Cuando se escribe una carta (ésta, cualquiera), también eso es literatura. Diría aún más: cuando se conversa, cuando uno narra una anécdota, se hace literatura, siempre es la misma cosa. SAÚL KOSTIA
El primer texto que leí de Ricardo Piglia fue “Nombre falso” y con él la literatura me golpeó con tremenda fuerza. Era una gran tomada de pelo que parecía decir: no te confíes de nada de lo que la literatura te diga. El texto está escrito como un artículo académico, con rigurosas notas a pie y referencias a autores, títulos, páginas, que avalan la información precisa que el autor presume. Pero es un relato y no un artículo “serio” firmado por Piglia. En él se afirmaba y contaba la aparición de un cuento inédito de Roberto Arlt, “Luba”, y se evidenciaban las pruebas del hallazgo como compareciendo ante una autoridad policial. Era difícil no caer en la trampa de la aparente verdad del relato. Luego leí que algunos lectores con licencia, críticos e investigadores respetables entraron al juego inocentemente y consideraron aquel cuento apócrifo como bueno. Hasta lo compilaron con textos de Arlt. Confieso que yo lo leí desde el principio como adivinanza resuelta, la profesora nos había revelado el secreto de antemano. Pero lo sorprendente no era que un cuento fuera mentira, pues el lector suele asumirla bastante bien. Lo interesante era la forma en que estaba estructurada esa ficción: un informe académico con todas las de la ley. Uno de los géneros de la verdad. Y entonces, si un texto de corte más o menos científico podía sostener con su estructura una ficción literaria, ¿cuál es la naturaleza de esa ficción, dónde radica su esencia de literatura? ¿Está determinada por ella misma o depende en gran medida de la forma en que se lee?
Quizá la escritura de Piglia no es una donde el lenguaje fuerza sus límites y haga ejercicios casi gimnásticos con la sintaxis y la gramática, como el camino que han tomado varios textos modernos; sin embargo, el arte de Piglia sí tiene un principio desestabilizador, no en el plano de la palabra, sino del relato y de la función de éste dentro de lo literario y en la realidad. En ese espacio juega incluso su carta política. Si otros autores quiebran el lenguaje como su forma de ejercer un movimiento político, el de Piglia es llevar el análisis al terreno del relato y problematizar hasta qué punto la realidad que aceptamos como válida es un tejido de ficciones y de qué manera las estamos interpretando y haciéndolas efectivas. Por eso, explora con las posibilidades formales del relato, como en el cuento “Nombre falso”, en el que toma la forma de un artículo académico para plantear una ficción totalmente literaria, o en las búsquedas que hace entorno a la potencia teórica de la estructura policial o el relato popular. Piglia parte de la idea borgiana de que todo texto puede ser leído como ficción, literariamente, y en ese juego desarrolla su escritura. Si lo que permite esta lectura es un modo de leer desviado, máximo, como los héroes-lectores de los cuentos de Borges (el Borges-personaje que en los recovecos de una enciclopedia descubre la trama de un planeta inventado, que luego sustituye al real), ¿entonces la forma de recibir el texto, tanto leído como escuchado, determina en gran medida a ese texto?
Es interesante cómo Piglia problematiza esta cuestión jugando con los registros orales del lenguaje y analizando su función. En el ensayo Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)1 Piglia plantea un problema, o más bien, un tema medular que recorre su obra: el relato anónimo. Analiza una ficción contra estatal que surgió en Argentina en la época de la dictadura militar, cuando la Guerra de las Malvinas fue una salida del gobierno para apelar a una unión civil aun en medio de la represión y el temor que implica provocar una guerra: “[...] en la ciudad empezó a circular una historia, un relato anónimo, popular, que se contaba y del que había versiones múltiples. Se decía que alguien conocía a alguien que en una estación de tren del suburbio, desierta, a la madrugada, había visto pasar un tren con féretros que iba hacia el sur. Un tren de carga que alguien había visto pasar lento, fantasmal, cargado de ataúdes vacíos, que iba hacia el sur, en el silencio de la noche”. Para Piglia, no importaba que la imagen fuera cierta o no, en este relato-rumor, estaba el núcleo de la tensión del momento en que se irían miles de argentinos a un viaje hacia una muerte casi garantizada en el remoto sur de su país, y que además, respondía, en su angustia y oscuridad, al discurso de un estado incapaz de establecer una relación de empatía con sus ciudadanos. En la tensión que este relato popular mantiene al ser verdadero o no, cobra importancia efectiva en la mente y en el corazón de los argentinos.
Así como el rumor popular y anónimo es un mensaje de sentidos abiertos y múltiples que la población se cuenta a sí misma e interpreta de muchas maneras, los relatos que produce “la máquina” de La ciudad ausente también tienen una función social y contestataria, y por eso se vuelven peligrosos. En esta novela, en algún lugar de Buenos Aires, existe una máquina que produce relatos. En un manicomio hay una mujer que dice que es una máquina. La máquina tiene nombre de mujer. La ficción de Piglia se construye de tal manera que ambas interpretaciones son válidas: una mujer que está loca piensa que es una máquina, o verdaderamente lo es: la máquina tiene forma de mujer. Además, el estado que gobierna a Buenos Aires, es uno que ejerce un control máximo y que no quiere que los relatos de la máquina circulen, porque el hecho de que las personas los conozcan e interpreten pone en riesgo la lógica de las ficciones estatales que pretenden validar un régimen totalitario. Uno de los relatos cuenta cómo algunas zonas de la pampa están llenas de hoyos enormes que albergan miles de cadáveres de desaparecidos.
Así como Piglia explora con las formas el diario, la entrevista, los apuntes de escritura, el relato policial, las cartas, vuelve al núcleo de lo literario, el relato popular, para explorar las dimensiones de la ficción y el lenguaje. En su novela Blanco nocturno, estas dos tensiones se problematizan y pintan un concepto que im-plica las formas de lectura que extienden los significados de lo literario: la ficción paranoica.
Blanco nocturno es una novela policial. El caso que el comisario Croce tiene que esclarecer es el asesinato del puertorriqueño Tony Durán, que ha llegado a un pueblillo argentino en medio del estupor de los habitantes al ver a un personaje tan distinto a ellos. El lugar donde ocurren los hechos no es cualquiera, es un pueblo donde el chisme y los rumores tienen una importancia implacable en el transcurrir de la vida. Así, resulta que las únicas pistas y datos que Croce tiene para resolver el acertijo criminal son un puñado de chismes y versiones, relatos que los pobladores han tejido sobre la víctima y los principales sospechosos. El detective sólo puede guiarse a partir de estas pistas orales; las evidencias del crimen están lejos de ser tan puntuales y objetivas como aquéllas de las que un Holmes o un Dupin podían sacar las conclusiones más científicas y técnicas y que invariablemente llevaban a capturar al culpable: las pistas afirmaban la existencia de una verdad irrefutable. Sin embargo, teniendo en frente una serie de historias chismosas alrededor de un crimen, el detective debe encontrar la manera de llegar a la solución del problema criminal. Croce entonces no hace una búsqueda exhaustiva de qué es lo que tienen de verdadero todos los rumores que corren, -llevaría mucho tiempo investigarlos- sino que decide interpretar lo que cada uno, tejido con el de los demás, puede decirle de lo que ha pasado. Es decir, lee los rumores tal como se lee un relato de ficción. De esta manera, ahora se tiene que elegir, de entre todos ellos, una serie. Hay que unir un relato con el otro, ¿pero cuál unir con cuál? Las opciones se extienden, alguna de las series es la que podrá hablar del asesino o de todas las personas implicadas en un crimen que tiene demasiadas aristas: la historia de Tony Durán resulta estar íntimamente ligada a la familia más rica del pueblo, los Belladona, por motivo de un dinero que habría de salvar del colapso total a una fábrica que hace años dejó de trabajar en su proyecto inicial de construir automóviles y que ahora sólo alberga los esquemas que usa Luca Belladona para leer sus sueños y una máquina extraña que sirve para ver paisajes lejanos. Parece ser que el móvil es precisamente que el dinero no cumpla su cometido y por eso, el número de sospechosos aumenta.
Pronto, Emilio Renzi, que toma un papel watsoniano escucha de las teorías interpretativas de Croce, se percata de que el proceso de elegir un tejido de relatos e interpretarlos implica numerosas conjeturas sobre las motivaciones del crimen, y por tanto, sobre un instigador, debido a cada una de las formas que hay de leer esas historias colectivas. Y además, se puede escarbar en cada una de ellas sus significados y códigos tanto como sea el ánimo obsesivo de quien necesite sacar conclusiones de ellos. Las búsqueda es infinita, y las respuestas también. La ficción se vuelve paranoica porque quien necesita interpretarla debe buscar compulsivamente todos los sentidos e hilos perdidos que hilvanan aquello que pueda ser la verdad (si es que esto existe).
En varios textos Piglia equipara al detective con el lector, incluso con el crítico, porque éstos buscan en medio de las palabras mensajes y códigos del relato, y recogen las evidencias que sostienen esos significados: “persiguen en los textos, las huellas, los rastros que permiten descifrar su enigma”.2 La literatura entonces se mueve en el espacio del crimen, sus características, forma y gramática, son pistas y claves determinantes que encierran el sentido que un autor como el criminal y su móvil, construye para su obra. Es por eso que Piglia, como Borges, considera que la novela policial crea un tipo especial de lector, pues éste siempre irá leyendo los mensajes escondidos, los códigos y claves ocultas, leerá al máximo, atento a que en cada palabra puede estar encerrado el móvil del crimen o una pista falsa. El problema y la trampa que genera el vértigo de lo literario es hasta dónde detener la búsqueda de verdades y significados, en qué punto contener la paranoia de querer encontrar las claves en algún rincón del texto. ¿El relato es tan abierto que puede sostener todas las lecturas, las mentes de todos los lectores? Los sentidos son múltiples y las posibilidades no se agotan. Ése es el abismo que impulsa la pasión y energía de lo literario. Por eso, no es raro que la novela de Piglia, Blanco nocturno, no cierre la historia del crimen y que tajantemente Croce le diga a Renzi, cuando éste hace la pregunta de ¿quién es el culpable de la muerte de Durán?: “Vos leés demasiadas novelas policiales, pibe, si supieras cómo son verdaderamente las cosas. No es cierto que se pueda establecer un orden, no es cierto que el crimen siempre se resuelve.” En la realidad y en la ficción la verdad es mucho más esquiva, volátil incluso, relativa, que en un proceso policial que sigue inequívocamente una serie de pistas, muy puntuales y objetivas, que construyen una ecuación cuya variable admite un sólo valor indiscutible.
Lo interesante de la forma que ha elegido Piglia para construir esta ficción es que, después de toda una era de novela negra, esta historia funciona más como un policial clásico que como una aventura de Philip Marlowe, porque precisamente cuestiona el principio básico de aquellos relatos protagonizados por tipos tan razonables como Dupin o Holmes: la existencia de una verdad inevitable, única, unidireccional, que rige la realidad, y por tanto, al relato. Esta novela camina de la mano con una historia de Stanislav Lem, La investigación, que por supuesto, deja flojo el corsé de un mundo enteramente explicable. En la novela del polaco, el misterio a esclarecer es una serie extraña de casos en los que cadáveres humanos parecen haber cobrado vida para levantarse e irse. El problema tiene el tono de aquellos policiales clásicos cuyo núcleo era un acertijo casi sobrenatural pero que luego de ser investigado, su explicación siempre encontraba asidero en las lógicas de lo razonable. Sin embargo, en el caso de los cadáveres, luego de que un joven detective asignado a él se enreda en la búsqueda de pistas que permitan pescar a un ladrón perverso, su jefe de Scotland Yard decide dar solución al caso ofreciendo un culpable apócrifo: permitir que la investigación siga en curso es arriesgarse a encontrar algo que modifique los cimientos de la idea que los hombres tienen del mundo. Por los rastros y algún testimonio, los resucitados no terminan de ser una idea descartable, y entonces la respuesta falsa, más que ocultar la ineficiencia de la policía londinense, rechaza de antemano el riesgo de que el comportamiento del mundo explote los límites de lo humanamente entendible.
Ricardo Piglia, utilizando las formas del relato popular como material de una trama policial, también perfora los pilares que sostienen esa construcción extraña que es la verdad, cuya apariencia quizá no es una cara, sino muchas. Por eso su búsqueda es bastante más complicada. La imagen extrema de esto es el lector espía de Respiración artificial, Arocena, que lee en las cartas del pasado información que, supuestamente, servirá de algo en su realidad inmediata. Es un tipo que rastrea en las cartas todos los mensajes cifrados imaginables y llega al grado de traspasar el límite de la semántica y la oración para indagar más profundamente en el orden de las letras del texto, los espacios en blanco, los números, porque seguramente su disposición no es arbitraria y la clave está en esos datos aparentemente nimios. La vida real depende del desciframiento ya desquiciado de este lector paranoico.
“Nombre falso” siembra la duda con su disfraz, obliga a ya no leer bajo el influjo del sentido más inmediato que los relatos exhiben. Digamos, es interesante que un escritor nos cuente cómo encontró un texto perdido de Arlt; la trama del texto puede quedarse ahí sin más gloria pero se vuelve casi una aventura policiaca descubrir que esa afirmación es apócrifa y entonces se piensa en el robo, el plagio, la falsificación en la literatura como crimen. Si en este relato, como en otros, Piglia construye una ficción con piezas como el informe, las notas a pie y referencias, los apuntes de novela o las cartas, dirigir el reflector hacia el relato popular también es analizar de qué manera nace esto que llamamos literatura. Los relatos que todos los hombres pueden contar son la semilla de lo literario, pero también son lo que sostiene una realidad, pues ésta no es más que un tejido de historias que explican las dinámicas del mundo, porque para intentar entender lo que ha sucedido hay que pasarlo a través del lenguaje y ya se está narrando. Si lo que sabemos del mundo se construye a partir de narraciones, la verdad depende de ellas, pero resulta que no hay una única forma de contarlas, mucho menos de interpretarlas. Entonces las percepciones, dimensiones y narraciones de lo real, se expanden exponencialmente, y acaso son posibles los trenes llenos de ataúdes, los cadáveres resucitados, un planeta inventado que sustituye a éste, o un enigma policial sin respuesta.
En la tensión entre forma y sentido, la ficción paranoica de Piglia, o quizá más bien, la lectura paranoica, lanza las posibilidades literarias a niveles infinitos, porque todo lo incluye, porque es el pulso de leerlo todo bajo una trama literaria. La amenaza está en perderse en ese mar de sentidos cruzados, como Arocena, porque hay tantas lecturas como lectores-detectives y el número se incrementa según su grado de obsesión o paranoia. En un descuido se puede entrar en una biblioteca de Babel que contiene al universo contado en todos los códigos, en todas las lenguas, y cuyas salas son también infinitas, pero ése es el riesgo que corremos al admitir nuestro papel de lectores y es acaso ese vértigo el que vale la pena y el peligro que impulsa a navegar por la literatura pero también por el misterio del mundo real.