¿Por qué la literatura tiene que apantallársenos? ¿Por qué —por ejemplo— la escritura de Diamela Eltit, la profun-didad que su obra propone en contraste a la espectacular autoría comercial latinoamericana, hoy desborda también las tradicionales políticas de la diferencia con que se le suele leer? El libro siempre ha sido un rectángulo que sin embargo se desborda con el ojo cuando nos fijamos, por tan sólo un ratito más, en un punto de fuga cualquiera sobre el papel que es el texto. Pero a veces, de repente —tal vez porque esto mismo donde escribo refleja un poco mi silueta, aun si le bajamos la intensidad al brillo—, pareciera que hubiera una literatura única, y esa apariencia nos hace equivocarnos, nos impregna con la flojera de creer —sospechosamente— que pantalla es sólo espejo que se disemina rápida, fugazmente, al compartirse, reproducir y volver a enviar una prescripción narrativa, ¿a quién? En la reciente Fuerzas especiales (2013), décima novela de Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1949), no obstante, “todos se comen. Me comen a mí también, me bajan los calzones frente a las pantallas. O yo misma me bajo mis calzones en el cíber, me los bajo atravesada por el resplandor magnético de las computadoras”.
Imaginemos otro tipo de espejo. Uno que no refleja, sino que ofrece un punto de vista distinto a quien se mira para así ver lo que está a sus espaldas, una profundidad, una perspectiva, un escorzo, una muchedumbre; preguntémonos cómo sería un libro —ese rectángulo de la novela, por ejemplo— que no subestimara a quien lo lee, que no guiara la lectura según la vanidad de sus narradores, que no acudiera al truco de imponer expectativas y filiaciones culturales, que no fuera una promesa de individualidad triunfante para arrebatar en la última página cualquier posibilidad de sentido —ese fundamental recurso de la vieja literatura industrial. O, mejor, demos vuelta al espejo, leamos juntos a este lado, en positivo: una novela, la novela larga de Eltit —la suma de esas diez que ha publicado hasta ahora, sus cuatro libros testimoniales, sus dos volúmenes ensa- yísticos— no sólo evita la condescendencia hacia quien lee, sino que nos ofrece un desafío, una complicidad en el análisis conjunto y la propuesta, sí, de precipitar en conjunto —tú propones escritura, yo propongo lectura— ciertos humores que no se agoten en la referencia, ciertas maneras no manoseadas de percibir, de abultar el cuerpo y los cuerpos más allá de las filiaciones pantallezcas, según una de las páginas finales de Vaca sagrada (1991): “entendí que jamás había existido nada de lo que figuré y que yo había inventado un conjunto de nombres para combatir el vuelo de los pájaros e inventar para mí una historia con un final que se hiciera legible. Entendí —lo recuerdo— que sólo tenían realidad los espacios y las bandadas, que las bandadas lo regían todo con la velocidad de las demandas”.
En ese espejo dividido en ventanas se reflejaría una biblioteca cualquiera —digamos la más convencional de quien dice que lee a autores latinoamericanos contemporáneos—, para fantasear con que ahí la bandada de Eltit, Molloy, Glantz, Di Giorgio, Lispector, pareciera volar en oposición a la de Bolaño, Vila-Matas, Pitol, Villoro, Piglia. Igual que esas bandadas se enfrentarían en ese azogue con la de Fogwill, Antonio Gil, Leñero, Vallejo, y aquéllas con la de Monsiváis, Lemebel, Arenas, Libertella. Pero las bandadas, la verdad, no se oponen entre sí: vistas desde el aire, considerando la perspectiva de cada uno de sus pájaros, se vuelven una sola, se entreveran y forman figuras nuevas al conformar enormes manchas en busca de uno que otro árbol suficientemente frondoso donde posarse en su camino al sur. Por esa bandada Los vigilantes —publicada en México dentro de Tres novelas (Fondo de Cultura Económica, 2004) — sería también una segunda novela de José Emilio Pacheco, como El cuarto mundo — también incluido en Tres novelas— la matriz de Amberes. Sobre todo en ese vuelo hace falta leer la ferocidad de esas dos novelas en oposición a la mamonería con que algunas novelas comerciales idealizan la infancia y la relación de los hijos con sus padres, como también la pregunta fundacional de Lumpérica (1983) contra la literatura apantallada que es espacio público y al mismo tiempo excluyente, la política radical del amor en Jamás el fuego nunca (2007), el erotismo como única violencia aceptable en Vaca sagrada, la propuesta de ocupar la metrópoli capitalista neoliberal para una economía indígena en Por la patria, Mano de obra —también en Tres novelas— e Impuesto a la carne (2010). Hace falta esa ferocidad estratégica; imaginemos que levantamos la cabeza, que vemos las maniobras de quienes nos acompañan y que a cada movimiento suyo le corresponde uno nuestro. Es que las bandadas —las parvá—, contrarias al espejo y a la pantalla, sólo son legibles si son obra abierta. En su superficie no caben, porque ya son legión, las superficies.