Hay muchas buenas razones para tener presente las ideas de otros en tiempos de oscuridad como los nuestros, pero algunas de ellas son “lamentablemente buenas”, como es el caso de algunas de las ideas de Hannah Arendt, ya que su actual pertinencia no radica tanto en las luces que pueden aportarnos para salir de nuestra oscuridad, sino en la sabiduría de la que aún son portadoras sobre los horrores ocultos en las tinieblas de la época, sobre todo por tratarse de los vestigios, aún sin descifrar, de un mundo profundamente violento como el que a ella le tocó vivir, marcado no sólo por la violencia de los grandes totalitarismos del siglo XX, sino también por las pequeñas violencias perpetradas por esa cultura patriarcal que se resiste a desaparecer y que, por el contrario, parece hacerse cada día más fuerte y peligrosa.
Los vestigios de un mundo violento como el nuestro —al igual que el de Hannah Arendt— no son más que heridas inscritas sobre los cuerpos vivos que lo conforman, las cuales menguan o anulan por completo sus impulsos vitales, provocando incluso una inesperada emergencia y diseminación de la muerte, fuera de todo ciclo vital e interrumpiendo todo tipo de procesos de vida que producen niveles incalculables de dolor, sufrimiento e impotencia. El acontecimiento de la violencia humana en el mundo, de acuerdo con esto, no es el de la destrucción que suele acompañar el cotidiano despliegue de las fuerzas de la naturaleza, ni la muerte que se hace presente como parte de los ciclos naturales de la propia vida; es el acontecer en el mundo de un poder proveniente específicamente de las acciones humanas, cuando en su despliegue cotidiano se produce un daño irreparable sobre las vitalidades del mundo. Es por eso que la violencia imperante en nuestros tiempos es el crudo testimonio de que los seres humanos somos capaces de ejercer un poder criminal contra la vida y contra nosotros mismos.
Sin embargo, justo es en estas circunstancias que vale la pena tener presente las ideas de Hannah Arendt, la filósofa norteamericana de origen judío-alemán a la que no le gustaba ser pensada como filósofa, quien propuso en su libro Sobre la violencia (1969) separar de un modo tajante los conceptos de “poder” (Macht) y de “violencia” (Gewalt), entre otras cosas, para hacer comprensible la indisoluble relación de la violencia con el uso de herramientas y para lograr explicar el específico sentimiento de impotencia que ésta va generando e incrementando conforme se consolida como una forma de apropiación criminal del poder tecnológico. Es por eso que nuestro mundo —entendido justo como un cuerpo herido por el uso irresponsable de todo tipo de tecnologías— hoy se estremece en medio de las crisis ecológicas más severas que hubiésemos podido imaginar en ésta que había sido anunciada como una era de supuesto bienestar tecnológico. El planeta está siendo brutalmente asesinado todos los días y millones de personas han muerto y seguirán muriendo en el proceso, como mero daño colateral, ya que no necesariamente hay alguien que se haya propuesto explícitamente su exterminio, aunque quizá sí el abandono de todas estas personas a su triste suerte.
Hannah Arendt cuestionó a la tradición política occidental con serenidad y sin resentimiento para recuperar el entusiasmo a favor de la política, y así podemos leerlo en todos sus libros, pero especialmente en los ensayos compilados y publicados en el libro póstumo titulado La promesa de la política (2008). Pero lo más atinado y útil de su crítica consiste en que fue capaz de mostrar que la larga tradición política de Occidente nunca ha sido capaz de narrarnos más que la historia glorificada o desglorificada de los hombres, como si todo lo que hubiese estado en juego al narrar la historia fuera únicamente el orgullo, la humillación o la vergüenza viril de sus grandes protagonistas. Pero al hacerlo de esta forma, no sólo encontró un modo de cuestionar las voces viriles que le han dado cuerpo y forma a la narración de la historia, también encontró el modo de hacer que este tipo de cuestionamientos fueran conformando la exposición crítica de los dispositivos discursivos que le dieron origen y desarrollo al totalitarismo —como podemos leerlo en Los orígenes del totalitarismo (1951)—, al estructurar y promover las micro-violencias del antisemitismo, los mecanismos generales del racismo del imperialismo europeo, así como la industrialización tecnológica de la violencia en el nacionalsocialismo y el comunismo estalinista.
Su método, a final de cuentas, consiste en hacer visible cómo los modos de pensar y los modos de actuar determinan los modos de hablar, y en hacer evidente que los dispositivos totalitarios siguen neutralizando todo esfuerzo por construir o inventar lo que pudiera ser memorable (digno de recordar) en aquellos que han muerto o que han sido asesinados en el despliegue de un régimen de barbarie y dominación que resultó la más fiel expresión de una terrible voluntad de “dominio total”. Pero de esta manera, Hannah Arendt nos mostró que da lo mismo si la inmortalidad de los héroes de la historia o de sus víctimas se logra producir o representar como una inmortalidad gloriosa o desglorificada —da lo mismo—, pues de igual manera todas estas formas de producir la inmortalidad se sostienen y se seguirán sosteniendo en la irrefrenable mortalidad de individuos y colectividades humanas, incluso de poblaciones enteras, dándole continuidad a la historia de una violencia genocida sin haber logrado mediante el relato histórico ponerle un freno ni a la impotencia general, ni mucho menos a tanta muerte.
En La condición humana (1958), Hannah Arendt defendió con mayor ahínco que sólo la “esfera pública” es capaz de restituirnos un mundo común y trató de llamar la atención sobre cómo el trabajo de los ciudadanos, al producir su acción civil —la gestión civil de lo público—, nos obliga a asumir algo muy simple: que todos vivimos juntos en un mundo común, pero impidiendo, al mismo tiempo, que caigamos unos sobre los otros tratando de destruir las diferencias. Con lo que estaba enfatizando el hecho de que hay una configuración simbólica de los espacios que logran agruparnos para mantenernos relacionados, pero debidamente separados. No excluidos unos de otros, sino debidamente separados por efecto de la singularidad y especificidad de nuestros esfuerzos personales e intereses, ya que en el fondo del entramado que se teje entre el “poder” y la “violencia” se trata, simplemente, de la creación insurrecta de nuestros propios “espacios de aparición”, es decir, de la construcción insumisa de nuestra propia escena política, de la creación subversiva de esos espacios donde logramos acontecer unos delante de otros, junto con otros, en un espacio compartido y enriquecido a partir de la aparición y protección de todas las diferencias, sin miedo a ser anulados o destruidos. Además, también hizo evidente que estos espacios sólo pueden ser creados mediante el poder político del discurso y la acción, haciendo preceder de esta manera la fuerza y el trabajo de la ciudadanía a toda constitución formal de la “esfera pública” y de las varias formas en que ésta puede ser organizada, no sólo como forma de gobierno o espacio gubernamental, sino como una forma de experimentar directamente todas las potencias políticas de la vida civil.
En un sentido completamente diferente al trazado por su amado Martin Heidegger, Hannah Arendt defendió la importancia del pensamiento en conjunción con la vida, no como un modo de ser o como pensamiento del ser, sino como un modo de hacer, es decir, como expresión plena de la vita activa, pues pensar es vivir y vivir pensando debe ayudarnos a crear o a hacer más fuerte a la vida, no a ser seres para la muerte o aniquiladores de otras formas de vida; y con ello pretendía evitar los riesgos totalitarios que la llevaron a sentir tanto desencanto —y hasta un profundo desprecio— por quien en su juventud fuera su amante y admirado maestro, cuando éste decidió sumarse a las filas del Partido Nacional Socialista haciendo caso omiso de las consecuencias de su decisión .
Esto queda aún más claro si tomamos en consideración que para Hannah Arendt la ciudad, entendida desde su más feroz republicanismo, no era ya la ciudad-Estado que había pensado durante muchos siglos la tradición política occidental, mucho menos si sólo somos capaces de pensarla imaginando sus formas físicas concretas —como la ciudad, el territorio o la nación—, sino la organización política de la gente como resultado directo de actuar y hablar juntos, es decir, como espacio construido por las acciones discursivas de ciudadanos concretos; ya que su idea de ciudad no estaba sujeta a la reflexión filosófica o política de una forma de gobierno, sino a un modo de querer ejercer la condición de ciudadano sin desdibujar las formas más concretas de la propia condición humana. Aunque, para ello, lo crucial era —y sigue siendo— comprender que el espacio común de unos ciudadanos viviendo así, lo que se conoce ordinariamente como “esfera pública”, se extiende a todas las personas que quieren o desean vivir juntas sin importar donde estén, sin importar su ubicación específica, dondequiera que estén, porque lo que tienen en común, ante todo y sobre todo, es su voluntad política de vivir juntos en el mutuo reconocimiento. Y en esas circunstancias hasta llegó a repetir con entusiasmo aquellas famosas palabras que fueron emblema de la colonización griega en el mundo antiguo: “A cualquier parte que vayas, serás una polis”, pero sólo para hacer un mayor énfasis en su convicción de que dichas palabras expresaban con profunda certeza que la acción y el discurso, al vincularse en la práctica de un cierto tipo de ciudadanía, crean un espacio entre los participantes de la vida activa que puede encontrar su propia ubicación en todo tiempo y lugar.
Esta forma de producir el espacio político, que no es sino el de la creación de una “esfera pública” para llevar a cabo las discusiones y los acuerdos del interés común, implica la construcción de “espacios de aparición” —en el más amplio sentido de la expresión—, porque se trata de espacios discursivos donde todos podemos aparecer ante otros, con nuestros intereses y nuestras circunstancias particulares, al mismo tiempo que esos otros aparecen ante nosotros con sus propios intereses y sus propias circunstancias. Por eso también se trata de la creación de espacios de mutuo reconocimiento en el que los seres humanos dejamos de existir meramente como otras cosas vivas, cuando no como meras cosas inanimadas, ya que mediante nuestra acción discursiva en la “esfera pública” podemos hacer aparición como seres humanos en sentido estricto.
Ahora bien, si todavía no hemos aprendido a asumir un mundo común ni a construir una esfera pública para construir políticamente nuestra experiencia de la ciudad, es porque hemos hecho de las ciudades un dispositivo para disminuir o anular el poder político de sus habitantes y nada nos ha importado si esto había de llevarnos finalmente a la institución de la muerte como destino manifiesto: la más extrema de las impotencias. Siguiendo en esto mucho más de cerca a Hannah Arendt, podemos decir que la experiencia dañada en nuestras ciudades sigue recayendo, sobre todo, en la anulación política de sus espacios públicos, pues es en ellos en donde se nos va diluyendo la esfera pública, no sólo a favor de lo privado, sino sobre todo a favor de la violencia, ya que los discursos siguen inscribiendo sobre los cuerpos las huellas del odio, de la tristeza y del miedo, y de todos los afectos que se han ido constituyendo en nuestra corporalidad como memorias vivas de una mortalidad indiscriminada, que puede asaltarnos en cualquier momento, ya sea como recuerdos o como fantasías de una destrucción generalizada, con claros tintes apocalípticos, porque se han visto marcadas por la violencia de una civilización que desgarra todo el tiempo nuestra sensibilidad y nos desarraiga permanentemente, fracturando nuestro espacio vital e imposibilitando nuestra habitación de un mundo común.
Referencias Bibliográficas
–Arendt, Hannah (2008): La promesa de la política. Traducción de Eduardo Cañas. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica.
– Arendt, Hannah (2017): La condición humana. Traducción de Ramón Gil Novales. 3ª reimpresión. México: Ediciones Culturales Paidós.
– Arendt, Hannah (2006): Sobre la violencia. Traducción de Guillermo Solana. 1ª reimpresión. Madrid: Alianza Editorial.
– Arendt, Hannah (2016): Los orígenes del totalitarismo. Traducción de Guillermo Solana. 10ª reimpresión. Madrid: Alianza Editorial.