Cuando Asoka, emperador de la India se hizo budista, no trató de imponer a nadie su nueva religión. Un buen budista puede ser luterano, o metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o taoísta, o católico, puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad. En cambio, no le está permitido a un cristiano, a un judío, a un musulmán, ser budista. “El budismo”, Jorge Luis Borges
Filósofos de la nada. Un ensayo sobre la escuela de Kioto, del doctor James W. Heisig1 (Boston, 1947), es un libro de extraordinario rigor; podría decirse que es una introducción sumamente comprensible en la que nos dibuja el pensamiento de los tres filósofos japoneses que aborda como la Escuela de Kioto (Nishida Kitaroo, Tanabe Hajime, y Nishitani Keiji), y que a la vez no lo es, pues, como el autor lo ha remarcado, sus páginas reúnen un vasto número de libros y bibliografía que podrían llenar varios estantes de un librero. En alguna página recuerda que sólo la composición bibliográfica superaba las páginas del ensayo, de modo que abandonó parte del material didáctico como complemento del libro. Schopenhauer en Fragmentos sobre la historia de la filosofía, reclama que realizar historias de la filosofía es una especie de infamia hacia ella: nadie puede abarcar ni comprender todas las sutilidades que competen a los problemas filosóficos, mucho menos compendiar las ideas como si éstas se hubiesen comprendido del todo. Heisig dice que si no les hubiera parecido interesante y profundo el pensamiento de estos tres filósofos como para elevarlos a la altura de los más grandes maestros, no le hubiera dedicado un estudio de más de veinte años. Este libro no es trivial y es el primero en su clase; aunque es el resumen de otros estudios y de otros postulados, es la esencia de la lectura que hizo de sus maestros. Raimon Panikkar en el prólogo dice que este libro es una especie de regalo para nuestra lengua: “No está escrito ni en el lenguaje original de la filosofía que nos presenta, ni en el idioma nativo de su autor. La lengua hispánica, tan escandalosamente pobre en este campo, debe un agradecimiento profundo a quien ha hecho un triple salto mortal para ofrecer un conocimiento de primera mano…”. Y en otro acertado comentario nos introduce al concepto de la nada desde nuestra posición lingüística: “La nada no debe confundirse con el No-ser (nothingness, Nichts, rien, niente) —sin entrar en la etimología de néant (ne-entem, ne-gentem). La nada es la nonada, lo ‘no nacido’, el ‘don nadie’ del castellano castizo, el ‘anodadamiento’ de la mística hispánica, el non-natum etimológico— y por lo tanto anterior al ser, no su negación. La nada no tiene por qué ‘ser’ la negación del ser”.
Hay dos dificultades para acercarnos al pensamiento que se forjó en Japón en el siglo xx. Por un lado está la distancia del idioma y sus metáforas; y por el otro está Occidente. Para comprender o vislumbrar parte de la sabiduría oriental, tan arraigada en el budismo y sus bifurcaciones, es necesario pensar como budista, creer en el budismo. Antes del siglo xx la filosofía, tal como se viene presentando desde la dialéctica griega, no existía en el pensamiento japonés. Sin embargo, la religión budista y la filosofía —en Japón— se complementan, no se encuentran separadas. “En el budismo la filosofía no es ni especulación ni contemplación metafísica, sino más bien una metanoia, una conversión dentro del pensamiento reflexivo que señala un regreso al yo auténtico…”, dice Takeuchi Yoshinori, un discípulo de Tanabe (citado por Heisig). La filosofía hace patente este giro reflexivo hacia la conciencia.
Hacia el siglo XVI algunos países occidentales arribaron a las costas de Japón buscando nuevos territorios; después fue el comercio; y finalmente se hizo notar el cristianismo, porque viajar sin Dios y sin religión para los predicadores es como viajar muertos. Japón dudó de la táctica. El miedo a la invasión hizo que cerrara sus puertas un siglo después de la llegada de estas primeras caravanas. Le siguieron dos siglos y medio de silencio; se apartaron del nuevo mundo que se estaba formando. Permanecieron aislados, pero seguían recibiendo noticias del otro extremo vedado. No vivieron la Ilustración ni todos los acontecimientos que le sucedieron. Un hecho capital los hizo despertar. En 1854 los barcos de Estados Unidos arribaron al “golfo de la ciudad principal de Edo” con la intención de romper el silencio y abrir el comercio. Heisig refiere una metáfora más precisa: “Es mejor pensar en la imagen de una gallina madre picoteando la cáscara del huevo para ayudar al pollito, que ya se ha decidido a salir”. Heisig describe en su libro, no sin cierto asombro, la invasión y la apertura que trajo este acontecimiento para la concepción espiritual y filosófica de la vida de Japón. Transcribo aquí un párrafo, el cual nos puede mostrar las dimensiones con las que pretendieron rivalizar y superar lo que desde hacía siglos se habían privado debido a su hermetismo religioso y militar:
Uno de los primeros pasos que dieron los japoneses para ponerse al corriente de todo lo que pasaba en Occidente fue la traducción de sus libros —y ¡cuántos tradujeron!—, decenas de miles de libros sobre todos los campos, desde la literatura clásica hasta la ciencia médica. Se tenía además la idea de enviar al extranjero a jóvenes estudiantes para que descubrieran los antecedentes intelectuales del mundo moderno en el lenguaje de sus propios protagonistas. Entre 1862 y 1867 las primeras partidas, sesenta y ocho jóvenes en total, se desperdigaron por los principales centros académicos de Occidente, dispuestos a aprenderlo todo y a preparar el terreno para futuros estudiantes.
“Ponerse al corriente, luego sobrepasarles”; “Reverenciar al emperador, expulsar a los bárbaros”; “¡Un país rico, un ejército fuerte!”, eran las consignas que promulgaba el régimen militar y la ideología del siglo XX a su favor. El paso del feudalismo a un gobierno moderno centrado en el poder de la familia imperial impulsó el cambio de Japón a una nueva sociedad; la democracia era un problema que se respiraba en las calles. De un momento a otro, en tan sólo unas décadas, la influencia exterior se hacía notar en su modo de vida, en su estructura tanto política como religiosa. Con este ímpetu Japón se lanzó a su formación moderna, la cual, sin embargo, trajo una serie de problemas. Los cambios económicos antes y después de abrirse al mundo tenían en la cuerda floja la vida espiritual y social de Japón. En muy poco tiempo habían realizado lo que a Occidente le había costado siglos de guerras y sufrimiento. Un cambio tan radical podía acabar con toda una historia milenaria, con un honor y con una sabiduría. De esta manera la educación tenía un lugar preponderante para salvar la tradición de las garras amenazadoras de los extranjeros: por un lado el cambio, y por el otro, la resistencia de la tradición. Las revueltas sociales y el nacionalismo ideológico fueron el clima en el que se desarrollaron los primeros filósofos japoneses.
Al igual que algunos maestros en Occidente —donde el filósofo debe tener un sistema y un método para buscar la verdad— los tres filósofos que postula Heisig como la Escuela de Kioto se esforzaron por alcanzar el mismo rigor y la misma profundidad al abordar la filosofía. Nishi Amane (?, 1829-1897), el primer lexicógrafo enviado a Holanda para estudiar economía y que se decidió al final por la filosofía, dice en un crítico comentario en una de sus cartas: “En nuestro país no hay ninguna cosa que merezca ser llamada filosofía”. Estos nuevos pensadores se tomaron muy en serio el oficio filosófico. Empezaron a tratar de reunir todo el material posible en el más corto plazo para el estudio adecuado.
Aristóteles escribió que la filosofía nació del asombro (thaumazen) del hombre ante el cosmos; siglos después Descartes va a dudar de la filosofía del asombro, y hace tabula rasa con sus predecesores, esto es, con la duda (dubitatione) y el método. Asombrarse y dudar ya no fueron las bases por las que los filósofos de la Escuela de Kioto tuvieron que pasar, sino algo aún más profundo, abismal, algo que trasciende la ontología occidental: la nada. Pues bien, Buda para llegar al conocimiento, para liberarse del mundo de las ilusiones, no se asombra del orden de las cosas en el cosmos, ni duda si sabe algo clara y distintamente. Él observa dentro de sí, trata de hacerse despertar, de encontrarse en la autoconciencia para llegar a la nada. La nada como fundamento del ser, de Dios; lo increado, lo ilimitado. La liberación del yo en el no-yo, el autodespertar. Esto es lo que hizo funcionar sus sistemas metafísicos con una lógica que los argumenta, la cual sólo es un medio para alcanzar la plenitud de la liberación. Los filósofos de la Escuela de Kioto se acercaron al pensamiento occidental desde la filosofía, la literatura, la ciencia y la religión. Esto les permitió ubicar lo esencial de estas cuatro fuentes y enfocarse en su trabajo sin el rigor que preocuparía a un occidental a la hora de ocupar datos. Su postura es una crítica al sujeto trascendental y a la revelación de la conciencia; sin embargo, nada hay que se le parezca en Occidente. Pues lo que buscan es transformar la conciencia vía el despertar intelectual de la mente. Y es precisamente en este conocer donde se halla la transformación o el modo de ver diferente las cosas y el mundo (sujeto, ser-Dios, el todo, la nada), y donde se puede alcanzar un cambio en la vida concreta, es decir, en la experiencia empírica. El hombre tiene que cruzar y librar cada una de las jerarquías que lo mantienen atado, para así liberarse en la nada y acceder al total conocimiento de las cosas en la pérdida del yo: ver sin ser sujeto. Ser planta, río, mar, pájaro, árbol…
María Zambrano en El hombre y lo divino sugiere que el despertar a la filosofía por parte de los griegos se debió a un desengaño, a una desmitificación de los dioses para responder las preguntas sobre la realidad del mundo. Un desengaño lúcido, una desmitificación de la realidad que dio origen al Ser de Parménides, el Logos de Heráclito, el Número de Pitágoras y las Ideas de Platón. Japón no tuvo un destino así. Borges sostiene que Buda fue contemporáneo de los presocráticos y que, a diferencia de otras religiones, el budismo plantea felizmente la tolerancia. Veamos la habilidad con la que Japón recibió a Occidente.
A finales del siglo XIX y a principios del XX, se realizó lo más importante de su filosofía. En lo que más se enfocaron fue en la filosofía alemana del XVIII y el XIX: en Kant, en Fichte, en Hegel, en Schelling, en Nietzsche; después en Kierkegaard, en Bergson, en James, en Heidegger (por alguna razón no retomaron a Schopenhauer). Ninguno de ellos fue especialista de algún filósofo en particular o de alguna corriente filosófica. Simplemente hacían filosofía desde una postura nueva y genuina. Eso sí, absorbieron su lógica y sus estructuras para fusionarlas con el pensamiento budista de la nada. Hicieron un pensamiento propio, que no pertenece ni a Occidente ni a Oriente propiamente dicho. Así, la estructura categórica de Kant es revalorada con la de la nada, la cosa en sí puede ser conocida y superada, y el historicismo de Hegel olvidado, ya que este mundo es una ilusión que hay que romper con el autodespertar. El nihilismo de Nietzsche interviene en la nada que Nishitani retoma religiosamente.
El recibimiento del pensamiento de la Escuela de Kioto por parte del mundo académico de su tiempo no tuvo gran resonancia, pero ocupó un lugar sin igual en el momento crucial de la ideología reinante. Debido al nacionalismo militarista y a las controversias de la educación de la sociedad que estaba surgiendo, el pensamiento de estos filósofos no se decantó en la vida social. Por un lado estaban aquellos que deseaban cubrir la especialización en el pensamiento occidental, y por el otro, los que se resistían y veían en ello un insulto a la nación. De cualquier modo “la filosofía se vio más que nada como algo curioso, algo seguramente no tan práctico como la ciencia occidental ni tan instructivo como su literatura”.
En el pensamiento de los filósofos de Kioto el budismo se hace patente, sin éste, simplemente, su pensamiento sería inabordable. “Los filósofos de Kioto regularmente recurren a ideas budistas de zen, la Tierra Pura, Kegon y Tendai para explicar su reinterpretación de ciertos conceptos fundamentales”, dice Heisig. Cuando estos filósofos voltearon la mirada al pasado filosófico de Occidente, sobre todo a los alemanes, lo que hicieron fue recuperar elementos de su lógica y de sus esquemas argumentativos de la ontología para estructurar sus discursos. El primer filósofo en hacerlo fue Nishida. De ahí el mutatis mutandis que se siguió de un pensador a otro —de Nishida Kitaroo (Kanazawa, 1879-Ishisawa, 1945) a Tanabe Hajime (Tokio, 1885-Guma, 1962) y de éste a Nishitani Keiji (Ishizawa, 1900-Kioto, 1990) —es lo que se suele llamar la herencia del pensamiento de la Escuela de Kioto, a ello se debe su nombre. Tuvieron relación de maestro a discípulo, de cátedra a cátedra en la Universidad Imperial de Kioto, y comparten similitudes filosóficas. Y no es que sólo existieran ellos tres, sino que son los que más sobresalieron y profundizaron en la filosofía occidental dentro de todo un grupo de estudiosos; y sobre todo, construyeron sus propios modelos filosóficos.
En los inicios de Nishida aún no existía un vocabulario ni un diccionario formal de términos filosóficos para la consulta a la hora de escribir un tratado, salvo el que había realizado Nishi Amane. El diccionario oficial salió en 1881, y en 1921, a la edad de cuarenta años, tal y como lo había prometido, Nishida publicó el primer libro de filosofía en Japón: Indagación del bien. Es fantástico ver cómo en muy poco tiempo el empeño por introducir un vocabulario fiable para la filosofía desembocó en un ejercicio más penetrante. Cada pensador tenía mucho cuidado en elegir las palabras con las cuales hacer referencia a los argumentos en los que enfocaban sus ideas pilares. Heisig escribe que es más fácil para los traductores de sus obras leerlos que para los mismos japoneses. Ellos eligieron el lenguaje universal que se ocupa en la filosofía, de ahí que, incluso para ser asimilados en su lengua natal, era necesario tener un conocimiento en el lenguaje filosófico. Este lenguaje tenía que estar sobre todo alineado al lenguaje de la filosofía. Es por ello que sin quererlo la vía de su pensamiento muy difícilmente se decantó en el imaginario colectivo de la vida social del Japón de ese entonces. Por un lado, estaban los acontecimientos de la modernización de Japón y la reacción a que su cultura fuera desapareciendo cada vez más rápido con los nuevos avances industriales y los productos extranjeros; y por el otro, la constitución de la nación por el régimen militar y el poder imperial. Los tres pensadores estuvieron de una manera u otra a favor de la militarización y de la guerra para salvar a Japón de un destino trágico. En este sentido, cabe señalar que los modelos filosóficos que habían elaborado se centraban sobre todo en una teoría del conocimiento y la liberación del yo a través del encuentro de la nada absoluta. Cuando fueron consultados, cuando fueron llamados para tomar parte de los problemas de la guerra y de la nueva cultura japonesa, sus juicios fueron malinterpretados o ellos mismos no estaban psicológicamente preparados para responder a preguntas que superaran los problemas que se les planteaban. En la práctica sus modelos filosóficos carecían de un valor superior para la época. Esto es algo que seguramente el tiempo juzgará con justicia. Con su contribución a la política de su tiempo se ganaron cierta enemistad con el pueblo. Pero su condición, me parece, fue forzada. No se habían educado para ello; y sin embargo, como intelectuales, fueron obligados a opinar. Muchos eran vigilados noche y día en sus propias cátedras y en sus casas, su situación no fue nada fácil. Acosados como estaban, cualquier palabra utilizada por ellos podía ser usada en su contra. Era frecuente que entre los intelectuales el poder, sea de la postura que sea, manipulaba y se llevaba entre las patas las opiniones éticas de éstos. La práctica del budismo no los ayudaba mucho. En un momento así no hay virtud que el poder no eche a perder o que no quiera sobajar a su domino.
Heisig defiende y promueve el pensamiento de estos maestros orientales. Sobre todo, hace un llamado para incluirlos en una filosofía mundial, esto es, que su pensamiento sea tan importante como el de cualquier otro pensador universal. Tan importante como el de Platón, como el de Aristóteles, como el de Kant, como el Hegel, como el de Heidegger. Tan importante como lo es el oxígeno y el agua para la vida.