítimas.
A menos de un mes del inicio oficial de las campañas electorales, la atención pública se centra en los candidatos a la gubernatura. Se habla mucho de traiciones, nepotismo y escándalos, pero poco de la legitimidad de las instituciones electorales y menos de sus costos económicos.
Resalta en principio la contradicción entre los reiterados anuncios de austeridad en el gasto público -prescripción favorita del buen neoliberal- y la confirmación de que tendremos, como cada año, las elecciones más caras de la historia. ¿Cinismo partidocrático o ingenuidad institucional? Sea cual fuere la respuesta -lo más seguro es que sea un poco de ambas-, el hecho es que el costo del proceso electoral asciende este año a más de siete mil millones de pesos, repartidos entre partidos políticos e institutos electorales, estatales y federales. Por si fuera poco, a esta cifra ya de por sí desaforada hay que sumar los costos ocultos de la política: compra de votos, desvío de recursos públicos por falta de rendición de cuentas, manipulación de programas sociales para campañas, manutención de estructuras “ciudadanas” de promoción, el famoso gasto populista que se dispara cada año electoral y toda la serie de “encantadores” artilugios de la mafia política del país. Sumemos también el costo del ciclo político: la aversión de los políticos a iniciar cualquier obra, por necesaria o urgente que sea, que no puedan ver terminada en su mandato: el desprecio a heredar la vanagloria de la obra pública. Y podemos seguir sumando. La institución de la democracia se ha vuelto un lastre demasiado pesado para los mexicanos, sobre todo si consideramos sus resultados.
Un país sin instituciones democráticas no puede dar el salto hacia el crecimiento sostenido. Es cierto. Pero esta prescripción es ambigua o, al menos, ignora algunas cuestiones importantes. Primero, la democracia no se mide por su costo. Al contrario, los resultados precarios en combinación con las grandes sumas erogadas nos hablan de una democracia simulada, falsa. Simulación política que se traduce en descontento social, ausentismo electoral y, en último término, mediocre desempeño económico con vergonzosa desigualdad. La democracia, al contrario de los votos, no se puede comprar. Segundo, la idea de que la aparición de las instituciones es suficiente para dar el salto a la democracia deja de lado la pregunta fundamental sobre la posibilidad misma de que dichas instituciones existan en medio de la complejidad de la cultura y política latinoamericana.
Si bien el salto hacia el crecimiento sostenido requiere de una democracia estable y representativa, tal afirmación no nos dice nada sobre el camino hacia dicha democracia. Para salvar este hueco, Acemoglu y Robinson recurren al famoso concepto de “la destrucción creativa” de Joseph Schumpeter, lo que nos deja con la poco pragmática prescripción de que, al final, la aparición de dichas instituciones es en gran parte una cuestión de historia y azar: una peste, un descubrimiento inesperado, una gloriosa revolución. Schumpeter añade que la creación debe enfrentarse con la resistencia al cambio de las estructuras vigentes en un sistema social. Estructuras que en México cumplen ya cerca de 500 años y cuya legitimidad, o más bien la falta de ella, resulta de la voracidad política del “criollo rencoroso” como la llamara Alfonso Junco, o de la famosa pirámide que criticara en su Laberinto Octavio Paz. También está el arraigo indígena que se resiste a la pulsión modernizadora de gobiernos cegados por el falso brillo occidental del consumo civilizado. Reventados por tanta democracia partidista, los pueblos indígenas de México oponen a la democracia representativa la idea de comunalidad, que acaso es una forma más genuina de democracia, al menos una más vital.
¿Por qué fracasan los países? Por sus instituciones, sí. Pero en el fondo lo hace por culpa sus ciudadanos que permiten y participan de la perpetuación de dichas instituciones. Asumamos pues nuestra responsabilidad y entendamos que no hay caminos cortos ni prescripciones académicas para construir la democracia que tanta falta le hace a Oaxaca y al país.

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