La escasa difusión de la literatura paraguaya —de su cultura, en general— debería ser materia de un artículo en donde se tratase con paciencia y rabia un estado de cosas que obedece tanto a culpables como a indolentes, tanto a la ineficacia de muchos como a la omisión de otros tantos: el efecto y los resabios de una dictadura de treinta y cinco años; el deficiente sistema educativo; la falta de compromiso social por parte de empresas y corporaciones; la indiferencia de las clases pudientes que apostaron y apuestan muy poco por la cultura; las deficiencias editoriales en términos de mercadotecnia; las políticas corporativas de la industria, cuyas decisiones mercantiles nos alejan cada vez más de la posibilidad de insertarnos en su circuito comercial; y un ámbito intelectual asfixiado por la mediocridad e inmerso en provincianas peleas intestinas que se nutren fundamentalmente del ego de cada contendiente.
Este artículo se centra en cómo esa escasa difusión afecta a los narradores paraguayos del siglo XXI, sobre todo en la esfera del acto creativo, y cuál es su reacción o comportamiento en términos de poética, en la temática de sus relatos breves y en las inquietudes mostradas en sus novelas.
Partamos de la siguiente pregunta: ¿cómo afecta a un narrador, incluso antes de escribir la primera línea de una obra, la certeza de que será leído por apenas un centenar de personas? Conscientes o no, me animaría a afirmar que todos los narradores paraguayos, en algún punto de su trabajo, abordan esta cuestión o se ven afectados por su influjo. Al inicio de una obra, en la vorágine de la construcción o del desenlace de un relato, al charlar con amigos y colegas acerca de ese libro que viene forjándose a fuerza de convicción, de pasión, de vanidad o de lo que fuese, la no difusión seguro está presente, y surge como una aparición espectral, incluso tenebrosa, capaz de ensombrecer esos anhelos de firmar un contrato editorial, de captar lectores de distintas latitudes y culturas del planeta, diluyendo el impostergable y justo deseo de que la obra persista para generaciones futuras.
O quizá no, acaso el asentamiento de esa no difusión, su firmeza y aplomo, ha generado un pútrido estado de confort en algunos autores paraguayos. No sería extraño que la ligereza, incluso impericia, en la utilización del lenguaje que se puede encontrar en muchas publicaciones nacionales, obedezca no sólo a la deteriorada educación secundaria y terciaria, a la falta de lectura y a la nula autocrítica, sino también a esa desidia que invade al creador en su zona de confort, quien termina escribiendo sobre los mismos temas que los autores consagrados, para familiares y amigos que no leen, para ser el protagonista de una velada de lanzamiento y, especialmente, para conservar a un puñado de colegas, pares en la mediocridad, de aprobación y adulación seguras, y que por supuesto esperan reciprocidad al momento de la publicación de sus libros. La idea de que no es necesario ni ineludible el esfuerzo por perfeccionar el uso de la palabra, por agotar posibilidades y recursos, acaso es también la causa de la escasa crítica literaria (salvo algunas destacables excepciones, como la de Blas Brítez o la de José Vicente Peirós —que a la postre no es paraguayo); de portadas cursis de libros que causan vergüenza ajena; o de que la mayoría de los responsables de los sellos editoriales no ejerzan precisamente su función de editores y sean apenas impresores o comerciantes. Esa zona de confort también podría ser la culpable del injusto y miserable caso judicial de Nelson Aguilera; de las críticas al renovado Suplemento Cultural de ABC Color; de las acusaciones de certámenes literarios con jurados amañados y de otros tantos males que desgarran a la literatura paraguaya.
Ante tantas sombras, es justo decir que la no difusión ha tenido también efectos favorables. Los narradores paraguayos que se apartaron de la zona de confort han encontrado, de forma natural y espontánea, un discurso distinto al de los libros y autores que son iconos nacionales. Aquí no existen presiones de los medios, ni exigencias editoriales o de mercado, ni números importantes en ventas o cachés para conferencias en caso de estar vinculado a determinado sector o temática. Aquí nadie podrá ser un “bestsellerista”. En el Paraguay, difícilmente alguien puede subsistir con la literatura. Por ende, con mayor o menor éxito, con dispar calidad y vuelo, pero siempre con fuerza y autonomía, estos narradores transitan senderos que permiten destinos poco previstos para alguien que aborde nuestra literatura pensando en Roa Bastos o en Casaccia.
Verónica Rojas Schaeffer, en su libro de cuentos Tierra menguante (Fondo Nacional de la Cultura y las Artes, 2010), nos presenta una prosa que obedece, con originalidad y eficiencia, al deseo de testimoniar la condición humana negando cualquier posibilidad de género o de tradición cultural. Rojas Schaeffer pasa por encima de la idea de una literatura femenina o de temas femeninos para manipular los artilugios y la belleza sensitiva de una narrativa de temática aparentemente cotidiana, pero de fac¬tura asombrosa, como en el cuento “Ladridos”: “Gritos golpes alaridos lejanos ladridos lejanos pasos apurados pasos que corren pasos pesados golpes quejidos desesperados golpes patadas pisadas golpes. A lo lejos un perro aúlla”.
El relato de Rolando Duarte Mussi “El constructor de silencios”, incluido en el libro colectivo Punta Karaja. Cuentos de Fútbol (2012), no es sólo uno de los mejores cuentos escritos en el Paraguay en la última década, acaso ningún narrador uruguayo o brasileño haya escrito jamás con tanta emoción y profundidad ese impresionante acontecimiento —trágico para algunos, glorioso para otros— llamado “Maracanazo”: “Creo que fue entonces cuando dejó de ser una mancha marrón; en ese breve espacio de tiempo pude fijarme que no era de cuero, pude ver que tenía continentes, mares bañaban su faz, se transformó en todo un mundo, era mi mundo [...]”.
En la novela Xirú (Ediciones de la Ura, 2012), de Damián Cabrera, se describe la peculiaridad de la vida de los habitantes de la frontera, el peso tanto de las injusticias sociales como de la cultura e idioma del Brasil que aplastan a sus habitantes. Cabrera construye su novela valiéndose de la verosimilitud de ese lenguaje coloquial en donde se entrelazan y se agreden el español, el guaraní y el portugués:
Nao tem problema. Silvio se bajó de la especie dominante, tudo bem. Peinó con sus dedos su pelo rubio y estornudó. Cada vez que golpeaba un pie contra el suelo se desempolvaba y volvía a empolvarse un poco el pie. Entraron en el bar él y Seu Washington Calvacante, y Silvio miró a su patrón con desdén cuando éste volvió a la camioneta para buscar el revólver.
Nicolás Granada tituló un libro de cuentos Que de mi piel un robot haga un origami (Ediciones de la Ura, 2008), en el que sin reparos corta, retacea y quema cualquier convención que anteriormente pudiera adoptarse en la prosa paraguaya. La pieza “Fui gusano” te mira de frente y dice: “Con una idea fija salgo por la puerta, le arrebato la ballesta a Guillermo Tell, acierto al árbol o al niño, pero acaramelo la manzana”.
José Pérez Reyes, en el libro de relatos Clonsonante (Arandurá, 2007), introduce materias de anticipación en una ciudad acosada por sus cambios dramáticos y su conservadurismo exasperante, como en la pieza “Chadicto”: “La heladera semivacía no inspira nada, mejor vuelvo al chat, pero primero buscaré datos sobre mi nombre y esta estampilla. No puedo resistir la tentación de saber si esta broma también está en la red”.
Javier Viveros asombra a sus lectores y revive, acaso inmortaliza, sus días en África en las páginas del libro Manual de esgrima para elefantes, publicado en Argentina (Ediciones Encendidas, 2012). La primera pieza de esta selección de cuentos —dedicado al memorable Chester Swann (artista paraguayo heterodoxo si los hay)— “Dejá Vu(dú)”, nos cuenta: “[...] cuando el marido muere, la mujer está obligada a lavar el cadáver y beber un vaso del agua resultante del procedimiento. Si sobrevive una semana, significa que no fue ella la asesina, por lo que es apta para ser desposada por el hermano del marido, si este así lo quisiese. Le pregunté qué le parecían esas cosas, y me dijo que estaban bien, que eran parte de la ‘ley natural’ ”.
Cristino Bogado emerge regularmente, en compañía de otros colegas, con lo que denomina el “portunhol salvaje”, un experimento (en el sentido científico de la palabra) que quizá niega la existencia de un tercer idioma a partir de la mezcla del español y el portugués con el método de escribir precisamente en ese idioma. Pero Cristino no usó el “portunhol salvaje” para escribir un cuento polémico y destacable, “Los Chongos de Roa Bastos”, publicado en Argentina dentro del libro colectivo homónimo (Santiago Arcos, 2011): “Otro recurso, lateral pero muy explotado, para captar la voracidad literaria de los lectores de El comunacho, era la crónica del uso de los ingresillos que recibía el Genio por su labor de gurú, chamán y guía exclusivo de tamaña empresa cultural. Los alevosos cronistas describían al Verbo nuevamente suelto en sus antaño acostumbradas andanzas nocturnas, requiriendo rebajas de las mariposas de la noche”.
Estos autores, como otros, son apenas un ejemplo de lo que se escribe en el Paraguay. Es complejo vislumbrar o intentar predecir si alguna vez serán leídos, valorados o comentados. Lo único que podría asegurar es que seguirán creando en el luminoso ámbito de ese acto de fe que representa ser escritor en la República del Paraguay, a como sea y cueste lo que cueste.