“Doña Andrea tiene 65 años. Hace el aseo de la casa: barre, trapea, limpia los muebles, limpia las paredes y siempre trabaja cantando. Es un genio de amor. Trabajar cantando. Si el trabajo para todos nosotros ha sido como un castigo”. El poeta chiapaneco Jaime Sabines pronunció estas palabras tras la presencia accidental de doña Andrea durante una entrevista, y yo medito: ¡qué desgracia más grande para aquel que tiene que trabajar sin realizarse, su vida está vendida!
Un contrasentido resuena en mi conciencia, cuando a mi alrededor leo, escucho y observo a conocidos y desconocidos que se quejan de cumplir con un horario, estar lejos de casa y, sobre todo, no tener tiempo para ellos. Después de un par de años de egresar de la universidad, parece que para mi generación es la edad del fracaso o el éxito laboral. ¿Acaso no se cuestionan, si lo que tanto les está quitando vida, vale realmente la pena? Me juzgo desde mis contradicciones que se convierten en afirmaciones día a día. Recuerdo ser la personificación pura del dicho popular: “busca trabajo rogándole a Dios no encontrarlo”. No es que fuera un holgazán o un perezoso (aunque a veces envidio a quienes logran serlo), sino que simplemente aborrezco la idea de que el ser humano tenga que pasar la mayor parte de su vida persiguiendo un ingreso monetario.
La frase del poeta alemán Gottfried Benn: “Ser tonto y tener trabajo, eso es la felicidad”, se convierte en una “lúcida y desvergonzada formulación del cinismo de nuestro siglo. Lo contrario: ser inteligente y cumplir una tarea supone una conciencia desgraciada en un contexto alienante”, dice el escritor Carlos García Gual en el prólogo de su libro La secta del perro, un estudio sobre la vida de los filósofos cínicos. Los últimos meses, después de haber firmado un contrato, me han llevado a algo así como a una “resaca espiritual”. La fatiga me limita horas de lectura –una añorada satisfacción de aprendizaje continuo provocada por ese diálogo alojado en la eternidad de los libros–. Después de un largo día de trabajo –o inclusive durante alguna reunión– recuerdo a Kafka escribiendo una carta a su querida Felice. De ninguna manera me siento arrepentido, pero recuerdo con nostalgia la bella libertad del desempleado que sólo se ve frustrada por los fines de mes en que llegan las cuentas de la casa.
Ser parte de la burocracia es una prueba de autoconciencia. En las largas jornadas de trabajo he aprendido a jugar el papel del espectador. El cansancio provoca en las personas una frustración y desesperación que se subsana con sólo pensar en el día de paga: esa es la recompensa al sufrimiento. Algunos ya no son dueños ni de sus mínimas acciones, adquieren una extraña amnesia donde se olvidan de ellos mismos, están cansados y fastidiados; pero no pueden irse a casa, no se permiten simplemente renunciar. El empleado burócrata se vuelve ineficiente desde que piensa que tiene un trabajo casi seguro; también sabe que un error se lo puede arrebatar. En este mundo la desconfianza es la ruleta rusa constante. Quien quiere llegar a la cima no le importará por sobre quién tenga que pasar, y para ello existe una consigna: “si te equivocas, busca a quien culpar”. Descaradamente algunos se creen astutos, en parte lo son. Sin embargo, eso no les quita lo ruin. Se llaman servidores públicos, pero a la mayoría no le gusta servir, por el contrario, sólo esperan el momento para tener el mínimo de poder y proyectar la humillación interior que etiqueta su miseria en un salario. Poder y dinero, eso los define. Para alcanzar esto, es necesario ganarse la confianza de la mayor autoridad, una lucha permanente; quien cree lograrlo adquiere poder y, enaltecido por la soberbia, no se mide en usarlo. Aun así, en el mundo de la desconfianza, nadie tiene ganado absolutamente nada, siempre estarán en constante prueba sin siquiera saberlo, por el simple hecho de estar aferrados a lo que puedan perder.
Con menos ambiciones y muchos prejuicios están los autómatas; aquéllos que sólo obedecen. Cumplen sin cuestionar nada en absoluto y se convierten en un simple engrane removible, que algún día será cambiado por una pieza de mejor calidad y actualizada. Su mayor aspiración es jubilarse. Trabajar más de treinta años en el mismo escritorio y no pedir más que esa seguridad, pues ellos también viven con el miedo a perder el bien apreciado que es el trabajo. Con ilusiones me imagino que dentro de alguno de ellos se encuentra algún Bartleby, personaje de Herman Melville, y que un día se rebelará ante una orden diciendo “preferiría no hacerlo”.
Puedo asegurar que el espíritu modernizado de Diógenes de Sinope se mueve entre la conciencia de una minoría casi impercibible y que son el peligro andante para la integridad de cualquier institución. Esa minoría está accidentalmente ahí, saben perfectamente que la creatividad o el trabajo artístico es prácticamente desechado en esos lugares, pero están fastidiados de que el desarrollo de la sociedad se encuentre en manos de acechadores, carroñeros y rebaño. Esta minoría no tiene nada que perder, porque lo que han querido para sí mismos es asequible sin un precio. Necesitan vivir, es cierto, pero el lujo no es una prioridad, el poder es una opción y saben que su libertad la pueden tomar en cualquier momento. Se mantienen deambulando sin esfuerzo por aparentar ser confiables para los demás, su lealtad no requiere pruebas. Son observadores de la vida laboral del burócrata, no buscan más recompensa que la que se puede compartir, buscan aportar, porque también son conscientes en todo momento de que antes que burócratas son ciudadanos y que los privilegios no alimentan el alma. Siempre están arriesgando, son kamikazes, rebeldes que al terminar la jornada al igual que doña Andrea regresan a casa cantando una grata canción.