"[…] siempre se podrá pensar, cualquiera que sea el premio, quienquiera que sea el que lo reciba, que se lo merecía alguien más[…] pero además los premios literarios son, como argumenta James English, un mecanismo para negociar transacciones entre el capital cultural y el capital político o económico. Los escritores reciben reconocimiento, honores, dinero, y los patrocinadores de los premios participan, a cambio, del prestigio social del arte […] No es extraño que Flaubert los detestase. De hecho, es la única postura consecuente con la idea del escritor, puesto que recibir un premio o un título cualquiera implica reconocer alguna autoridad capaz de juzgar, tasar y compensar; y no, Flaubert no: ”Amigos que saben de mis dificultades quieren (o dicen que quieren) hacerme obtener (sin que yo intervenga) una ´posición digna de mí´. Usted me conoce bastante para saber de antemano mi respuesta: jamás. En virtud de ese axioma que es mío pero que admiro: los honores deshonran, el título degrada, la función embrutece".
(1) (FERNANDO ESCALANTE GONZALBO. A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública. El colegio de México, 2007.)
A finales de diciembre de 1878, al redactar esta carta y otra similar a su amigo y discípulo Guy de Maupassant, la salud de Flaubert mermaba, se encontraba empobrecido y en osada soledad: el desdén, la omisión o incomprensión hacia su obra reciente no le importaban ya. Tenía algunos amigos influyentes en la política. Para no continuar con los bolsillos tan enfermos, por su aparente desprecio ante cualquier tipo de mecenazgo y al no conseguir un mal remunerado puesto de conservador en la Biblioteca de Nazarine, aceptó una prebenda estatal cuyo estipendio apenas le sirvió, pues una hemorragia cerebral lo fulminó año y medio después, mientras trabajaba enhebrando letras, a los cincuenta y siete. Liberado de la dependencia y el trabajo, subsistió la mayor parte de su vida de una modesta renta heredada por su padre, en su retiro a orillas del Sena, pero una vez fraguada su reputación como escritor, conoció el mundillo intelectual parisino –una siembra de pedestales– y se convirtió en un asiduo a la residencia de la princesa Mathilde, sobrina de Napoleón I. A la vez se mofaba de las convenciones sociales y de toda administración pública instituida en la incompetencia. También Flaubert vivió una época estúpida, la era del ferrocarril, del Progreso y la Civilización a costa del saqueo a otras naciones: un siglo colonial. Tal como su personaje, el arribista farmacéutico Homais, acabó siendo nombrado caballero de la Legión de Honor, única condecoración que recibió en vida y de la cual, al final, renegó.
“Aunque sea franco por naturaleza, jamás es completamente sincero en lo que dice sentir, sufrir o amar”, anotaron los hermanos Goncourt en sus venenosos Diarios, el “menos generoso de los libros de memorias”, acerca de su colega y amigo. Su legado literario incluye al menos tres obras maestras: Madame Bovary, La educación sentimental y Bouvard y Pecuchet. Y muchos, después de leer Tres Cuentos, convendrán que para elevar la literatura a categoría de Arte, no se necesita “más” que las palabras justas, en el orden adecuado, como Gustave alguna vez predicó. Según Borges “fue el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir… y que sentía y encarnaba la dignidad del hombre de letras.” (http://borgestodoelanio.blogspot.mx/2015/11/jorge-luis-borges-flaubert-y-su-destino.html) Lo mismo que Leopardi, otro autor prometeico y precursor de su siglo, dejó más de cuatro mil jugosas cartas, para algunos su mejor biografía. Desvelar las interioridades de un ser humano, por definición fragmentarias… tarea imposible. “Quiero quemar todas mis viejas cartas no clasificadas. No quiero que se lean después de mi muerte… Esta es mi vida.” Desde luego, hay un interés mayor por autores de fuste, aquellos que habitan en los arcones del mito y de los cuales nos atrae su particular sentido humano del ser, además de sus disparates, flaquezas o descuidos; no solamente circunstancias vividas de manera extraordinaria: acaso un rasgo íntimo, que pueda parecer indiscreto o irrespetuoso, permita un atisbo más próximo a una de las personalidades más fascinantes e influyentes en la literatura universal, reveladora de la situación política, social y moral en la Francia del 2º Imperio.
Todo esto es bien conocido por la tradición literaria (a la que cabría añadir libros como El loro de Flaubert, de Julian Barnes o Las reglas del arte, de Pierre Bordieu) pero conviene honrar, así se reconcoma en su tumba, al solitario oso polar de Croisset, nacido un doce de diciembre de hace casi doscientos años.