El alcohol, en muchas ocasiones, hace fluir la necesidad por contar las desgracias. En mi obligación por socializar en fiestas que, en su mayoría de veces preferiría evitar, tuve una conversación con una persona muy próxima a los treinta que se jactaba de una gran madurez y que al decirle mi edad, me apropió los títulos de millennial y hípster. Todo pudo quedar ahí, pero en esos momentos ya me había tomado alrededor de dos mezcales y esta conjetura me provocó la necesidad de defender ciertas ideas que mi conciencia trabaja día a día para no caer en la amargura del que padece la vida y para sacarlas con personas banales como ésta. Traté de explicar el error de su juicio recurriendo a Kerouac, pero terminé por centrarme en la generación beat, esos locos intelectuales abrazados a las drogas y otros vicios, que buscaban dejar este mundo y elevarse espiritualmente a su manera; y esos hípsters que provenían del jazz por ahí de los 40´s, porque hablar de esos hípsters de hoy, que su moda es no estar a la moda, da pereza.
En la charla los temas variaron hasta volverse tan vagos que terminé conociendo las desgracias de una persona a la que no todo le ha salido bien o como esperaba. Sin embargo, descubrí que existe esa necesidad tan aborrecible de atribuirle el nombre de “crisis” a ciertas situaciones que suceden por “casualidad” en una edad definitiva, por así decirlo: la crisis de los 20, los 25, los 30, 40…, salir de una crisis para enfrentar otra, ¿acaso no es más digno aceptar que las decisiones que han tomado tienen consecuencias? Una vida de desmadre, elección de una carrera para ganar dinero, terminar la carrera y nadar en el desempleo, querer que tus padres te mantengan como cuando tenías doce años, pero no estar dispuesto a tolerar sus regaños y discursos represivos; porque es cierto, los padres son tiranos según nos toquen, pero también tenemos la facultad de iniciar nuestro camino, salir a la carretera y vivir los escupitajos del mundo como un buen beat, en busca de una muerte por cirrosis u otros vicios, o tropezar con cierta iluminación antes de llegar a este escenario. En fin, es mejor atribuirle nuestro grado de procrastinación y confort paternalista a la maldita edad.
Rimbaud escribió Una temporada en el infierno a los diecinueve y vivió como aquél que va a morir a los treinta y siete. Sentir que el tiempo te devora por la aversión de lo que sucede alrededor es sofocante, pero ¿qué hay alrededor realmente? Puedo asegurar que la mitad de mis conocidos pertenecientes a “mi generación” ya son padres, algunos están cerca de serlo o bien sufren por serlo. Y esto me lleva a la amargura que pinta a la vida: la necesidad de estar con alguien. La desgracia de estos tiempos donde la liquidez alcanza la intimidad de cada individuo ata por fuerza —gracias al miedo a la soledad— a personas que ni siquiera se toleran, pero fingen que lo hacen. Y bueno, a eso le llaman amor. “Cada uno su vida”.
Otros, preferimos tomar como una tregua estos accidentes entre hombres y mujeres, que Ortega y Gasset llamaría “amores” pero nunca “amor”. Y dejar de condicionar el futuro de nuestras vidas a expensas de lo que haga el resto o lo que venga por “azar”. Si alguien tiene una idea de una vida digna debe construirla a partir de las acciones que realiza partiendo de una reflexión crítica sobre nosotros mismos y lo que pasa en el entorno. Parece individualista, pero del despertar de la conciencia individual puede surgir una colectiva. Finalmente, no sabes a dónde llegarán estas personas que se pasan de crisis en crisis, tal vez algún día sea tu mismo jefe de trabajo o peor aún, tu pareja, pero también la sociedad por una irónica catarsis termina colocando algunos al frente de algo importante o arrojándolos a la burocracia y contaminar de “crisis” todo a su alrededor.