Llueve en este momento sobre Sevilla. Con furia de agua retenida durante semanas, el chaparrón bate la ciudad y se ensaña con los paraguas que tienen el arrojo, como de cubos que cayeran del cielo, de transitarla. A unas cuantas cuadras de donde escribo, la casa natal de Luis Cernuda muestra sobre su fachada un rótulo terrible: “En venta”. En otro lugar, en otra época, podría ser motivo de esperanza: la posibilidad de recuperar el edificio como sede de alguna fundación, de un espacio para la poesía y el recuerdo del poeta de Ocnos. Ojalá esta lluvia borre el cartel que ofrece el predio a un comprador seguramente insensible a quien habitó allí, como el olvido; ojalá una racha de viento se lleve para siempre la declaración tácita de que la ciudad no ha sabido preservar la memoria de su hijo díscolo —culillo de mal asiento, como decimos en España y acaso se diga en México—, que fue a vivir y a morir a Coyoacán. Quizá estas nubes que descargan procedan, en lejano y caprichoso viaje, de Acapulco, donde Cernuda fue feliz junto al amor que testimonia “Poemas para un cuerpo”, allá en la playa de la Roqueta; quizá, por qué no, desde la Oaxaca que creo que no pisó pero que es —¡gracias!— donde se imprime esta revista.
También llovía en el sepelio del poeta, en el Panteón Jardín, donde el Desierto de los Leones. Uno de los pocos que asistió lo recuerda así, o yo recuerdo que lo recuerda así, que no tengo ahora al alcance la reproducción de su artículo. Max Aub, compatriota de Cernuda en el nacimiento, y compatriota en el exilio mexicano, transmite una imagen descorazonadora, en la que el cortejo fúnebre apenas superó el de versos de un soneto. Al llegar la noticia a la tierra nativa —título cernudiano que repite uno de Hölderlin en la traducción del propio Cernuda—, Joaquín Romero Murube trazó un responso difícil, y Aquilino Duque dejó un dístico imposible de superar: “Hoy el suelo de México es más rico, / más pobre el cielo de Sevilla”.
Desde entonces, muchos escritores han dedicado textos a Cernuda: entre los mexicanos, pienso en poemas de Octavio Paz o Vicente Quirarte, y evocaciones en prosa, incluidas las de otro español del destierro, José de la Colina. Hay muchos motivos para tener presente al autor de La Realidad y el Deseo; el principal, más allá de razones biográficas, emana de la altísima calidad de su obra en verso, pero también prosística, ensayística —escrita en parte gracias al amparo de Alfonso Reyes, que le concedió becas de investigación—. Del impacto que México tuvo en Cernuda habla con la elocuencia de su bella prosa un libro que ahora es hermano, en rasgos e intención, de Ocnos: el tomito de Variaciones sobre tema mexicano, publicado en 1952, el año de su asentamiento en el país de acogida; es una declaración de amor.
Aquel año, Cernuda decidió dejar su puesto en una universidad de Massachusetts —nada menos que donde estudió Emily Dickinson un siglo justo antes de la llegada del sevillano al Nuevo Mundo— y se asentó en el país que había visitado en sucesivas vacaciones a partir de 1949. Ya no vivían allí exiliados de la primera hora, como José Bergamín o Juan Gil-Albert, y Ramón Gaya estaba a punto de regresar a Europa; pero sí habían echado raíces grandes amigos como Concha Méndez —en cuya casa habitó y falleció— y Manuel Altolaguirre, junto con otros con los que la relación se había enfriado, como Emilio Prados, y más españoles de la dispersión causada por la Guerra Civil, como José Moreno Villa. También, aunque no tenemos constancia de que se reencontraran, malvivía entre pulquerías y cantinas el amor de sus años madrileños, el misterioso y seductor Serafín Fernández Ferro, que está detrás de algunos de sus más intensos poemas de los años 30.
Cuando preparaba el segundo tomo de la biografía de Cernuda, el dedicado a los años que pasó fuera de España —todos a partir de 1938 y hasta su muerte en 1963, en ese noviembre que nos retrotrae a un entierro deslucido al oeste de la Ciudad de México—, pasé un tiempo en los lugares que había recorrido mi paisano. No eran para mí sitios desconocidos: ya había estado en el país en un anterior viaje, pero antes de yo nacer ya había estado de algún modo, porque mis abuelos, que vivieron allí —aquí— durante la Revolución, habían tenido a mi madre en una casa de Chapultepec, cuya falsa memoria me acompaña en los genes. Una de las emociones más intensas que he tenido en mi vida fue la que me alcanzó uno de esos días de pesquisas en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, en la UNAM: la persona que había ido a buscar hasta su estantería cerrada al público un volumen de ejemplares encuadernados de Excélsior o México en la Cultura, pronunció en alta voz mi nombre para hacerme entrega de la referencia solicitada. Pero no me llamó por mi primer apellido, sino por el segundo. Oír en México, tantas décadas después, pronunciado con acento local el apellido de mi abuelo gachupín me hizo sentir, creo, algo parecido a lo que debió de experimentar Cernuda al pasear por calles que parecen trasladadas desde su Andalucía, al oír por primera vez la lengua española tras años enteros de inglés, e inglés, e inglés, y sólo la lengua de Cervantes y de Rulfo, de Lorca y sor Juana Inés de la Cruz, pronunciada en aulas universitarias o en las conversaciones entristecidas de los que habían dejado su nación y, en casi todos los casos, la esperanza de volver a ella.
No le han faltado a Cernuda lectores y comentaristas en México, personas que lo trataron y han dejado testimonio de él. Con algunos pude hablar, con otros no; no llegué a hablar con José Emilio Pacheco, pero sí con Paloma Altolaguirre; no con Emmanuel Carballo, pero sí con Tomás Segovia; sí con James Valender, y sí —fugazmente— también con Octavio Paz. Pero las conversaciones más impagables fueron las mantenidas con alguien ajeno a la literatura, y que, siendo de carne y hueso, era a su vez, y sobre todo, protagonista y objeto de un puñado de poemas de Cernuda, que quizá no fuera de una orilla u otra del océano, sino de una tierra carnal y morena: “¿Mi tierra? / Mi tierra eres tú. // ¿Mi gente? / Mi gente eres tú. // El destierro y la muerte / Para mí están adonde / No estés tú.”