Un fin de semana, día en que las bibliotecas se hallan más solas que Circe, estudiantes universitarios acudieron a consultar libros sobre la amistad. Compartimos mesa de trabajo en esa sala. No me sorprendió la alarma de un smartphone, la cháchara chismorril con la cual se interrumpían, los avisos del what´s y los ya consabidos pantallazos a los libros para posponer la lectura y que recuerdan las fotocopias con que nos atiborrábamos antaño, también para no consultarlas. No tuvieron la concentración o paciencia necesaria para leer más de cinco, siete minutos. Honrando las tan cacareadas virtudes de lo rápido y lo fácil, excluían la necesidad de ejercitar su memoria activa al no tomar notas ni transcribir fragmentos. Estudiaban sin investigación y sin interés, ignorando, quizás, “ese espacio secreto creado entre un lector y su libro”.
No son las nuevas y agresivas tecnologías, en oposición a la placentera y amistosa dificultad de la lectura, el problema primordial del rechazo juvenil hacia los libros. Roberto Calasso señala (El País, 2014/12/29) “El peligro es la psique del lector. No significa que un libro fuerte no encuentre sus lectores. Es el tejido psíquico lo que ha cambiado. Es un tejido que rechaza muchas cosas”. Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) editor y hombre de letras como su colega italiano, ha propuesto, intentando anular la distinción de géneros en varios de sus ensayos, “recuperar el valor positivo de ciertas cualidades casi perdidas: la profundidad de la reflexión, la lentitud del avance, la dificultad de la empresa”. Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones (Almadía 2017) es otro libro que hubiese puesto en manos de esos estudiantes: «¿Cómo puede una biblioteca convertir a los no lectores en lectores? […] tiene que garantizar la disponibilidad de puntos de referencia en sus existencias que puedan permitir a aquellos que los buscan formular mejores preguntas e imaginar nuevos modelos sociales más justos y más equitativos. […] la literatura, más que la vida, proporciona una educación ética y permite el crecimiento de la empatía, que es esencial para participar del contrato social […] Debe hacerse entender a los gobiernos [su] importancia para el sostenimiento de una sociedad con una entidad coherente, interactiva y resistente. Y estos, en consecuencia, deben asignar los fondos correspondientes».
Según el Diccionario Covarrubias, en una elegía “se cuentan cosas tristes, lamentables, penas, desdichas, trabajos, y particularmente en materia de amores”. Manguel, de ascendencia materna rusa y de padre diplomático, viajó mucho en esa infancia nómada, con la placidez, supongo, de la clase media alta. Aprendió a leer a los cuatro años y a pesar de ser judío errante, se rodeó de libros y pudo formar bibliotecas personales, la última de las cuales se encuentra en cajas numeradas, de momento clausurada y motivo original del tema elegiaco de éste, uno de sus libros más personales. Es además un ensayo sobre la melancolía, la venganza y el perdón, la esperanza y la pérdida, el fracaso del lenguaje, la repetición y el consuelo en la uniformidad hallados en la literatura; y un repaso a algunos sus autores predilectos: Dante, Kafka, Borges, Carroll, Ozick… Ha podido poner en práctica sus ideas al ser nombrado director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina.
Volviendo a los estudiantes, no sé si habrán oído aquello de que un libro es uno de los mejores amigos del hombre: “son uno de los puentes que alumbran, conducen y consolidan la amistad (y la enemistad) entre los seres humanos”. Todo lector tiene la posibilidad de iluminación al encontrar sus propios pensamientos expresados en las palabras de ese animal lector inmenso y agradecido que es Alberto Manguel.