Te sientas sobre la taza del baño. Tus rodillas tocan la pared de enfrente. Recargas tu codo en el lavabo de cerámica blanca. Tu pie roza la orilla de la regadera. Sí, así son los baños de los estudios en Madrid. Minúsculos. Los mosaicos están fríos. Lo sientes incluso a través de los dos pares de calcetas que cubren tus piernas. Tus manos hacen un ovillo apretado con la esperanza de calentarse. Nada. El radiador de aceite no funciona desde hace una semana. El viento chifla en el hueco de las escaleras del edificio. La mañana gris se anuncia con cara de pocos amigos. La cama está vacía desde anoche o la noche anterior a ésa. No puedes recordarlo.
Él se ha ido. Lo has llamado varias veces. Incluso saliste a buscarlo en la madrugada al parque del Retiro, a la puerta de Alcalá, a Lavapiés. Caminaste toda la Calle Mayor, la Puerta del Sol, la Gran Vía. Llegaste hasta el barrio de Salamanca. Nada.
Los hilos de agua escurren por la pared detrás de ti. La humedad se condensa por el frío como los sollozos del alma se condensan por no saber su paradero. Las horas se van hilando como cuentas de un collar cuando se hace. Una tras otra tras otra. Tú, sentada en el baño. Escuchas la puerta de la vecina. Abre. Luego cierra. La cuerda del tendedero que atraviesa el patio del edificio rechina cuando pasa por las ruedas. Sabes que la ropa mojada va quedando suspendida en el cielo por las pinzas de madera.
Él no llega. La cortina de la ducha está empapada. El vaho de tu respiración silente durante la noche ha perlado de gotitas tornasoladas todo el baño. El espejo. La ventana.
Cuelga de la puerta una fotografía. Rachel Weisz. Esa blanca mujer que protagonizó El hombre que vino del mar, aquella película basada en una historia de Conrad. Su delgado cuerpo de porcelana, desnudo, se presenta al ojo del espectador como una pieza de museo. Delicado, delicioso. Una boa gruesa y amenazante cubre sus senos y su entrepierna. El verde da la vuelta varias veces a su torso y, sobre su mano derecha levantada a la altura de su cara, descansa la pesada cabeza del reptil. Un fino traje para la dama.
Recuerdas el sonido claro y nítido de sus manos desprendiendo la fotografía de una revista. Las tijeras secas y toscas recortando las orillas. El eco del jalón a la cinta adhesiva para arrancar un pedazo. El murmullo del pegamento haciendo un aro entre sus dedos. Los tres pasos que lo separaban del baño y el deslizar de sus pantuflas sobre las losetas anaranjadas. El contacto del aire con sus brazos que se elevaron con la imagen… y luego el estallido. En el recuerdo, el estallido viene cuando la foto queda prendada en la madera de la puerta. El reflejo instintivo de agachar la cabeza y meterla entre los brazos. La bomba que se lleva la vida de los hombres, del hombre. De Matías.
Justo esta mañana se cumplen tres años y nueve meses. A dos cuadras de tu casa se halla, ahora intacta, la belleza de la estación de trenes. Atocha. Toda su grandeza restaurada.
Él salió aquel día, temprano, a comprarte unas flores antes de ir a la universidad. Era tu cumpleaños. Tomó el tren equivocado. Los números rojos que se iban devorando y el tiempo con su cuenta regresiva quedaron acomodados bajo sus pies. Él no lo sabía. Tú tampoco.
Aquella lejana mañana del once de marzo te levantaste para ir al baño. Te sentaste sobre la taza. Tus rodillas tocaron la pared de enfrente. Recargaste tu codo en el lavabo de cerámica blanca. Tu pie rozó la orilla de la regadera. Mirabas a los ojos a la mujer que pendía de la puerta. Los mosaicos estaban fríos ese día, antes del estallido. Siguieron fríos todos los días que llegaron después. Quedaron fríos, incluso en primavera.