Alemania
24 de marzo del 2017

En 2666, de Roberto Bolaño, cuatro representantes de la élite académica europea siguen la pista de un tímido autor alemán —y veterano de la Segunda Guerra Mundial— hasta el punto en que el horror de Occidente se concentra en su forma más pura: la parcialmente imaginaria ciudad fronteriza de Santa Teresa, en México. Esto no es casuali-dad ni capricho: la novela propone una lectura de la historia, traza la ruta probable del fracaso occidental. Pese a la monumental medida de 2666, el trazo de esta ruta no puede sino ser panorámico, una síntesis —de ahí que Bolaño requiera agentes generalizadores que funjan como portavoces de tradiciones distintas; tal es la dimensión de su objetivo. Este modo de filtrar la historia a través de la literatura acusa un límite del que Bolaño es consciente: los fantasmas que persiguen a sus personajes son inasibles y la ambigüedad de su representación —aunque elocuente— ofrece al lector causalidades rotas, pistas ilegibles y la sombra inmensa del porvenir —no en el sentido de que el porvenir es una incógnita, sino en el de que es oscuro y frío y yermo como un cementerio del año 2666. Porque el género humano no ha producido más que desolación en la cúspide de su potencial, antes de encausar con certeza absoluta —matemática— el desbalance del planeta, no cabe esperar otra cosa de las generaciones que vienen, condenadas a priori a la emergencia. Esto lo han entendido quienes vieron la gloria de frente, y sus frutos. Como Winfried Georg Sebald señala en una entrevista con Eleonor Wachtel, el suicidio durante la vejez es relativamente raro en general, aunque extremadamente frecuente entre los síntomas del llamado “síndrome del sobreviviente”; Sebald: “[al escribir Los Emigrados] estaba familiarizado en teoría con un síntoma particular debido a los casos de Jean Améry, Primo Levi, Paul Celan, Tadeusz Borowski y muchos otros que fallaron en su intento de escapar las sombras impuestas sobre sus vidas por la Shoah y al final sucumbieron al peso de la memoria”. La ficción de Sebald parece inquirir sobre las raíces de este síntoma, esta excepción entre los hombres, casi hábito entre quienes han visto de frente el horror irrepresentable. Como André Aciman escribió en 1998 —antes de la publicación de Austerlitz, que habría de contradecir el aserto con sus largas descripciones de los campos de Terezin: “Sebald nunca trae a cuento el Holocausto. El lector, no obstante, no piensa en alguna otra cosa”. En efecto, las detalladas digresiones alrededor de Lección de Anatomía, de Rembrandt, lo mismo que el seguimiento minucioso de la industria de la seda en Oriente y, eventualmente, en Occidente, o la descripción del mensaje que el Voyager II contiene para improbables alienígenas, todo ello indica al lector los alcances de la sombra más oscura, no la sombra de la segunda mitad del siglo veinte, ni, específicamente, la sombra de la categorización de individuos con el fin de deshumanizarlos y, enseguida, eliminarlos, convertirlos en colchas, jabones, alfombras, pendientes —como muestra Alain Resnais en su película Noche y Niebla (1955)— no la sombra atómica que demostró su eficiencia en dos ciudades y edificó los nuevos modos de la política internacional aun después de la Guerra Fría alrededor de una palabra, deterrence, sino la sombra del género humano que aun en el cultivo presuntamente ingenuo del gusano de seda acusa la voracidad de una especie que no conoce contención. Si Roberto Bolaño parece seguir la pista del fracaso occidental hasta las sórdidas calles de Santa Teresa, en donde el cuerpo putrefacto se convierte en elemento ordinario del paisaje, W G. Sebald rastrea con lupa el origen de ese fracaso y lo halla en el cultivo humano de la eficiencia.

Sería una error deducir tras lo anterior que Sebald está interesado en la crítica de la eficiencia o, peor aun, que su obra se reduce a señalar el mal entre seres humanos. Conclusiones de este tipo sirven de consuelo, pero no hay consuelo posible. En su ensayo sobre Guerra Aérea y Literatura (1997), Sebald explica su frustración ante una nación que, tras la destrucción casi absoluta que la Segunda Guerra Mundial acarreó, mantuvo con estoicismo su diligencia en la reconstrucción, como si nada hubiera pasado. La propaganda de aquellos tiempos, así como la literatura misma, se concentró en dar vuelta a la página sin darse tiempo para el luto, para el dolor, para la catarsis. Alemania, parece indicar Sebald, sale de la guerra como entró en ella, su espíritu incólume. Hans Magnus Henzensberger escribió en Europa en Ruinas (1990) que “es imposible comprender la misteriosa energía de los alemanes [...] si rechazamos el hecho de que han convertido sus defectos en virtudes. Insensibilidad [.] fue la condición de su éxito”, a lo que Sebald añade:

Los prerrequisitos del milagro económico alemán se hallan en algo más que las enormes sumas invertidas en el país bajo el Plan Marshall, las tensiones de la Guerra Fría, y la destrucción de algunos complejos industriales —operación llevada a cabo con brutal eficiencia por escuadrones de bombarderos; se hallan también en algo reconocido con poca frecuencia: la incuestionable ética laboral adquirida en una sociedad totalitaria, la capacidad logística de improvisación mostrada por una economía en constante amenaza, la experiencia previa en el uso de “fuerzas extranjeras de trabajo", y la experiencia del insostenible peso de una historia en flamas desde 1942 hasta 1945, incendiada junto con edificios seculares, casas-habitaciones y negocios en Nuremberg, Colonia, Francfort, Aachen, Brunswick y Wurzburgo, un peso histórico que a final de cuentas sólo unos pocos lamentaban (los énfasis son míos).

La obra de Sebald, como sugiere esta luenga cita, no se interesa en aleccionar ni en ofrecer alternativas al caos, sino sólo en —pues tuvo lugar— contemplarlo. La célebre máxima de Primo Levi que adorna la entrada del museo del Holocausto, en Berlín —aquella que señala la necesidad de recordar lo sucedido, pues de otro modo podría suceder de nuevo— no refiere ni sintetiza el esfuerzo de Sebald, que con fatalismo agonizante parece indicar que, sea como sea, el horror habrá de repetirse, pues la semilla del horror es la que nos permite, en otra circunstancia, sobrevivir.

Cualquier lección que permita dar vuelta a la página del dolor se encuentra en oposición directa a la mirada de Sebald y pertenece a ámbitos distintos del literario: el ideológico, el político, el histórico. Sobra decir que ingredientes relevantes a estos ámbitos se encuentran en toda obra literaria —o artística, en general— pero las obras de Sebald se rigen por la búsqueda de un pathos que niega la posibilidad de una conclusión. Concluir significa, en el caso del Holocausto, sanar, pero la condición humana no se hallaba enferma durante la organización industrial de los campos, sino explayada. Hannah Arendt recuerda en diversos textos su perplejidad ante la normalidad de Adolf Eichmann, a quien conoció durante su juicio en Jerusalén en 1961. Del mismo modo, Sebald reconoce que quien perpetra el mal no es un monstruo, sino un ser ordinario en circunstancias específicas. (¿Uno mismo?) Señalar —al contrario— a los culpables y, ante todo, señalar una diferencia inherente entre ellos y nosotros, presuntamente inocentes, es un acto de orden político que adrede malentiende los hechos. Tal es la dinámica que nos permite glorificar actos de guerra y condenar otros análogos, de acuerdo con lógicas torcidas. Las fórmulas retóricas como “daño colateral” o “la guerra es el infierno” o incluso la enumeración por cientos, miles, millones —a mayor el número, menor la comprensión— de víctimas funcionan como velos para cubrir aquellos rasgos en común entre —por decir— Eichmann y uno mismo. En otro texto célebre, el artículo “Nosotros, Refu-giados” (1943), Arendt encuentra en la persona del Sr. Cohn el paradigma del hombre civilizado que, con base en tal condición, es objeto de expulsión por su propio continente —este hombre es en realidad Erich Cohn-Bendit, amigo personal de la pensadora. Hay error en atribuir a su condición de Europeo por antonomasia esa expulsión; el Sr. Cohn es refugiado a pesar de que no hay rasgos esenciales que lo distinguen de Eichmann, individuo tan culto y paradigmático como Cohn. No es difícil preveer que se tome ofensa de este aserto. El reconocimiento del mal en uno mismo no puede sino ser punzante, como punzante es la prosa de Sebald. La gran catástrofe de Occidente, que a menudo abordamos como entidades eminentemente políticas, se encuentra en las páginas de Sebald determinada por otra cosa, su normalidad, su naturalidad. El hecho de que nos pertenece ontológicamente.

En su conversación ya citada con Eleonor Wachtel, Sebald recuerda cómo durante su infancia, en los Alpes, “tal era en muchos sentidos un lugar bastante arcaico.” Por ejemplo:

...no se podía enterrar a los muertos en
invierno porque el suelo estaba congelado y
no había manera de cavar. Había que dejar al
muerto en la choza leñera durante uno o dos
meses y esperar el deshielo. Se crecía con esta
conciencia de tener la muerte alrededor, y
cuando alguien moría, sucedía en el centro o
en medio de la casa, donde la persona muerta
habría sufrido sus agonías, ahí mismo en la
sala, y luego, antes del velorio, el cadáver
seguiría siendo parte de la familia durante tres
o cuatro días.

Sebald parece mantener en sus páginas esta dinámica. No se consuela ni se exalta la presencia de la catástrofe, la presencia del dolor. Simplemente se contempla, se reconoce, se respira sin propagandas ni condenas, sin celebración ni enseñanza, y ahí donde el horror no puede percibirse con un golpe de vista, del mismo modo que a menudo no puede saberse quién está vivo o muerto en antiguos retratos familiares, se observa minuciosamente hasta reconocer lo que de humano tiene el monstruo.

Frases
Agüillon Mata

(Ciudad de México, 1980). Es autor de los libros de ficción Quién escribe (Paisajista, 2004), Envés y Tratado (De una zona privada), estos últimos en vías de publicación. Actualmente reside en Cincinnati, Ohio.

Fotografía de Agüillon Mata

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