Japón
30 de enero del 2017

Bitácora de Marco Polo, posible apunte de expedición:

En las aguas frías del Oriente lejano habita un organismo arcaico y desconcertante, un depredador compulsivo y perturbador propio de infiernos dantescos. Este amorfo ser, de constitución blanda y amplias fauces, se arrastra por el fondo de los arroyos que bañan las montañas…

Imperio del “sol naciente”, época medieval. En la provincia de Shikoku un samurái descansa bajo la sombra de un cerezo. El viento apenas sopla, la tarde invita a la contemplación. A los pies de la loma se adivina un poblado modesto con casas de madera y el río cristalino que divide los arrozales. La paz sólo es interrumpida por un grupo de niños que juega sobre un puente de bambú. De un momento a otro, los gritos de los pequeños pasan del júbilo al terror: uno de ellos ha caído al agua. El samurái se incorpora con un salto y corre en su auxilio. El niño chapotea dominado por el pánico. El samurái entra en el agua con prisa, se abre paso entre las rocas y toma al accidentado por el brazo. Al intentarlo sacar, descubre con desespero que algo también reclama al joven cuerpo desde las profundidades. Forcejean brevemente. Por unos instantes parece que el guerrero podrá evitar la tragedia, sin embargo, sus esfuerzos son en vano: el niño desaparece bajo la superficie. El silencio vuelve a reinar en la escena; la bestia del río ha reclamado una nueva víctima.

El nombre que recibía esta feroz criatura en la mitología nipona era Kappa, un poderoso dios-demonio acuático que tenía la forma de una rana gigante o una tortuga antropomorfa. Hokusai, el gran cronista visual del Japón antiguo, presentaba la figura del monstruo-deidad con escamas, garras y cabeza de galápago. Otros maestros del pincel preferían retratarlo semejante al pez o a la manera de un hombre viejo con características reptilianas.

Los Kappa eran descritos como entes curiosos y malignos. Se decía que gustaban de espiar a las mujeres durante el baño y en ocasiones también las violaban. Pero ante todo, eran cazadores furtivos; el don de una paciencia prodigiosa los dotaba con la capacidad de pasar horas, e incluso días, inmóviles sobre el fondo lodoso al acecho de su captura. Permanecían así, imperturbables aguardando la emboscada, hasta que una alteración rompía el continuo espejo de la superficie líquida. En ese momento el semblante de las fieras cambiaba drásticamente, se deslizaban con gran agilidad y devoraban a la incauta presa con violencia demente. No hace falta mencionar que su comida favorita consistía en niños pequeños.

¿Leyenda o realidad? Por demasiado extraños o inconcebibles que le pudieran llegar a parecer los temidos Kappa a un ciudadano con cierta educación, es muy probable que, hasta cierto grado, se encuentren sustentados en hechos reales. Un poco exagerados, como es obvio, pero al menos con relación al aspecto antropófago, factibles. Después de todo, no son pocas las fieras del mundo silvestre capaces de tragarse a un humano de talla pequeña como cena.

Aunque quizá sea cierto que, en el caso de los ecosistemas de agua dulce, el número de posibles devoradores de personas escaseen en comparación con el medio marino o terrestre, no faltarán algunos candidatos hambrientos que, ante la oportunidad, ocuparían el puesto con gusto. Si nos encontráramos en el Amazonas, por ejemplo, podríamos proponer a la temible anaconda como la originaria del mito. Si fuera en el Mississippi, a la enorme tortuga lagarto. Y al salvaje Crocodylus porosus en Australia. Pero estamos en Japón, isla en la que no se han reportado avistamientos de serpientes ni quelonios de gran envergadura, y que es demasiado norteña para hallar cocodrilos de ningún tipo.

¿Qué pudo haber devorado entonces al niño? ¿En qué bestia de la realidad se encontrará anclado el mito? Haciendo un breve análisis etnozoológico de la fauna local, queda claro que sólo existe una respuesta plausible: la salamandra gigante del Japón, o Andrias japonicus para el naturalista versado.

Este brutal urodelo de proporciones descomunales figura como uno de los anfibios más grandes del planeta. Su impresionante envergadura, que puede llegar a rebasar el metro y medio de largo y los veintisiete kilogramos de peso, únicamente es superada por la Andrias davidianus, la salamandra gigante de China. Y el factor de que en la literatura de ese otro país asiático se incluya también relatos sobre seres mitológicos similares a los Kappa parece corroborar nuestra hipótesis.

Estoy consciente de que, para el lector culto, la información recién propuesta podría suponer una ironía descabellada. A fin de cuentas, si por algo se destaca la tradición japonesa en la poesía es por dominar la forma más breve de la disciplina. El hecho de que la nación también ostente el título del anfibio más grande del mundo, no podría ser calificado de otra manera que como una puntada sarcástica por parte de la naturaleza. En términos conceptuales, el haiku y la referida bestia acuática son diametralmente opuestos. Mientras que el primero obliga a la condensación del lenguaje; la segunda definitivamente se excede en carnes.

Pero dejémonos ya de preámbulos literarios. Entremos de una buena vez en materia y comencemos con la taxidermia escrita de la Andrias japonicus.

Las salamandras gigantes son organismos de sangre fría y apetito voraz que llevan el término fósil viviente hasta sus ultimas consecuencias. Sus atributos toscos, caracteres rupestres y múltiples plesiomorfías evocan de manera tajante al pleistoceno. No se requiere contar con una imaginación prodigiosa para ensoñarlas caminando junto con los dinosaurios. De hecho, son bastante más antiguas que los famosos titanes. Evolucionaron en épocas geológicas remotas, durante el reinado de los primeros tetrápodos, y, al remitirnos a su registro fósil, se observa que no han sufrido cambios drásticos desde entonces.

Si nunca se ha sido testigo presencial, o por lo menos a través de imágenes, de un animal de este tipo, quizá resulte un tanto difícil comprender su magnitud. Para ayudar un poco a generar la fotografía mental de su silueta, podemos decir que los ejemplares de mayor tamaño bien podrían ser comparados con un perro labrador doméstico o con un puerco mediano.

Una vez que la escala quedó clara, agreguemos algunos detalles morfológicos para seguir integrando el retrato hablado que nos atañe. La cabeza es plana y ancha, y algo más grande que el resto del cuerpo. La generosa boca, que se extiende de un lado al otro del rostro, no presenta dientes. Sus ojos son diminutos y primitivos; su cola corta y maciza; no cuenta con oídos externos y sus cuatro extremidades están rematadas por dedos redondos y chatos que no pocos declararían ser semejantes a salchichas tipo coctel.

Aquellos lectores quisquillosos, a los que estas propiedades aún no les basten, quizá querrán saber también que la dermis es suave y rugosa, con numerosos tubérculos (al tacto emula a la gelatina o a la pulpa de un mango maduro). Que los numerosos pliegues longitudinales de su piel, que se extienden a lo largo de todo su cuerpo, dan la impresión de que el traje de membrana le queda un par de tallas grande. Que está completamente recubierta por una mucosa pegajosa que cuenta con un fuerte componente antibiótico. Y que, si el individuo se sostiene fuera del agua, se comprueba que su consistencia es resbaladiza, babosa en efecto, pero rígida a la vez; por si acaso esto pudiera llegar a sonar ambiguo o contradictorio, piénsese en algo así como el interior de una penca de sábila.

Para terminar de componer el rompecabezas zoológico, incluyamos que su coloración por el lado dorsal presenta un patrón marmoleado con tonos que van del café oscuro al marrón pálido o rojizo, mientras que el vientre generalmente es más claro y uniforme. Existen ligeras variaciones en los colores según la procedencia del organismo, los ejemplares sureños tienden a ser más verdosos con manchas negras.

Comprendido ya el aspecto de la bestia, adentrémonos en su biología. Andrias japonicus es una especie endémica de las montañas japonesas. Se le encuentra en los bosques de altura prístinos, dentro de arroyos y ríos con flujo anual constante. Muestra siempre predilección por aguas frías y claras, es de hábitos completamente acuáticos con actividad nocturna, y se inclina por una existencia más bien solitaria.

La mayor parte del día permanece en un estado semiletárgico guarecida dentro de cavernas. Pero al caer la noche, su conducta cambia de manera rotunda. Emerge de su morada y forrajea el fondo acuático con ansiedad en busca de alimento. No es un depredador selectivo, al contrario, devora todo lo que quepa en su boca (en ocasiones presas casi del mismo tamaño que ella). Su dieta incluye crustáceos, insectos, peces y otros anfibios que encuentra a su paso. También embosca reptiles, aves y mamíferos que se acercan a beber agua. Cuando descubre un botín tentador, se abalanza sobre éste con furia utilizando una potente succión para atraparlo. Después toma a la captura con las fauces abiertas de par en par y la engulle completa. No teniendo la capacidad de masticar, se ve forzada a cazar y tragar en un solo acto.

Al llegar la época de apareamiento, que tiene lugar durante los meses de agosto y septiembre, los machos abandonan su territorio en busca de hembras que cortejar. Si tienen éxito, las hembras depositarán largas cadenas de hasta seiscientos huevos ante ellos; mismos que clamarán ser fertilizados. Al igual que en el resto de los anfibios, los machos no cuentan con pene u órgano reproductor externo, por lo que la fecundación sucede a través de un saco espermático: un paquete de células reproductoras envueltas en gel, que el macho expulsa y la hembra recoge.

La gestación de los huevos lleva un tiempo aproximado de doce semanas, periodo tras el cual las larvas eclosionan y comienzan su existencia devoradora. Son caníbales ocasionales, no es extraño que su primera merienda consista en sus propios hermanos. La larva de la salamandra gigante, como en el caso de los demás integrantes de su estirpe, es un ajolote que presenta branquias conspicuas tipo plumero, cola alargada a la manera de una aleta caudal y membranas interdactilares.

En esta forma larvaria pasan los primeros cinco años de vida, momento en el que es más probable que los papeles se volteen y el depredador supremo se convierta en presa. Si consigue sobrevivir a los embistes de peces, reptiles y sus congéneres, alcanzará el punto de atravesar por el llamativo proceso de metamorfosis. Los caracteres juveniles se pierden, los tejidos son reabsorbidos y se adopta la forma propia de los adultos. La madurez sexual es alcanzada pasados otros diez años y el ciclo vuelve a comenzar.

Bajo condiciones normales son criaturas longevas, se estima que pueden llegar a vivir cerca de sesenta años. No obstante, su condición anfibia las torna extremadamente sensibles a la contaminación del agua. Esto, aunado a la devastación trepidante de su hábitat, ha ocasionado que, en tiempos recientes, sus poblaciones se hayan diezmado. Actualmente la especie se encuentra en franco peligro de extinción. Lo cual me recuerda con tristeza al único otro anfibio conocido por su carácter de deidad del mundo antiguo: el axolotl de los canales de Xochimilco, cuyo panorama se torna día con día más nefasto.

Una cosa es segura, si los humanos no cambiamos nuestra manera de cohabitar este planeta y lo hacemos de manera inmediata, la existencia de la bestia acuática del Oriente, como la de tantas otras fieras maravillosas, está condenada a desaparecer.

Frases
Andrés Cota Hiriart
  • Escritores invitados

CDMX, 1982. Biólogo por la UNAM y maestro en Comunicación de la Ciencia, Imperial College Londres. Autor de los ensayos Faunologías (Festina, 2015) y El ajolote (Elefanta/Secretaría de Cultura, 2016). Sus textos han aparecido en Nexos, Animal, VICE y Pijamasurf, y preside la Sociedad de Científicos Anónimos.

Fotografía de Andrés Cota Hiriart

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