Desde hace algún tiempo, la sensación de querer abandonarlo todo me ha permitido llevar una vida más ordenada, aunque no más tranquila. ¡Si pudiera deshacerme de todas esas perfectas y bellas inutilidades que habitan en mi alma! Apenas y conservo unos cuantos libros en mi recámara. Todos esos autores están muertos. Samuel Beckett está muerto. Kenzaburo Oé muerto. Chéjov, muerto. En mi habitación sólo persiste un ruido nostálgico.
La red social con más éxito se llama Facebook, en donde más de un usuario tiene alrededor de trescientos amigos, como mínimo. En ese mundo virtual todo cobra importancia, nada es irrelevante. Todos leen, todos opinan y todos somos guapos. Nadie se abstiene de negar las arbitrariedades del mundo. Fuera de ella la gente se comporta con la normalidad de siempre: indiferente, antipática y egoísta. No lo neguemos, cada vez más se nos dificulta mantener una conversación en tiempo real sin mirar el teléfono. Nos conocemos mejor por las publicaciones en las redes sociales que por la convivencia regular. Nos gusta distraernos con las frases cursis de nuestros falsos amigos, pero lo que más me perturba es la fascinación por nuestro propio reflejo.
De mis quinientos veintiocho contactos que conservo en Facebook, sólo consigo interactuar con tres de ellos, a los que presumo muy a menudo como mis mejores amigos. De no ser por ellos, hace mucho hubiera incendiado mi casa con todas mis pertenencias, incluyendo al gato. Nuestra amistad se ha forjado con el tiempo: visitas constantes, llamadas por teléfono en la madrugada, tardes de café y lecturas compartidas. Hemos sobrevivido juntos a las peores batallas. Y mientras escribo estas líneas viene a mi memoria, como un abanico fotográfico, el recuerdo de todas esas personas que alguna vez formaron parte de mi vida y que por extrañas razones fueron arrojadas a la oscuridad. No tardo en derramar algunas lágrimas y agradecerles por todo lo que me brindaron.
Quizá ni yo misma logre dar credibilidad a mis palabras. Esta habitación huele a muerto. Todo me parece tan falso. Facebook ahonda la terrible soledad del hombre contemporáneo. Recuerdo alguna historia: “Primer amor” de Samuel Beckett. Un hombre incapacitado para dar afecto. Ningún recuerdo, ningún lazo, salvo la muerte de su padre. Los rostros que ve en las personas son simples objetos. Creo que detrás de cada fotografía en Facebook no hay ningún sentimiento, no hay ningún hombre. Todo es una máscara, incluida la mía.
Nadie desea dar lo peor de sí, pero el espacio que nos concede Facebook para publicar nuestros fracasos y nuestro cinismo llega a ser un gran espectáculo. Somos tan ridículos. Esa es nuestra condición.
Vivimos tiempos dolientes, de suma perplejidad, ante la ausencia de valores comunes. Nadie es digno de confianza. Nos sentimos solos y construimos ideas erradas acerca del otro. Edificamos un enemigo imaginario. Nada peor que la visión paranoica de nuestra propia maldad. ¿Para qué leer tantos libros si no podemos poner en práctica nuestra empatia, la franqueza con nosotros mismos? El temblor que nos produce la soledad y el silencio es casi como un martillo rompiéndonos en mil pedazos. Necesitamos que alguien nos sostenga porque somos demasiado débiles, demasiado cobardes para mantener una mirada de nuestro reflejo real. No somos nadie, no somos nada sin ese like. Buscamos satisfacernos personalmente, pero sólo logramos hegemonizar nuestras carencias espirituales. Vaciar nuestra humanidad.
Los libros pueden funcionarnos como puentes que nos ayuden a comprender mejor nuestra condición humana. Nos acerquen un poco más a nuestros seres queridos y, sobre todo, a poner en tela de juicio todo aquello que llamamos “verdad”.