El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, Horacio Castellanos Moya ed. Arcoiris, 1997
Un tremendo asco, Moya,
un asco tremendísimo es
lo que me produce este país.
El asco es una declaración de guerra. Imaginemos que Castellanos Moya, el sarcástico centroamericano de la literatura, publicó la novela bajo la sospecha de que podría herir de muerte a los decadentes guerreros de la cultura salvadoreña; sin embargo, entre herir y matar hay tanta disimilitud como entre la condición de lo inerte y lo vivo, podemos decir entonces que Moya, sin saberlo, emprendió el arte azteca de la guerra, la estrategia de la guerra florida. ¿Hasta dónde se atreve a descender el escritor en la catacumba de la crítica?, ¿qué corazones han de ser exorcizados por su sacerdotal e implacable pluma antes de decir basta? El escritor hurga en las entrañas de San Salvador como un roedor que agudiza el detritus social, se disfraza con el estilo literario del austriaco Thomas Bernhard (transgresor, concatenado, serial), y se aventura entre calles sórdidas, playas soeces y prostíbulos impúdicos de la ciudad. Ahí, en el corazón de la inmundicia más absoluta, halla la cultura contemporánea del Salvador.
Bajo la perspectiva del personaje Edgardo Vega, susceptible y delicada, todo está trastocado por la decadencia, los valores morales y estéticos han sido sustituidos, sobre todo después de la guerra civil, por la violencia inaudita, las satisfacciones a la mano y el consumismo arrebatado; en todos los rincones de San Sal-vador se refleja la infamemímesis norteamericana pues, el cariz minado de la idiosincrasia no estima su propia historia al creer que lo mejor que podría pasar es llegar a parecerse a ese país del norte. Edgardo Vega presenta su ácida invectiva al propio Castellanos Moya, su inter-locutor y viejo amigo en el relato, observando que la cultura salvadoreña ha promovido y estimulado la degradación del gusto con lo que mal versadamente llaman arte; en este clima infecundo la música e incluso la antes respetable Universidad de El Salvador no han salido limpias del tsunami de excremento que azota al país, pues los únicos egresados de esa infecta institución son administradores de empresas que junto con militares y ex guerrilleros atestan la ciudad como seres sin voluntad.
Es la muerte de su madre la que confronta a Vega, al tener que trasladarse de Canadá al Salvador luego de dieciocho años de ausencia, con su historia personal donde la ineludible reaparición de su hermano Ivo, un vendedor de llaves que aspira a proveer a la ciudad de candados y fornicar con la mayor cantidad de mujeres, le arrastran a la desesperación más aguda. Al alojarse en la casa de Ivo, Vega siente estar en el centro de esa putrefacción social pues la insalvable familia es el paradigma ejemplar del progreso sin rumbo, manifestado en los tres televisores que mantienen encendidos y en el tiempo libre que ocupan en leer vorazmente las revistas populares de chismes. Para Edgardo Vega, pues, haber nacido en El Salvador es una broma macabra del destino por lo que además de naturalizarse canadiense decide cambiar su nombre (el de Edgardo le parece grotesco) por el de Thomas Bernhard.
Castellanos Moya, con su estilo sarcástico y veloz, se propuso comenzar una guerra florida en donde los rehenes sacrificados fueran algunos de los pilares culturales del Salvador, es casi natural que el ánimo de sus compatriotas se agitara y en un arrebato de celo dispusieran una ofensiva amenazante en su contra. El asco, la exclamación de que el hombre común y la ciudad que habita alternan sus siniestros rostros hasta confundir los límites de sus miserias, le costó el exilio y casi le cuesta la vida; sin embargo, creo, como Roberto Bolaño afirmó, que para un escritor las amenazas son síntomas de plena salud literaria y la irritación de los provocados la demostración de que a pesar de ser ofensiva, provocativa o vejatoria, la literatura muestra un dejo de realidad suprema. Al final, quizá eso deba ser la escritura para un latinoamericano, desnudar la brutal certeza de algo que nos avergüenza y que nos inunda de pena frente a nuestra condición.