El calor del mediodía le nublaba la vista y sudaba sin parar. Avanzaba sin perder tiempo. El ardor en su cuerpo lo obligaba a no detenerse; además no había sombra, la única que miraba era la que se reflejaba bajo sus pies. El camino se le hacía largo. Al respirar sólo llevaba a la nariz brisa caliente, porque el atisbo de aire se hervía con el sol. Se decía con indignación:
—Hasta el pinche aire va lento por tanto bochorno, huele a cansancio, como si llevara alguna pena encima. Aquí cuesta alimentar el pulmón.
Bajo el sol sentía que dentro de su cuerpo habitaban hormigas, y éstas le hacían asfixiar. Se esperanzaba al ver que la tarde se enrojecía por los rayos solares que menguaban poco a poco; sabía que la noche no tardaría en llegar. Eso lo ayudaría a caminar los kilómetros faltantes.
Su propósito era llegar a la montaña. Aceleró el paso cuando el crepúsculo vencía, poco a poco la oscuridad tragó su figura. Continuó en la vereda con la linterna de pilas en mano. Conforme avanzaba, el clima cambiaba; el calor bajaba a una temperatura fresca; soplaba un viento helado con olor a tierra mojada. Mientras caminaba recordó esos momentos…, cuando iba a la caza de iguanas por ese paraje hacía varios años. Paró un momento su caminata y volteó para dirigir la mirada al pueblo de donde salió, allí el sol absorbía la llovizna antes de caer a la tierra, por eso la gente sufría de sequía. Pensó: “allá no llueve, la nube sólo nos engaña”. En el llano donde vivía, el rocío llegaba por casualidad. Cuando goteaba el nubarrón, se desnudaba y se quedaba bajo la lluvia hasta calmar el ardor, imaginaba que las ronchas en el cuerpo eran provocadas adentro por pequeños bichos; sentía que con el agua descendían y se deslizaban hasta convertirse en lodo.
Reincorporó la marcha después de oír algunos tronidos de relámpagos. El frío era más intenso en la ladera, desde allí ya se notaban las luces del siguiente poblado, eso le esperanzaba. Suspiró al saber que ya estaba cerca, pero su linterna descargada hizo que caminara en la oscuridad, por eso los rayos que partían en pedazos la sombra de la noche, hacían que Heraldo se viera como un espectro sin rumbo bajo la llovizna.
Avanzó sobre hojarascas húmedas hasta llegar a su destino, a la casa de Gregorio Santos. Los perros ladraron para avisar a su amo. El visitante habló cansado:
—¿Hay alguien en casa? ¿Amigo, estás allí? Soy Heraldo, necesito quedarme aquí.
La puerta de madera se abrió y alguien asomó la cabeza, era el dueño. Lo recibió con agrado; pero el recién llegado ya no era el mismo ante los ojos de su amigo; se veía desvanecido, la enfermedad lo tenía cautivado.
—¡Qué gusto verte de nuevo! —habló el amo con emoción—. Pasa a descansar y mañana hablamos con calma.
Al día siguiente se levantó, salió a contemplar el amanecer. Entre la frescura habló sorprendido:
—En este lugar he encontrado la calma, pronto regresaré saludable al llano. ¡Hasta las hormigas que habitan dentro de mí se han quedado quietas!
A la hora del almuerzo conversaron. Gregorio cuestionó la gravedad del malestar que acorralaba a su amigo:
—¿Hace cuánto tiempo que estás así?
—Más de ocho meses con ronchas y ardor en el cuerpo.
—¿Por qué dejaste que avanzara?
—Creí que los médicos encontrarían la cura para mi enfermedad, pero resultó que no. Me resigné, pensaba quedarme así hasta el día de mi muerte.
—¿Por qué te olvidaste de los sanadores?—preguntó. Le miró a los ojos y agregó:
—Ellos encuentran cómo solucionar tu problema.
—Hace poco los sueños me hablaron para buscar la cura y me acordé de don Fermín.
—Despreocúpate. Vamos a ver qué te puede hacer él.
—Me parece bien. Acepto.
En la noche fueron a la casa del anciano, lo encontraron en su consultorio en plena meditación. Heraldo se sorprendió al ver el lugar lleno de neblina y olor a copal que comunicaba al anciano con las fuerzas de los hongos sagrados.
El anciano atendió al enfermo; lo observó y le escuchó detenidamente. Le tomó el pulso, y al leerle la sangre supo que era necesario que el mismo paciente conversara con los hongos para saber por qué estaba enfermo.
Más tarde, don Fermín calculó y preparó la dosis de hongos para el viaje hacia el universo invisible. Bajo la guía del anciano, el paciente se encomendó al supremo creador. Después de varios minutos se encontró en su sueño de hongos, que había empezado como un pequeño punto de luz; sintió ligereza en un paraíso donde jamás había estado. Contempló la naturaleza. Vio de cerca algunas personas, luego supo que también llegaron a ese sitio por alguna necesidad. De pronto, la luna de octubre, la más preciada del año, iluminó el aposento y entre espesa niebla el omnipresente habló:
—Me alegra tu presencia, hijo. ¿Por qué tardaste en venir?
—Muchas gracias, Señor. Quisiera saber las causas de mi enfermedad. ¿Por qué estoy mal de salud?
—Alguien vino a quejarse y mandó a desgraciarte la vida. Mírate, si te olvidabas de mí, eso te llevaría hasta la muerte—. Al momento desapareció y dejó al paciente comunicarse con su pasado.
Pronto apareció una especie de movimientos que poco a poco se convirtieron en personas. El enfermo se vio entre ellos. Miró cómo alguien escondido en una sombra le maldecía la vida. Allí mismo reconoció el rostro de la persona que mandó atarlo a la maldición. Se consumía la escena: un anciano clavaba alfileres a un muñeco de trapo, y antes de arrojarlo al fuego mencionaba el nombre “Heraldo Pedro García”. Desde ese momento, de ahí provino el ardor infernal que padecía, y que sólo el supremo creador sabía su origen y su fin. El enfermo siguió observando cómo una especie de animales pequeños se internaba en su cuerpo; se regaron por todas partes y se reprodujeron conforme avanzaban los días. Empezó a sudar y se soltó a llorar cuando supo que su cuerpo estaba lleno de bichos raros, tan pequeños que no se lograban distinguir con algún aparato diseñado por el hombre. Esos animales provocaban ardor y ronchas en el cuerpo.
Sólo en dos horas el paciente revivió los ocho meses de sufrimiento. Después de saber cómo empezó y hasta dónde lo llevaría esa desgracia, el supremo creador volvió al encuentro y le reveló el nombre del que lo había dañado: “Fermín Carbajal”. Se sorprendió. Guardó silencio, sabía que el divino señor actuaba a su favor. Una voz surgió entre la humareda: “El anciano no conoce físicamente al hombre al que ató a la maldición, estate sin preocupación, tampoco se acuerda de tu nombre”. Pronto las fuerzas del hongo llamaron al anciano para destruir la maldad que creó; allí se encontraron los dos, mirándose frente a frente ante el creador. El paciente imploró:
—Si cometí algún error, pido perdón, Señor.
El omnipresente lo acostó en una cama y retiró la maldición:
—Mal, aléjese de este cuerpo —y le roció agua bendita—. El líquido al caer en el cuerpo quemó a los bichos que habitaban dentro; eran incontables, andaban en las venas de arriba abajo obstruyendo el camino a la sangre.
—Quedas libre de sufrimiento —sentenció el supremo creador.
—Te agradezco que hayas venido a liberarme.
Se sanó a través de la conversación con el hongo sagrado; desde el mundo espiritual curó su físico y alimentó su alma. Heraldo se asomó a la vida para leer el infinito que marcaba sus amaneceres y atardeceres. Observó con la mente lo que es imposible mirar con la vista; allí conoció la otra realidad que se complementaba con su mundo físico.
La luz que iluminaba el universo sagrado se diluía poco a poco, como se acaba la luz en el crepúsculo al atardecer, eso daba la señal de que la fuerza del hongo terminaba. Al limpiarse los párpados se encontró consigo mismo en la habitación llena de humo de copal.