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08 de octubre del 2016

Gonzalo Muñoz Barallobre gesta desde la raíz un paradigma filosófico que lucha por dejar de serlo a toda costa; el arma de la que se ase: el vitalismo. Su pensamiento no es una afronta existencial —como una lectura superflua podría conceptualizar—, antes bien, dicha espada viva implica tomar la vida como acontecimiento, desde las entrañas, no por los cuernos ni de frente, sino desde las vísceras, que calientes palpitan en el interior de nuestra condición de seres inmanentes. Sirva al lector esta suerte de prefacio para establecer las condiciones del análisis que viene. Así, “tomar la vida” no deberá ser asimilada bajo el criterio de superación personal, de ningún modo. Semejante exhortación es entender la vida como estado que se explota y asume, no como situación que pasa frente a la núbil mirada.

Si bien es cierto que cualquier sistema vitalista remite a una contradicción de términos, será necesario trasgredir esto para dar figura a una forma que deviene.

“Pensar la muerte” no sólo es el título del primer ensayo que se analizará de Muñoz Barallobre, sino la orientación preliminar del umbral. Gonzalo Muñoz Barallobre entiende que epicúreos y estoicos se ilusionaban con no preocuparse de la muerte en tanto es inevitable y porque cuando llega ya no estamos más. Sin embargo, se intuye una falla, “¿Qué con la antesala?”, se pregunta el filósofo español. Esto es, el sufrimiento previo cuando alguien ha muerto: “Y los hemos visto sufrir no sólo por los dolores físicos, sino también por el dolor que su partida va a dejar en sus seres queridos”1. Siendo de este modo, la muerte se escinde en dos dimensiones; primero, la ya nombrada antesala, y segundo, que la muerte no sólo tiene que ver con quien muere sino también con quienes le rodean: “y lo hace con una herida incurable, con un vacío con el que tendremos que aprender a convivir”.2 La dimensión conceptual de cómo acontece la vida se logra en un nivel diferente. La consciencia que experimenta inteligiblemente la muerte entiende la vida, como se ha dicho ya, como acontecimiento, es decir, una constitución metafísica que obliga a los entes a desenvolverse dentro de ella. La vida como acontecimiento es la inmanencia ontológica de seres susceptibles a la angustia, la pasión, el amor y el odio, el desgano, pero también los bríos y el arrebato. Así, tanto epicúreos como estoicos posan la muerte al lugar, o ámbito, al que tenemos que llegar irremediablemente; pero esto no es lo meramente perturbador, sino “la muerte como una permanente posibilidad”.3 Es decir, la muerte no es un final hacia al que se tiende, sino que es una posibilidad “que nos acompaña a cada paso, y semejante presencia, por mucho que la tratemos de olvidar, nos marca de manera íntima”.4 La muerte ya ha ocurrido.

Para Muñoz Barallobre que la muerte haya ocurrido ya implica que el tiempo vivido es un tiempo irrecuperable; un tiempo muerto en tanto no es presente más y nunca más lo estará: “y esta idea, usada de una manera positiva, y no al servicio de una muda desesperación, nos invita a preguntarnos sobre el sentido que a ese tiempo perdido hemos dado, es decir, nos invita a que pensemos en que hemos invertido la vida que ya hemos vivido”.5

Pero la cavilación propuesta no deja de saborearse imposible. Cómo no sucumbir a la desesperación de semejante constitución de la existencia. Si todos los seres vivientes, en especial el ser del ser humano, están condenados a vivir muriendo o viceversa (tal vez y viceversa), ¿cómo podríamos no angustiarnos?, ¿cómo no fenecer en la idea de que todo es vano y ramplón?, ¿qué más da meditar en la inversión del tiempo que de inmediato es póstumo si su mera presencia hecha consciente es ya cadáver? Al parecer todo sentido se pierde y todo aquello que se valore no posee más que un valor ilusorio.

No comprender ni entender esta situación es suficiente; asumir y sublimar semejante postulado no puede más que arrojarnos a un nihilismo recalcitrante, doloroso, funesto, aciago y desgarrador. Pero el pensador español, embargado de ímpetu nietzscheano se ase de la empresa por trasformar el nihilismo. Séase atento, la misión filosófica, de haber alguna, o mejor dicho la significación filosófica de Muñoz Barallobre, no es la de su maestro dionisíaco, Nietzsche. Para este último el cometido es superar el nihilismo; para Muñoz es la transformación del nihilismo. La diferencia no puede ser más contundente. La superación del nihilismo implica caer en él para dar el salto; en Muñoz Barallobre la intención es hacerse y asirse del nihilismo para la creación. Pero será necesario ser cauteloso y escudriñar con más vehemencia sobre este punto.

De este modo, la situación nos inunda a pensar “Sobre un extraño acontecimiento que vuelve extraños a los hombres”. Este extraño acontecimiento es el nihilismo: “la perturbadora ausencia de un para qué”.6 Muñoz advierte que Descartes plantea un peligro infinito: la res extensa como realidad palpable resumida conceptualmente a la mera extensión “se torna materia pasiva, algo que el hombre puede manipular a su antojo, pero al mismo tiempo, el universo entero se convierte en un gran cadáver ajeno a la pregunta por el sentido”.7 Esta vida de tiempos muertos empuja a la ausencia de un “para qué”; esta existencia como cadáver pierde sentido. Pero como paladín con piel de vino, Nietzsche surgirá avante generando una sabiduría de la inmanencia. Muñoz Barallobre entiende que en La gaya ciencia existe una apuesta por recuperar el “más acá” con tal de liberar la existencia de “fantasmas metafísicos”.8 La lectura del filósofo español que atrapa la atención de este escrito es que semejante postura en Nietzsche resuelve la creación de valores para dar sentido a este cuerpo putrefacto, que es lo que acontece. Sin embargo, advierte, “esta llamada al hombre creador de valores es el gesto más antropocéntrico que jamás hayamos realizado”.9 Este sentido es quimérico en tanto cada elucubración como horizonte yace en un universo vacío: “deberíamos empezar a temer que pronto nuestro perro intelectual nos morderá la mano”.10

Los procesos filosóficos que forjan el frenesí por la creación de valores, observa Muñoz Barallobre, corren el riesgo de morir asfixiados: “la inmanencia pronto ahoga, pronto nos regala una profunda sensación de claustrofobia”.11

Si la vida como muerte constante y el ímpetu creativo de sentido no es sino sofocación, la asimilación del nihilismo para sublimar parece un cometido fútil y desatinado. Así, la apuesta no es la asimilación con miras a la sublimación del nihilismo para crear sentido; de lo que se trata es de forjar significado. Para ello, conviértase el sediento de existencia en alquimista.

En “El infierno de El Bosco, una bestia con piel de anfibio o la lógica de la dominación”,12 Muñoz Barallobre comienza su blandir de espada más acérrimo en contra de esta pusilanimidad nihilista.

El análisis estético de la obra funge como primer momento. No es baladí centrarse en el infierno, éste, sostiene, posee la técnica, pero también la techné, toda vez que el mundo de la técnica, ahí donde acontece el arte, es el mundo de lo propiamente humano. No deja de ser sórdido, pero tampoco carece de una complicidad bella; retruécano de la existencia. La existencia arrojada en la que la humanidad deviene es terrible, angustiante, pero no carente de las condiciones de posibilidad para asimilarla con fruición extraña. Frente a todo lo anteriormente expuesto, será necesario un recreo, pero no uno que implique sentidos idóneos para salvaguardar la ilusión de que no hay abismo, sino un recreo autónomo rebosante de significados. Esto es: “La voluntad, es esa facultad con lo que nos proyectamos al futuro al trazar con ella lo que deseamos de nosotros mismos, gesto que necesariamente define aquello que le vamos a exigir al mundo y aquello que le vamos a dar. La voluntad así entendida, no es otra cosa que el motor de aquello que se conoce como escultura de sí, esto es, el núcleo de una acción que tiene como fin conquistar nuestra individualidad, pero también, mantenerla”.13

La escultura de sí responde a la ontología de Barallorbe en una metafísica susceptible de fantasmagorías y ejecuciones. No se esculpa, pues, con utensilios sutiles; trabájese el duro mármol con espada de fuego.

¿Por qué? ¿Por qué y para qué? ¿Cómo supera esto el nihilismo? El agente autónomo con furia se enfrenta a la constitución de la existencia, que implica a la muerte y a los sentidos antepuestos por la cultura; así, su voluntad no puede más que verse amedrentada; si este individuo decide vivir conforme a dichos parámetros, el hocico del abismo lo tragará para convertirlo en un muerto viviente. El sentido es ilusión; la vida es paso de tiempo muerto; pero el escultor de sí, como guerrero, da significado a lo que asume de esta tragedia. Todas aquellas fantasmagorías humanas son la canción oscura que canta: “eres débil, mereces lo que te pasa; y porque eres débil, mejor que tu vida la gobierne otro, ya que tú, ¡mírate!, serías incapaz”. Aquí entra la ontología, donde el individuo apropiado deviene en escultor.

Es tiempo de convertirse en lobo.

El escultor de sí no es revolucionario sino rebelde. “Somos prisiones en llamas”,14 por lo que no se trata de un escultor mesiánico; la salvación social no tiene cabida.

Este lobo escultor no supera, ni busca superar el nihilismo, quiere comérselo con las fauces a sabiendas de que cada mordida crea más tentáculos nihilistas. El lobo sabe que se enfrenta a hidra. Cada ataque es acrobacia, cadencia silvestre, armonía salvaje: “Necesitamos de la acrobacia para saltar el aro de fuego, apostar por la intensidad, convertir la acuarela en óleo” (G. Muñoz, comunicación vía red social, 2016).

Este escultor de sí, es cosmógono, hace génesis y asume la constitución metafísica de esta categoría.

En “Génesis”15 Muñoz Barallobre entiende esta categoría “como una acción en la que dos fuerzas se combinan, una que afirma y otra que niega. La primera, nos habla del esfuerzo por mantener esa parte de nosotros a la que decimos que sí. Esfuerzo (conatus) por mantenerla, por seguir afirmándola, pero también, por llevarla a su máximo desarrollo, a su zenit, en un empeño en el que debe regir la erótica del no-límite: una tensión incendiaria contra cualquier ‘Non Terrae Plus Ultra’”.16

Esto no puede exentarse de la negación, porque está inserta la destrucción, la capacidad de destrozar. Destrozar el límite, la canción oscura: “en definitiva, motores marcados por el signo de lo tanático. Frente al conatus que la afirmación invoca, la negación reclama el logos del combate, del agón. Lucha contra nosotros mismos, entendida siempre como el esfuerzo por arrancar aquello que nos niega y, que por eso mismo, negamos”.17

Aquí deberá tenerse mucho cuidado, no se trata del yin y yang oriental, porque el significado no es armónico: es guerra y empuje. Es la obligación de actuar conforme a todo aquello a lo que se ha dicho: “Sí: Hacer y repetir, y repetir hasta que el hábito se fija en nosotros. Esta es la lógica del conatus. Y negar, será precisamente, no hacer, no hacer hasta que a base de repetir la parada la mala tendencia vaya perdiendo fuerza hasta eliminarse. Esta es la lógica del agón”.18

La Génesis de una cosmogonía rebelde es la ética como carácter; combate diario y arrebatado; no es chirriar de dientes abnegado y sumiso; es pelar los colmillos para amar con cada garra, para afianzarse fuerte a esta existencia a sabiendas de que cada atisbo de vida obtenido es un momento muerto más: “por un lado, el exigente recordatorio de que cualquier cosa no vale, y, por otro, la certeza de que estamos ante un arte sutil en el que los pasos en falso, las malas indicaciones o las omisiones se suelen pagar de forma cruel”.19

Como palabras de un anciano que se ha batido en mil batallas, al joven guerrero al momento de la iniciación, Gonzalo Muñoz Barallobre sostiene: “Aparecerán malas levaduras, fórmulas estériles, la promesa de lo fácil… pero entre tanto ruido, brillando al fondo de la negra nube, laten también diamantes de luz, piezas cuyos reflejos proyectan una sabiduría, que no es otra cosa que el arte de habitarse y habitar el mundo. Aprender a mirar, dejarnos impactar por ellas, debe ser tarea obliga”.20

¿Será acaso que esta vida vale la pena ser vivida? Pregunta que ofusca y alienta la estulticia de los estúpidos; no hay tiempo de preguntar cuando la hidra ruge fuerte; el cosmógono lupino, artista de su vida, poeta de lienzos cárnicos, no tiene tiempo de elucubraciones a modo de pregunta. Este nuevo filósofo ha transvalorado el lugar común de la filosofía, que dicta que ella consiste no en responder sino en saber preguntar; sea la filosofía en tiempos de limbo, respuesta actuante, flamígera: “Génesis diaria, creación como norma, para evitar que el ruido del mundo tienda a borrarnos, a volvernos ciénaga. Es decir, génesis, como el esfuerzo y la lucha para lograr ‘saltar a través del aro ardiente del mundo’”.21

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