Existe una biblioteca oscura, una biblioteca sin ubicación precisa, donde han ido a parar las pesadillas humanas. Ahí, en medio de la acumulación y el desorden, a lado de Dante, Lovecraft, De Quincey, Poe, pero aún más cerca de los libros anónimos, esos que cada hombre ha soñado desde el centro impreciso de su miedo, se encuentra una estantería de pequeños volúmenes del mismo grosor, con la misma tapa dura. Es la estantería de Amparo Dávila. Un estremecimiento particular aguarda a quien encuentre sus libros: hoja tras hoja, como si estuvieran frente a un espejo que las reproduce y magnifica, descubrirá muy pronto que todas sus pesadillas son siempre la misma.
Borges escribió que cada hombre cultiva a lo largo de su vida sólo una o dos pesadillas, que pueden llegar, incluso, a confundirse (las suyas eran la pesadilla del laberinto y la del espejo, y alrededor de ellas edificó toda su obra). En el caso de la cuentista mexicana Amparo Dávila, la pesadilla recurrente es la repetición misma: un universo inmóvil donde cada quien está condenado a vivir jornadas idénticas, mezquinas, sin objeto. Un peligro acecha a sus personajes, y es que nunca les pasa nada. En ellos el horror a la monotonía, que es en última instancia el miedo a la muerte, se expresa a través de una imaginación enferma, insidiosa, que irónicamente termina por consumirlos. Son hombres y mujeres sedentarios, oficinistas o amas de casa que un día se convierten en víctimas de su propia ansiedad. La calma chicha enloquece, y en Conrad y Buzzati encontramos ejemplos literarios magníficos (pienso en La línea de sombra y en El desierto de los tártaros) sobre los efectos nefastos que pueden tener, en el estado anímico de los hombres, un mar imperturbable o un desierto en calma. Fantasías macabras, obsesiones inexplicables, paranoias in crescendo: esos y otros engendros aparecen un día cualquiera entre las flores negras del tedio, como para producir alguna taquicardia, es decir, la sensación de que algo aún palpita. Así ocurre en el infierno cotidiano de Dávila, donde un jardín apacible o la salita de estar se transforman, sin transición alguna, en ambientes ominosamente cerrados, poblados por ruidos nocturnos y presencias fatales.
La Divina Comedia es el libro fundamental detrás de estas ficciones. Su único personaje: el hombre común. A través de esa combinación la obra de Amparo Dávila actualiza la noción de infierno: ya no es Virgilio, sino algún pariente de Joseph K. quien recorre los círculos de un mundo laico y sin redención. No hay esperanza ni horizonte al fondo del camino. Hacinado en sus grandes ciudades, al hombre del siglo XX sólo le queda la repetición, una forma del infierno que, como la condena eterna, perpetúa el tiempo circular y aniquila la libertad.
No es casual que el primer libro de Dávila se titule Tiempo destrozado (1959) y que el cuento homónimo sea una pieza donde han desaparecido la trama, el tiempo y el espacio, categorías inexistentes en el universo paralelo de la pesadilla. En “El patio cuadrado”, otro cuento clave, Dávila repite con exactitud la estructura y la idea general de “Tiempo destrozado”, que consiste en presentar una sucesión de sueños tan fugaces como tenebrosos, cada uno más estremecedor que el anterior: una niña cae en un estanque que en el fondo es un gran charco de sangre, un hombre se lanza al centro de un patio desde una alta cornisa, un árabe intenta venderle telas deslumbrantes a una mujer hasta desquiciarla, alguien entra en un vestidor repleto de percheros y ropas, en cuyo fondo aguarda una mujer muerta... Quince años separan a un cuento del otro, pero pudieron haber sido escritos —soñados— la misma noche. Lo curioso es que “El patio cuadrado” y “Tiempo destrozado” reproducen a su vez y a pequeña escala la estructura general de la obra de Dávila: su forma de laberinto concéntrico. Leídos de corrido, sus libros producen en el lector el mismo efecto que al terminar estos dos cuentos: la sensación de haber salido de una habitación terrorífica para entrar de inmediato en otra, idéntica.
Escribí antes que en Amparo Dávila la pesadilla se multiplica: es siempre la misma. Podría decirse también que la obsesión es un universo monotemático, y ésta es, sin duda, una literatura obsesiva. A primera vista su carácter repetitivo parece un defecto formal que debilita varios aspectos de la obra: desde las anécdotas hasta la técnica, los personajes y el lenguaje mismo, convirtiéndola (para la mirada prejuiciosa y ortodoxa) en una literatura poco sofisticada o previsible. Adelanto otra lectura: en Dávila la repetición encarna una metáfora, la de la maquinaria inescapable del mundo moderno. Después de todo, la rutina es la manera en que la vida cotidiana, insulsa y sin matices, oprime sutilmente al individuo, reduciendo sus impulsos de libertad a la ilusión de un guardarropa nuevo o disgregando cualquier deseo en una sucesión de gestos reproducidos mecánicamente. Repetir es vivir en la fatalidad, cuya forma característica es el círculo. “Podríamos haber dado mil vueltas y llegar siempre al punto de partida...”, con esta frase termina “Moisés y Gaspar”, el último cuento de Tiempo destrozado, y en ella se resume el pesimismo esencial de Dávila, cuyos personajes han perdido cualquier rastro de soberanía individual y están condenados al destino del aburrimiento, la locura o la muerte.
El infierno contemporáneo es un edificio de departamentos. Es el domingo, la oficina, el matrimonio, el consumo, la falsa felicidad del confort (otras formas de lo macabro). Se trata, en cualquier caso, de esas pequeñas trampas que apenas percibe el hombre sin atributos, él que camina siempre con la mirada perdida y las manos en los bolsillos, como si estuviera muerto de cansancio; todos los personajes de Dávila lo están. La señorita Julia, Arthur Smith y el señor X son irredimibles porque hacen poco o nada por romper el statu quo que los devasta. Aman de vez en cuando, no faltan al trabajo, son modelos de virtud. Sus vidas son aterradoramente normales. En ellas no cabe la exaltación, ni la embriaguez, ni la intensidad. Pareciera, sin embargo, que su pudrimiento interior no ha logrado exiliar de sí mismos al demonio de la insatisfacción que está siempre al acecho, esperando la ocasión de saltarles encima para exigir de la existencia la autenticidad perdida. Esa pulsión es ávida y trasgresora y destruye finalmente al estereotipo —que es la figura predominante en la galería de Dávila—; su aparición indica el momento decisivo en el que la solterona amargada o la prometida en la víspera de la boda se transforman en obsesas y dementes. Esta transformación sería cómica si no fuera simplemente porque se trata de un accidente —de dimensiones casi siempre trágicas— del que nadie sale indemne.
Una interpretación freudiana dirá que los fantasmas interiores de estos personajes son instintos reprimidos. Prefiero otra lectura: la idea de que la imaginación (llamada por alguien “la loca de la casa”) adquiere en el conjunto de la obra de Dávila una doble fuerza, liberadora y autodestructiva a la vez. Por un lado, representa el último recurso del espíritu frente a la opresión cotidiana, la posibilidad de quebrantar aunque sea transitoriamente el conformismo para entrever una existencia distinta. Pero esa imaginación es también un don perturbador, pues abre un abismo insalvable entre la realidad, que es siempre estrecha, y el deseo, que es ilimitado. Estamos ante un universo de hombres y mujeres desesperados que desean ser otros, conocer el mundo, tratar con personas verdaderas (“no sólo con fragmentos y despojos de seres humanos”), renunciar a “la dicha burguesa”, renacer. Románticos, trágicos o neuróticos, los personajes de Dávila aspiran a la libertad, pero su aspiración sólo consigue multiplicar su angustia, pues ha despertado en ellos demasiado tarde, cuando el engranaje de la vida cotidiana los ha alienado por completo. ¿Qué hacer entonces? Sólo les queda ampararse en la locura que subvierte los rigores lógicos y las buenas costumbres, y así saltar lejos de sus trajes de guiñol. Eso ocurre con Arthur Smith, el padre de familia intachable que se convierte de pronto en niño, retornando a la edad en que aún es posible decir que no. Eso, la negación, es según Camus la primera condición del hombre rebelde. Y Camus es una referencia central en el santuario daviliano. Guardando las distancias, Arthur Smith es el Bartleby, el Wakefield o el Meurseault de la literatura mexicana. En una foto familiar todos ellos conformarían una prole de rebeldes pasivos; los parias nacidos de la civilización industrial y sus infamias. No enfrentan al mundo, al menos no con una violencia notoria y sangrienta. Su golpe es secreto, despreciativo, y consiste en ponerse al margen, en enajenarse. Así, mientras Bartleby dice que no y Wakefield abandona su casa y su matrimonio, el señor Smith se infantiliza ante los ojos perplejos de su esposa.
T.S. Eliot ha escrito que “más que la muerte, lo que nos produce miedo es el terrible momento de no tener nada qué pensar”. Nada qué pensar, nada que hablar ni nada que sentir: ser tan sólo un terrible vegetal sobreviviente. Acaso ése es el horror final de “Música concreta”, uno de los cuentos emblemáticos de Dávila: el momento en el que la protagonista, acosada por un “triste y monótono croar” que la atormenta por las noches, pierde ella también el habla. “El suyo —dice el narrador— no es el silencio de los seres enigmáticos sino el de aquellos que no tienen nada que decir”. ¿Hay algo más parecido a la muerte? El balbuceo y el estertor son el lenguaje compartido de estos personajes. No hablan libremente, repiten fórmulas: se han puesto a croar. De ahí el estilo en bruto (sólo en apariencia) de Dávila, la proliferación de lugares comunes, el vocabulario parco, el “abuso” de los puntos suspensivos, entre otras zonas plebeyas que la alta cultura desestima con demasiada frecuencia. La suya es, como sus personajes, una prosa de la fatalidad, es decir, de la repetición y el desgaste. No avanza, camina en círculos anulándose obsesivamente a sí misma. Es una extinción y tal vez por eso su narrativa es escueta y no se extiende más allá de los tres libros, entre los que no faltan, sin embargo, las piezas únicas, extraordinariamente vigentes y perturbadoras.
Algo más: el horror de Dávila no es cósmico o sobrenatural, a la manera de Lovecraft o Machen. Deudora de Cortázar y Kafka, su investigación del miedo nace de un pesimismo ético que se estremece ante las deformaciones que yacen detrás de los hechos más triviales (la sosería monstruosa de la clase media o el falso encantamiento del progreso que reduce al individuo a la condición de marioneta). Es el horror a la insustancialidad, al vacío interior, analizado a través de la estética más antigua y poderosa, la de la pesadilla y sus temblores nocturnos.
Nacida en Pinos, Zacatecas, en 1928, Amparo Dávila pertenece a la Generación del Medio Siglo mexicano. Es junto con Francisco Tario, Inés Arredondo y Edmundo Valadés —algunos de sus contemporáneos— artífice de un género, el cuento, que hoy no interesa más a las editoriales. Mientras las ficciones de Tario pasaron una larga temporada en el sótano de los excéntricos, arrinconados por los prejuicios del canon literario mexicano (lo que no es solemne, local y realista es raro), las de Arredondo sólo encontraron espacio en la academia, desde donde se han promovido los “estudios de género”, que lentamente abrieron lecturas políticas más interesantes y provocadoras, junto con Josefina Vicens, María Luisa Puga y Arredondo. Los cuentos completos de Tario (Lectorum, 2004) y Arredondo (Siglo XXI, 1991) encontraron finalmente sus ediciones y con ellas a una nueva generación de lectores y críticos.
Hasta hace unos años, eso no había ocurrido con Dávila, cuyos libros Tiempo destrozado (FCE, 1959), Música concreta (FCE, 1964), Árboles petrificados (Joaquín Mortiz, 1977) y la antología Muerte en el bosque (FCE/SEP, 1985) eran casi inencontrables. (En 2009, a raíz de sus setenta años, fueron reunidos por el Fondo de Cultura Económica en un solo volumen junto con cinco cuentos inéditos). Además de Emmanuel Carballo y Luis Mario Schneider, eran muy pocos los críticos que habían explorado con inteligencia el laberinto concéntrico de su obra. Casi ninguno había llegado hasta el centro, ese lugar donde habitan terrores primitivos; un miedo originario compartido por todos los hombres. Desde ahí Dávila habla de las catacumbas de la personalidad. Por eso sus cuentos han encontrado lectores e intérpretes (es decir, reconocimiento crítico) en diversos idiomas. Aquí, en cambio, casi nada se sabía de ella, y más allá de los homenajes (que no son restituciones literarias sino estatales) su nombre se había convertido en una extraña fantasmagoría. Sin embargo, en los últimos años Dávila se fue convirtiendo en una autora de culto y, de ese modo, los lectores y las influencias se multiplicaron. De sus tres libros de poesía no se conserva ningún rastro. Acaso sólo los títulos: Salmos bajo la luna (1950), Perfil de soledades (1954), Meditaciones a la orilla del sueño (1954), y ciertos ritmos o atmósferas que cruzan de un extremo a otro la prosa daviliana. Su fecha de nacimiento es tan imprecisa y cambiante (1923, 1928, 1936, 1938) como la numeración de las casas que conducen por una sinuosa avenida de San Jerónimo hasta su casa. Quizá por eso Amparo Dávila aparece (así, como los fantasmas) una noche de tormenta tocando a la puerta de La cresta de Ilión (Tusquets, 2002), la magnífica novela que escribió Cristina Rivera Garza para dialogar con esa obra extraña, llena de sombras amenazantes, que representa un camino heterodoxo en la tradición de la literatura mexicana.