Latinoamérica
03 de noviembre del 2016

Desde que pasamos la vista por las líneas iniciales de un libro del chihuahuense Jesús Gardea (Delicias, 1939-2000) —no importa cuál—, advertimos dos cosas fundamentales: que estamos ante la obra de un escritor cuya literatura no se parece a la de ningún otro, y que, más que a cualquier historia, nos estamos internando en un lenguaje, en un universo lingüístico particular. Tal vez esta sea la razón de que, en 1979, tras la publicación de su primer libro de cuentos, Los viernes de Lautaro, este narrador —hasta entonces desconocido— causara tanta expectación entre los lectores, y que al año siguiente su segundo volumen de relatos, Septiembre y los otros días , obtuviera el Premio Xavier Villaurrutia, el llamado “de escritores para escritores”. Desde entonces y hasta la fecha, a quince años de su muerte, Gardea es considerado un “autor de culto”, un escritor difícil, alejado de los altos tirajes y de las grandes promociones editoriales, pero con una tropa de lectores fieles que atesoran sus libros y vuelven a ellos de cuando en cuando con el fin de sumergirse en esa suerte de orgía verbal que se despliega en sus páginas. Yo soy uno de esos lectores.

No recuerdo cómo cayó en mis manos el primer libro que leí de este autor. Quizá fue por recomendación de Daniel Sada —otro verbalista orgiástico—, o acaso porque al comprar semana a semana los títulos incluidos en Lecturas Mexicanas, esa generosa serie de la SEP que formó tantos lectores en los 80, en buen día me hallé sentado en el café frente a Los viernes de Lautaro. Lo que sí recuerdo es mi experiencia con aquellos relatos: mi reacción inmediata fue de rechazo, pues el texto que abre la colección, “Aquellos Bamba”, parecía no contar nada, y lo que yo buscaba entonces eran argumentos apasionantes. Sin embargo, no cerré el volumen. Pensé que tal vez me había distraído durante la lectura y por ello no la entendí, por lo que volví a recorrer las páginas. Entonces mi reacción fue de extrañamiento: en efecto, la historia era muy simple —la de un hombre del desierto que a los cuarenta años de edad decide cambiar su vida y dedicarse a la música—, incluso podría decir que poco interesante, pero escrita con un estilo que me había envuelto en diversas sensaciones, de la que se desprendía una soledad infinita que provocaba cierta tristeza. No supe en qué momento me había atrapado por completo; no la historia, sino el lenguaje, y me seguí de largo hasta agotar el libro. Al concluir el último relato, ya era yo uno de los lectores fieles de Gardea.

Siempre identifiqué al autor con el personaje de ese primer cuento, Candelario Bamba, porque como él dio un giro violento a su vida a la edad de cuarenta años, entregando a la imprenta Los viernes de Lautaro. Hasta antes de su publicación, Gardea era tan sólo un dentista; después de su publicación se le consideró tan sólo un escritor. Un escritor que publicó en promedio un libro por año hasta el momento de su muerte, poco más de dos décadas después. Un narrador violento. Un poeta de la prosa. Un fabulador que se dio a la tarea de plasmar en su obra la vida de los hombres en el desierto chihuahuense, una vida siempre agónica, solitaria, lenta, como el magma verbal con que esculpe sus historias. Porque el lenguaje de Gardea, más que propiamente fluir, se acomoda palabra por palabra como si dotara de volumen a una figura inmóvil que puede contemplarse desde cualquier ángulo. Sus construcciones son precisas, medidas con precisión, aspiran a perdurar igual que un relieve o una escultura en piedra. Y es con esas palabras con las que modela a sus personajes: seres graníticos, toscos y frágiles al mismo tiempo; quebradizos pero duraderos.

Los cuentos y las novelas de este autor no buscan reflejar lo inesperado en la vida de un hombre o una mujer. Al contrario, centran su atención en lo ordinario, en la rutina, en las acciones repetidas cientos de veces. No obstante, como en las historias de Chéjov, por ejemplo, a lo largo del que podría parecernos un diálogo intrascendente se siembran las claves de una transformación interna, ya sea de uno de los protagonistas, de la atmósfera, del entorno, que cambiará para siempre el destino de una existencia. Una decepción o un entusiasmo repentino que modifica apenas un estado de ánimo, un espíritu. A veces no se nota de inmediato, pues los personajes reaccionan con ironía, con humor —un humor seco, rasposo— pero que conforme transcurre la historia advertimos como irreversible.

Miembro del grupo denominado en los 80 como Los Narradores del Desierto —aunque abominaba de las clasificaciones—, Gardea fue, junto con Daniel Sada, uno de los escritores más extraños de la literatura mexicana contemporánea, tanto por sus libros como por sus opiniones. Decía, entre otras cosas, que no estaba dispuesto a leer a ningún escritor vivo, pues sólo el tiempo y la muerte acomodaban la obra de cada quien en su verdadero sitio. Durante sus últimos años de vida aseguró que sólo leía obras del medievo o el Siglo de Oro español, lo que se refleja en dos de sus títulos finales, El árbol cuando se apague (1997) y Juegan los comensales (1998), novelas breves donde parece no ocurrir nada, al menos nada interesante, pero construidas con una esencia poética rigurosa: en la primera la acción —si se le puede llamar así— sucede un mediodía de otoño, con el Sol iluminando las hojas secas de los árboles, y el lenguaje se arma con base en metáforas que tienen que ver con el oro; mientras que la segunda, ubicada en una media noche de Luna llena, está escrita sobre metáforas que tienen que ver con la plata.

Sí, Gardea ponía el acento, no en la trama —de la que muchas veces parecía desentenderse— sino en el estilo, en las palabras, en las metáforas y las imágenes capaces de construir una atmósfera cerrada, opresora. Sin embargo, cuando recuerdo algunas de sus obras, lo que viene a mi memoria son los personajes, sus tragedias, su vida solitaria y su lucha contra el entorno. Personajes entrañables, que me hacen volver a ellos una y otra vez.

Por ello, es un escritor que siempre estará allí, presente.

Frases
Eduardo Antonio Parra
  • Escritores invitados

León, Guanajuato, 1965. Es narrador. En el año 2000 obtuvo el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo con Nadie los vio salir (ERA, 2001). Su libro más reciente es Desterrados (UANL/ERA, 2013).

Fotografía de Eduardo Antonio Parra

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