El primer encuentro entre culturas no siempre es afín al devenir de sus protagonistas. El roce más temprano del que se tenga registro entre la España medieval y las huestes del imperio maya, fue diametralmente opuesto a lo que el porvenir tenía en puerta para ambas naciones. Sucedió hacia finales de 1511 y fue producto de las inclemencias del tiempo. Esta es la historia de Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, los primeros españoles en poner pie sobre territorio mexicano. O, al menos, los primeros que sobrevivieron para formar parte activa en la saga de La Conquista, transformándose con el tiempo en piezas fundamentales de la misma; Gonzalo Guerrero como padre de los primeros mestizos y Jerónimo de Aguilar como traductor, junto con la Malinche, de Hernán Cortés.
Gonzalo Guerrero nació en 1485 en Niebla, un puerto localizado a unos pocos kilómetros de Palos, en la frontera del Río Tinto, provincia de Huelva. Se enroló en el Ejército, donde llegó a ser un arcabucero destacado durante la campaña contra los moros en Granada. Jerónimo de Aguilar, por su parte, nació en Écija, Sevilla, en 1489. Recibió educación religiosa y desde temprana edad ingresó en la orden eclesiástica, donde obtuvo el grado de fraile. Años más tarde, ya en el Nuevo Mundo, ambos se encontraban a bordo de la nao Santa María de Barca, armada de Almería, capitaneada por Juan de Valdivia, que partió el 15 de agosto de 1511 del Puerto del Darién —en la frontera entre Panamá y Colombia— con ruta hacia la Española, hoy Santo Domingo. Durante tres días navegaron sin novedad, pero al cuarto fueron presa de la tempestad. El viento arreció, las aguas se picaron y comenzó a llover con la fuerza que sólo se ve en los trópicos. Las olas incrementaron su tamaño, el huracán se desató y la situación se salió completamente de control. Hasta que el navío encalló en las rocas de las Víboras, parte de los bajos de los Alacranes, frente a las costas de la actual Jamaica. El impacto despedazó la nave por la mitad, llevándose consigo a la mayoría de la tripulación. Sin embargo, unos cuantos consiguieron escapar del naufragio a bordo de un batel sin velas; entre ellos el capitán Valdivia, Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, que flotaron a la deriva sobre la precaria barcaza durante largas jornadas. Prácticamente no tenían víveres ni agua y, según relató Jerónimo de Aguilar a Bernal Díaz del Castillo, las aguas estaban infestadas por tiburones y el calor era tal que los obligó a beber sus propios orines. Con el pasar de los días, algunos náufragos murieron por inanición y el resto de los sobrevivientes se vieron forzados a comérselos para no “correr con la misma desgracia”.
Finalmente, tras doce días a la deriva, las corrientes los arrastraron hasta una tierra verde y plana, depositándolos en las costas de la actual Península de Yucatán (posiblemente Campeche) y transformándolos en los primeros españoles en llegar al mundo maya. Lo que aconteció entonces varía según las fuentes; hay cronistas que aseguran que los náufragos fueron capturados por los Cocomes, un clan que practicaba el canibalismo ritual (idea llevada hasta sus máximas consecuencias, tal vez pecando un poco de “demasiada imaginación”, en las novelas Gonzalo Guerrero, de Eugenio Aguirre, y Caminarás con el sol, de Alfonso Mateo-Sagasta); mientras que otros escolares se inclinan por que la antropofagia en realidad no era una actividad común entre los mesoamericanos, y que la inscripción que dejó Jerónimo de Aguilar en sus memorias —“Cerré los ojos cuando vi que Valdivia moría como mueren las reses en mi tierra, anclado por el pecho”— se refiere quizás a un intento de defensa del capitán ante la primera embestida de los mayas para capturarlos.
Lo que es seguro es que, al menos Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar (del resto no quedaron registros), llegaron como cautivos al señorío de los Tutul xiúes, en la ciudad-Estado de Maní —que pertenecía a Xaman Há, actual Playa del Carmen— donde el cacique Taxmar los entregó como esclavos a Teohom, su sacerdote. Durante un período largo ambos corrieron con una suerte similar, pero, conforme pasó el tiempo, las cualidades de cada uno fueron diferenciando su existencia. Por un lado estaba Aguilar: religioso, fiel a su doctrina, discreto, sumiso y capaz de resistir a todas las vejaciones como si se trataran de una prueba divina. Por el otro, Guerrero: soldado acostumbrado a la vida en campaña, reacio y de fuerza física notable. Aguilar, viendo que quizás era su única oportunidad de sobrevivir, se esforzó por transformarse en un esclavo ejemplar; se mantuvo casto y, durante los más de ocho años que duró su esclavitud, jamás perdió la fe en su dios y en que tarde o temprano llegarían más conquistadores que los rescatarían. Gonzalo, en cambio, poco a poco comenzó a culturizarse y a adoptar las costumbres locales.
Durante aquel tiempo los dos cautivos presenciaron varios enfrentamientos entre el pueblo que los retenía como esclavos y sus clanes rivales. De alguna manera, quizá para salvarse ellos mismos, se vieron forzados a participar en alguna de aquellas batallas. Guerrero tuvo así la oportunidad de mostrar sus dotes en combate a sus captores, que, acostumbrados a un tipo de guerra florida, se sorprendieron con sus habilidades. En ese momento la suerte de los dos cautivos cambió, y sus historias se separaron; Aguilar continuó como esclavo ejemplar al lado de Taxmar, mientras que Guerrero fue regalado como posesión sumamente valiosa al gran señor Na Chan Can, cacique de los cheles en la ciudad Ichpaatún, al norte de la bahía de Chetumal. Guerrero les enseñó distintos modos de defensa y ataque, diversas formaciones en líneas y columnas; les mostró que no todos tenían que pelear al mismo tiempo, que podían hacer relevos, que unos podían descansar mientras que la primera línea peleaba, y que eso les procuraba una gran ventaja, pues se agotaban mucho después que sus enemigos. Incluso llegó a formar una rudimentaria y peculiar falange macedónica.
Guerrero siguió peleando al lado de Balam conforme se integraba cada vez más dentro de la vida del clan. Adquirió las creencias locales y poco a poco abandonó su posición de extranjero. Hasta que el soldado español terminó de culturizarse, recibió las marcas rituales correspondientes a su incremento de rango: tatuaron su cuerpo y rostro y perforaron sus orejas expandiendo sus lóbulos. Siguió acumulando aciertos y escaló posiciones en la jerarquía militar y social, hasta que ascendió al grado de Nacom (máximo líder militar). Su nombre fue tan afamado que el gran jefe Na Cham Can le ofreció la mano de su hija en matrimonio, la princesa Zazil Há; de esta relación nacieron los primeros mestizos iberomexicanos.
Fue por entonces, 1519, que tras un par de expediciones previas —como la de Francisco Hernández de Córdoba y posteriormente Grijalba, en ambas participó Bernal Díaz del Castillo, quien, junto con Fray Bartolomé de las Casas, es la primera fuente de los hechos aquí narrados—, llegó Hernán Cortés a Cozumel. Desde la primera noticia que tuviera Cortés de la posibilidad de que algunos españoles estuvieran viviendo entre los mayas, dedicó tremendo esfuerzo a localizarlos, y cuando finalmente lo consiguió, les escribió: “Señores y hermanos: Aquí, en Cozumel, he sabido que estáis en poder de un cacique detenidos, y os pido por merced que luego os vengáis aquí, a Cozumel, que para ello envío un navío con soldados, si los hubieses de menester, y rescate para dar a esos indios con quien estáis; y lleva el navío el plazo de ocho días para os aguardar; veníos con toda brevedad; de mí seréis bien mirados y aprovechados. Yo quedo en esta isla con quinientos soldados y once navíos; en ellos voy, mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco o Potochan”.
Así fue como finalmente las plegarias de Jerónimo de Aguilar encontraron respuesta; la comitiva pagó la libertad del esclavo y el cacique lo dejó ir. Pero Aguilar, antes de regresar con los suyos, decidió ir en busca de Gonzalo Guerrero y compartir con él la noticia; pensó que quizá que con estos eventos podría hacerlo entrar en razón y llevarlo consigo. Aguilar caminó hasta el pueblo donde Gonzalo era Nacom, le enseñó las cartas y le suplicó acompañarlo; pero, para su sorpresa, Gonzalo le contestó: “Hermano Aguilar: Yo soy casado y tengo tres hijos, y me tienen por cacique y capitán cuando hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirían de mí desde que me vean esos españoles ir de esta manera! Y ya veis estos mis hijitos cuán bonitos son. Por vida vuestra que me deis de esas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra”.
Así pues, Gonzalo eligió permanecer al lado de los mayas y Aguilar volvió con los suyos; se convirtió en la mano derecha de Cortés y en el traductor principal durante su estancia en el sureste. Posteriormente, durante el resto de La Conquista, Aguilar traduciría del español al maya, y después la Malinche, del maya al náhuatl. De esa manera Jerónimo de Aguilar se convirtió en pieza fundamental de La Conquista de México, y fue por ello que, muy a su pesar, nunca pudo regresar a su tierra natal.
No fue hasta 1527 que los españoles se dieron a la tarea de conquistar la península de Yucatán. El general Francisco Montejo, con cuatro navíos y más de trescientos ochenta soldados, encontró a su llegada una feroz resistencia. En numerosas batallas, los mayas junto con Gonzalo Guerrero, derrotaron a sus hombres y a los de su hijo. Reportaron que los locales estaban altamente organizados; que contaban con bastiones y conocimiento de sus armas; que no temían a los caballos como en el resto de la Nueva España; que estaban al tanto de los puntos débiles de sus armaduras; que utilizaban lanzas largas para rechazar a la caballería y que incluso algunos portaban petos y protecciones —poco convencionales— elaboradas con cuero y piedra. Los ejércitos mayas con los que se enfrentaron, se defendieron utilizando estrategias de guerra propias de las huestes europeas, con lo cual fueron capaces de rechazar la primera ofensiva española.
En la batalla de Puerto de Caballos, valle inferior del río Ulúa en Honduras, cuando los españoles atacaron las tierras del cacique Cicimba de Ticamaya, más de cincuenta canoas repletas de guerreros provenientes de los territorios norte del imperio, arribaron por el mar. Eran las tropas que capitaneaba Gonzalo Guerrero, y se habían abierto paso hasta ahí tras derrotar a los españoles en sus territorios, para auxiliar al cacique en la guerra que se le avecinaba. Se contó que la batalla fue encarnizada; muchos españoles murieron y miles de mayas quedaron tendidos sobre el suelo.
En una carta del gobernador de Honduras, Andrés de Cerezeda, escrita el 14 de agosto de 1536, un día después de la batalla, quedó relatado lo siguiente: “Y arcabuceros y otras personas combatiendo la entrada o salida del albarrada al río y en la proa de la canoa una pica de artillería, que con lo uno y lo otro hizo tanto daño a los indios hasta que ellos, de su voluntad, se vinieron a dar a la obediencia y servicio de vuestra majestad. Dijo el cacique Cicimba como, antes que se diesen, con un tiro de arcabuz se había muerto un cristiano español que se llamaba Gonzalo Aroza que el que andaba entre los indios en la provincia de Yucatán veinte años y más, que es éste el que dicen destruyó al adelantado Montejo. Y como lo de allá se despobló de cristianos, vino a ayudar a los de acá con una flota de cincuenta canoas para matar a los que aquí estábamos antes de la venida del adelantado… Y andaba este español, que fue muerto, labrado el cuerpo y en hábito de indio”.
Sin duda resulta tentador cerrar este breve recuento con algún tipo de conjetura respecto a la postura de ambos protagonistas: quizás algo en torno a la profundidad de enraizamiento de las convicciones personales en relación con la posibilidad de empatía frente a cosmovisiones ajenas a nuestro entendimiento; o utilizar a los personajes históricos como vara de medición para realizar un juicio de valor sobre las formas de proceder actuales. Incluso sería difícil contener el impulso de engrandecer la figura de Gonzalo Guerrero y de criticar la de Jerónimo de Aguilar —al menos desde la perspectiva mexicana y laica—. Pero tampoco hay que exagerar; en la vida no existen las moralejas. Si acaso, podríamos aventurar proponer que el héroe de unos siempre será el villano de otros. No podemos pasar por alto que, aún hoy en día, el sistema educativo español orilla a sus estudiantes a elegir entre dos caminos, que de cierta manera remiten a los arquetipos germinales de esta narración. Desde temprana edad, en los colegios públicos ibéricos, los jóvenes ciudadanos son forzados a optar entre dos materias: ética y religión.