Migración
10 de noviembre del 2017

Y que todos se habrán ido cuando me encuentre vagando solo entre los surcos de esta tierra. Ya el hortal acompañará mis huellas con el crujir de los resquicios de legumbres y una que otra fruta olvidada por la lluvia. Del ayer uno se despide cuando la fe viene a cobrarse la vitalidad y lo deja sin voz para enunciar las ideas, lejos del chillido del viento o del mugido del toro más valiente.

Cuando niño, me hice del arado de mi abuelo Painalli. Sin más hombres en la casa y con un padre que dejaba el pulque sólo cuando le llegaba el empacho, no tuve de otra para que mis hermanas tuvieran aunque fuera una fruta para comer, un zarape que las arropara durante el frío y un piso seguro donde dormir. El pueblo nos quedaba lejos, a unas dos horas caminando y a una hora cuando la familia del rancho de al lado nos prestaba su potro más enjuto. Yo sólo iba para que el dueño del mercado me pagara los costales de maíz; fuera de eso, me la pasaba en mi tierra, mientras las tres mujeres que me encargó mi madre caminaban hasta allá todos los días y tejían petates afuera de la iglesia para venderlos a la gente que venía de la ciudad.

Les caían pocas monedas, sentadas junto a la casa del que llaman El Señor, qué suerte iban a tener. Nunca me tragué tanto cuento religioso mal hecho y mal sonado. Mi abuelo nos enseñó otra cosa, decía que la fuerza viene de los dioses que brotan del suelo, caen del sol, crecen en los árboles y que, en las noches más oscuras, nos miran desde el cielo para cuidar de nosotros. Esas luces que parpadean son ellos vigilándonos mientras nos quedamos dormidos. Por eso hay que cuidar la tierra donde sembramos y ofrendarlos todos los días, para que estén a gusto y nos sigan cuidando. Pero esas mujeres no entendieron nada. Cuando nuestro padre agarró el vicio, alguien en el pueblo les comentó que la única manera de curarlo era yendo a la iglesia a repetir no sé cuantas palabras, seguidas de marcarse una cruz de la cabeza al pecho. El truco está en que si no le dan al encargado de las misas la mitad de las monedas que ganan a la semana, nada de sus palabrerías sirve. Eso, en vez de quitarme un problema, me trajo otro: un vicio más que mantener. Por eso preferí quedarme todo el día en el campo a ver cómo brotaban las semillas de la siembra. Las hermanas me quisieron mandar una mujer, yo hui lo más rápido. No hace falta compañía cuando se tiene aire fresco después de trabajar y el olor de la tierra recién regada. Cómo me ponía de buenas, me sentía contento. Además, allá en el fondo de la milpa había un tronco caído donde me sentaba a contar los pasos que daba el sol después del mediodía, así hasta que saliera la luna y me prendiera el regreso al rancho.

Luego la vida viene a sorprender cuando uno más metido está en sus cosas. Después de morirse mi padre, un par de hombres adinerados me vinieron a buscar, estaban llenos de papeles que apenas pude leer con lo poco que me enseñó el abuelo. Después de que me hicieron firmar, dijeron que se retiraban del negocio del pulque y que el magueyal de mi padre me lo regresaban entero. Ni yo, ni mis hermanas, sabíamos que el viejo había dejado algo, a duras penas conocíamos el maguey. Me estuve varias noches recordando las historias de Painalli sobre el pulque, algo se me había grabado bien: es la bebida de los dioses. Aunque si eso fuera cierto, no habría dejado enviciado a mi papá; si algo le tenía yo a esa planta, era coraje.

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Cita bajo el volcán, Daniel Lezama, 2010, óleo sobre lino, 320x480 cm.

Pronto en el pueblo se rumoraba sobre el magueyal, y a diario me caían propuestas para poner una pulquería. No quería entrarle a ese negocio y menos sabiendo que a mi padre lo dejó enterrado y a nosotros jodidos. Pero las mujeres, que lo único que le heredaron al abuelo fue lo necio, una tarde cuando estaba encostalando el maíz me llevaron una muchacha que decía saberlo todo sobre las bondades del maguey. Me agarraron cansado, así menos me iba a negar a la muchacha, enseguida le puse los ojos encima sin podérselos quitar. La llevé a donde estaban los magueyes, nos quedaba a una media hora, era un terreno grande, de unas dos hectáreas.

Llegada la noche, ella dibujó un círculo rodeando al maguey que estaba en medio, luego dio de vueltas alrededor, meneaba los pies de un lado a otro repitiendo el nombre “Mayahuel” mientras bajaba y subía los ojos hacia la luna, que en ese momento se puso llena y medio roja. Al verla danzando sentí que mi cuerpo se llenaba de calor que venía de los huesos, y luego se salía de mí para esparcirse hacia las pencas. Algo me hizo esa muchacha, porque desde entonces, a mis treinta años, me dediqué de lleno al pulque. Nunca probé ni una gota de la bebida sagrada. A las hermanas las hice cargo de la pulquería, la pusimos en el pueblo, y a Aquetzalli la hice mi esposa. Los dos nos encargábamos de todo el proceso. Atrás de la casa construí un tinacal de buen tamaño, donde cabían tres hileras de tinas. Entró dinero suficiente para hacernos de un camioncito y poder llevar los barriles al negocio.

El abuelo acertó, los dioses sí protegían a los que trabajábamos la tierra y les ofrendábamos con vida. Las noches, cuando la luna menguaba, íbamos por aguamiel. Aquetzalli tenía cuidado con la linterna, nadie podía vernos hurtar la sangre de la planta sagrada. La luna era celosa, la venerábamos lo necesario pa’ que no sospechara de nosotros. Pero hubo una noche que a mi mujer le dio un fuerte dolor en el vientre, y la tuve que dejar descansando e irme solo al tinacal. Había que tener los barriles listos para bajar al pueblo a primera hora del día siguiente. Al momento de cargar se me resbaló una barrica; cuando tocó el piso se abrió por la mitad regando el pulque por todos lados. Vi a una mujer salir de la mancha del pulque, traía el cuerpo pintado de azul, no pude definir su cara porque su aroma me atacó, no me dio tiempo de reaccionar, me entró directo a la cabeza nublándome todo. Lo único que alcancé a enfocar fue el brillo de la luna llena cayéndome encima. Como si saliera del barril roto, alcancé a escuchar la voz del abuelo diciendo algo sobre el néctar y los dioses. Todo se hizo negro; luego recobré la conciencia y tenía una barrica empinada hacia mi boca. Bebí hasta que el sol salió a echarme sus rayos en la cara.

Cuando iba de regreso, el mismo sol se fue apagando, la luna se le puso enfrente y lo cubrió. Miré hacia arriba, como queriendo averiguar qué pasaba en el cielo, pero la poca luz que se escapaba de una inmensa sombra me cuarteó los ojos. Todo deslumbrado caí al piso. Al fin pude entrar a la casa, eran como las tres de la tarde, pero la noche seguía en el cielo y Aquetzalli no estaba en ningún lado. Los dioses vinieron por ella cuando probé su bebida sagrada. La oscuridad me llegó de castigo. Los dioses me jugaron chueco, mandaron a Mayahuel y sus demonios para dejarme sin luz en una tierra que me avienta raíces para enterrarme vivo. Las hermanas me trajeron a Aquetzalli, las hermanas también vienen del cielo oscuro; la diosa me las mandó para que todas me quitaran la fuerza poco a poco. Yo, que tanto caso le hice a Painalli, ahora lo maldigo. Esos dioses qué saben de nosotros. Vienen a vigilarnos para que al primer descuido nos roben el alma y con ella puedan ser más fuertes. Esos dioses dueños de la noche, que quieren oscurecer todo para quitarme la vida sin que me dé cuenta. Los maldije hasta que la luna se acabó de comer lo poco que restaba de sol. No quedó ni un rayo delgadito pa’ calentarme. El cielo rugía con truenos que cimbraban la tierra, después cayó una de esas lluvias que arrastran lo que encuentra a su paso. El techo de mi casa, el tinacal, todo se lo llevó un río que nació con la tormenta. Así estuve varios días, mojado, sin luz para alumbrarme ni para guardar calor. Después de un tiempo, la lluvia se fue y llegó este clima donde no pasa nada, ni el aire. Desde entonces sólo me hago viejo, me lleno de arrugas bajo un cielo verde olivo donde no hay ni sol ni luna que se asomen. Los dioses me dejaron solo, ya me amenazaban con la historia de que todos se habrán ido cuando me encuentre vagando solo entre los surcos de esta tierra. Y yo que tanto caso le hice a Painalli.

Frases
Elena G. Moncayo

CDMX, 1987. Licenciada en Ciencias de la comunicación. Estudió el diplomado en Creación Literaria de la Escuela Mexicana de Escritores. Ha sido publicada en diversas revistas nacionales e internacionales. Publicó La sequía (Cuadrivio, 2017).

Fotografía de Elena G. Moncayo

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