“O mito”, como es bien conocido en territorio sudamericano, murió el 6 de julio del 2019. Detrás de él, deja un legado.
Imagínate estar rodeado de arena, estás sentado, observas como el cielo, a sus últimas horas de la tarde, pinta tonalidades distintas de rojizo a anaranjado, pasando por el deslavado azul atrayendo la noche. Las olas rompen en la orilla dejando aparecer una espuma color blancuzco que se pierde al tocar tierra firme. Tu sentido del olfato ofrece una sola cosa a la mente: sal. Otro atardecer en “A cidade maravilhosa”.
De repente, a lo lejos escuchas algo que te llama la atención, lo reconoces porque es un ritmo que entra sigiloso, encantador, endulza tu sangre: la bossa nova.
Hija del samba y el jazz latino, la bossa nova representa uno de los géneros emblemáticos de la música popular brasileña. Con sus canciones, preservaron la ideología de cariocas y de otros compatriotas sobre el país en todos los sentidos, principalmente sobre la vida diaria del brasileño. Con ese carácter e ímpetu, alegría, conocimiento y juventud, tres hombres decidieron perpetuar la bossa nova en la mente de la humanidad. Tom Jobim, Vinicius de Moraes y João Gilberto. Los dos primeros, nacidos en la cuna del género, Río de Janeiro, y el tercero nacido en Bahía, al noroeste del país, posteriormente mudándose a territorio carioca.
“Joãozinho”, como le decía Jobim a Gilberto, era único. Tenía esa magia. La espontaneidad en persona. El ascenso de un joven que buscaba juntarse con otros de su misma edad para tocar viejas canciones del Río de 1930. Líricas que habían sido interpretadas por grandes astros a principios del siglo XX para el público brasileño, ahora mezcladas con los aires estadounidenses y su jazz que arrasaba todo a su paso desde la finalización de la Gran Depresión.
João entendió esa unificación de ritmos. Brasil, al ser un crisol de razas, permitía que nuevos géneros apareciesen en el mapa. La nación está acostumbrada a ser única desde su combinación. Y es precisamente eso lo que persigue la bossa nova: ese contraste de la samba, sus raíces negras, las percusiones que acompañan a varios instrumentos, las voces exaltadas bajo el calor del Carnaval; contra el jazz, tranquilo, pausado, con voces sumisas y graves.
Una guitarra acústica bien tocada en las manos del cantautor, entonó clásicos como: “A garota de Ipanema”, letras que engrandecían una belleza de mujer al caminar por las playas de Río de Janeiro; “O pato”, dando a entender que aquél gracioso pato del que se burla es un hombre deseoso de tocar algunas melodías; “Chega de Saudade”, la voluntad de un hombre a dedicarle bellas palabras a una muchacha; hasta llegar a interpretar “Aquarela do Brasil”, el himno que se destaca en la multitud de canciones que le han dedicado a dicho país.
Nadie se niega a escuchar bossa nova o resistirse a tratar de entender en ese portugués del siglo pasado las descripciones del paisaje, de la gente, de la comida, los animales y del pensamiento carioca que arrebata suspiros a más de uno. Todos están conectados; hay felicidad, tranquilidad, amor y amistad, algo que caracteriza al pueblo brasileño.
Así se despide de este mundo, uno de los hombres que han influenciado el modo de ver a mi ciudad natal, de poder explicar con ese ritmo y prosa cómo es de maravilloso ese suelo.
Pero lo más importante que han dejado Joao Gilberto, Tom Jobim y Vinicius Moraes es que cada vez que un brasileño se encuentra fuera de su casa, puede escuchar un clásico de bossa nova y seguramente podrá obtener un pedacito de su tierra en cualquier lugar del mundo.