Como en otro tiempo por la mar salada te va un río español de sangre roja de generosa sangre desbordada. Pero eres tú, esta vez, quien nos conquistas, y para siempre, ¡oh, vieja y nueva España! Pedro Garfias
Qué hilo tan fino, qué delgado junco/ —de acero fiel— nos une y nos separa/ con España presente en el recuerdo, / con México presente en la esperanza...”: Pedro Garfias escribía estos versos a bordo del Sinaia, en algún sitio de la inmensa oscuridad que separa América de Europa. México era el país de acogida, “la esperanza” que ofrecía refugio a aquellos que se habían quedado a la deriva. Entre 1939 y 1950, el gobierno mexicano dio asilo a más de quince mil españoles republicanos que habían dejado su patria debido a sus ideas políticas.1 Era la segunda vez que los españoles desembarcaban en México, pero esta vez la historia sería diferente.
El exilio republicano llegó oficialmente a tierra mexicana el 13 de junio de 1939, con el arribo al puerto de Veracruz del casi mítico buque Sinaia, en el que venían grandes hombres de ciencia, ingeniería, política, filosofía, arte y letras. Y es que cabe hacer una aclaración dentro de la historia que conocemos: la diáspora republicana a México fue selectiva; pues si bien llegaron miles de campesinos, la mayoría se quedaron en los campos de concentración en Francia o tuvieron que regresar a la entonces violentada España. La oportunidad de una nueva vida fue para los que se dedicaban al sector terciario o al desarrollo de las profesiones liberales.
Esta diáspora intelectual se ha calificado como una verdadera “mutilación cultural” para España,2 ya que hubo una fuga de un gran componente de la sociedad. Personajes como Max Aub, Ramón J. Sender, José Moreno Villa, Manuel Altolaguirre, María Zambrano, Picasso, Luis Cernuda, entre muchos otros, dejaron su tierra debido a sus convicciones. Desde el exilio, se mantuvieron fieles a la República y rechazaron cualquier vínculo con Franco y su régimen. Esto ha llevado a que mucho del trabajo desarrollado fuera del país actualmente aún sea desconocido en su patria. Mientras tanto, los países de acogida han considerado la llegada de los refugiados como una ganancia científica y cultural. La llegada de estos intelectuales ayudó positivamente al crecimiento cultural de México, especialmente en el área de las artes, la literatura y la filosofía. Decía Antonio Alatorre: “La tarea que hicieron es de un valor absolutamente inapreciable, había que ver renglón por renglón qué ha sido México antes y después de estos grandes hombres”.
Pero por encima de pérdidas y ganancias, lo cierto es que el exilio fue el castigo más grande para aquellos que pensaban diferente; aquellos que tuvieron que entregar su mundo hasta entonces conocido para defender sus ideales desde la otra orilla, donde su vida no corriera peligro. Los españoles que llegaron a México recuperaron su libertad a cambio de su patria; pero, aun cuando el gobierno franquista les negó su condición de ciudadanos españoles (e incluso los llamó “antiespañoles”), estos mantuvieron vínculos afectivos e identitarios.
Llegaron a un país que comenzaba su proceso de industrialización acelerada, lo que impulsó un gran desarrollo económico. La mayoría se instaló en un ámbito urbano, en las emergentes ciudades del país y en la misma Ciudad de México, que para entonces tenía tan sólo un millón y medio de habitantes.
Hubo una primera fase de “aclimatación”, en la que los exiliados aún conservaban la esperanza de un regreso pronto a España, motivados por la falsa certeza de que su causa vencería y su estancia en México sería corta. Pensaban que pronto la República se levantaría, Franco moriría y ellos podrían retornar a casa. Estas ideas tuvieron como consecuencia que desde el primer momento se sintieran como invitados temporales en el nuevo territorio.
Los hombres del exilio buscaron inmediatamente agruparse, por lo que crearon espacios de sociabilidad: principalmente tertulias de café en las que charlaban y discutían sobre sus inquietudes y proyectos. Sitios prácticamente de paso donde podían enterarse de las últimas noticias de España. Max Aub retrató estas tardes en su cuento “La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”:
Traíanse impertérritos en primer lugar y voz en grito: [...] De la compañía, del regimiento, de la brigada, del cuerpo de ejército. Todos héroes. Todos seguros de que, a los seis meses, regresarían a su país, ascendidos. [...] Todos los días, uno tras otro, durante doce horas, desde 1939; desde hace cerca de veinte años: “Cuando caiga Franco...”, “El día que Franco se muera...”
Sin embargo, la esperanza parecía no cumplirse en la realidad, por lo que el gobierno mexicano realizó un esfuerzo para insertar a los refugiados en el mundo social, laboral y cultural del país. Se dio cabida a actividades intelectuales y materiales que les ayudaran a sobrellevar de mejor manera la salida forzosa de su terruño: se crearon lugares para preservar la memoria de la Segunda República y de los mártires muertos en la Guerra Civil; se apoyó el surgimiento de asociaciones civiles; se invirtió en la creación de centros culturales y órganos de prensa, además de que se buscó espacio laboral para acomodar a los recién llegados.
El trabajo de estos personajes tuvo un impacto de gran magnitud en los ámbitos del conocimiento y las artes en México; especialmente a través de la creación de instituciones, academias y universidades, donde transmitieron sus conocimientos a nuevas generaciones. Además, se integraron a las tertulias y proyectos de los intelectuales mexicanos, y, al no tener participación directa en los asuntos de política nacional, enfocaron sus esfuerzos en el área cultural, científica y artística, financiados tanto por fondos de la República, como del gobierno mexicano e inversiones privadas. Se unieron en torno a la Junta de Cultura Española y la Asociación de Profesores Españoles en el Extranjero.
La concentración de este “exilio de élite” estuvo integrado en buena parte por profesionales de literatura: escritores, poetas, críticos e investigadores que durante su estancia en México se dedicaron a cultivar su labor. Muchos de ellos llegaron a bordo del Sinaia, como Pedro Garfias y Juan Rejano. Otros habían arribado antes, como José Bergamín, León Felipe, Herrera Petere, Miguel Prieto; mientras que algunos más llegaron después, como Luis Cernuda, quien no se estableció en la capital mexicana hasta 1952. A todos ellos se sumaron los que llevaron a cabo su formación en México: los jóvenes Max Aub y Tomás Segovia.
Estos intelectuales se integraron a las escuelas mexicanas, a los centros de cultura y a las asociaciones y empresas donde pudieron desarrollar el conocimiento y la creación literaria. Más aún, impulsaron y apoyaron nuevos proyectos que han sido parte fundamental del desarrollo de las Letras de México en el siglo xx, como el Fondo de Cultura Económica o el Colegio de México; se añadieron a las grandes universidades (como la Universidad Nacional Autónoma de México o la Universidad Autónoma Metropolitana); publicaron sus obras en editoriales mexicanas; y ayudaron significativamente al crecimiento de esta industria.
Fue en México donde se editó el mayor número de revistas en las que participaron republicanos españoles. Las primeras dos en ser fundadas fueron Romance y España Peregrina, creada hacia 1940 por la Junta de Cultura Española y presidida por José Bergamín, Juan Larrea y Josep Carner. Estas revistas intentaron mantener una línea editorial coherente con sus ideales; especialmente, España Peregrina, que presentaba una serie de tópicos del exilio, desde la historia hasta la nostalgia por la península. Ambas publicaron su primer número en febrero de 1940.
Otras revistas fueron Ultramar (1947), en cuyo comité de redacción se encontraban dos pintores, Miguel Prieto y Arturo Souto;3 éste último dirigió la revista Segrel, en la que participaron Luis Ríos y Tomás Segovia; otra publicación era Las Españas, que existió durante diez años a partir de 1946, dirigida por Manuel Andújar y José Ramón Arana. Se considera que fue una publicación que unió a España con los dos lados del Atlántico.
El caso de la revista Romance debe tratarse aparte, ya que constituyó una plataforma para la promoción de hitos literarios. En sus páginas se publicaron ensayos filosóficos, literarios e históricos de investigadores de la talla de Joaquín Xirau, Juan Rejano y César M. Arconada. Además, daba a conocer creaciones literarias tanto de españoles como Pedro Garfias y Arturo Serrana Plaja, como de mexicanos consagrados, como Xavier Villaurrutia y Jaime Torres Bodet. Romance podría equipararse con la revista Taller (1938), de Paz, en la que se dio espacio para la publicación de obras de los maestros exiliados. Otras publicaciones que siguieron el mismo ejemplo fueron Letras de México y El hijo pródigo, en las que participaron León Felipe, Moreno Villa, Francisco Giner de los Ríos, Gil Albert y José Gaos.
Además de las revistas, los intelectuales exiliados se abocaron a la edición y divulgación de la literatura, a través de proyectos que apostaban por la educación a través de los textos impresos. Un proyecto importante impulsado por el mismo José Bergamín fue la editorial Séneca, creada con fondos del Servicio de Emigración de los Republicanos Españoles (SERE), cuyo registro se hizo en 1939 y funcionó hasta 1948. Ésta se encargó de publicar la obra de escritores defensores de la República, como Antonio Machado y García Lorca. Bajo el sello de Séneca se llegaron a imprimir más de 300 títulos en tan sólo cinco años. Esto ayudó a crear una nueva visión de la industria editorial en México.
Hacia 1957 Joaquín Diez-Canedo fundó la editorial Joaquín Mortiz4 y en 1960 los hermanos Espresate, Vicente Rojo y Azorín fundaron era (que tomara el nombre de sus iniciales). En estas editoriales se publicó prácticamente toda la literatura mexicana de los 60 y 70, con nombres como Octavio Paz, Vicente Leñero y Carlos Fuentes.
Las raíces intelectuales en el campo de la literatura fueron echadas. Algunas perduran hasta nuestros días, otras se debilitaron con el paso del tiempo; pero todas dejaron una huella. La sabiduría de los exiliados de élite cayó en tierra fértil, he ahí que además de sus descendientes sanguíneos, en México existimos miles de herederos académicos.
No obstante, más allá del legado, como sucede a los exiliados de cualquier tiempo y cualquier lugar, es un hecho que los españoles sintieron la nueva tierra como extraña y por muchos años mantuvieron una añoranza que parecía ser perpetua. Clara E. Lida lo describe de forma poética: “El exiliado mantuvo firme su identidad y rara vez se despojó de ella; ésta fue como una segunda piel que lo protegió doblemente de las influencias externas, aislándolo aún más en su epidermis”. Vivían en una eterna agonía, en el eterno exilio del ser que planteaba María Zambrano, obsesionados con la esperanza del retorno; tal como lo describe Adolfo Sánchez Vázquez:
Vivir el exilio como destierro significa sentirse sin raíz en la tierra que le acoge. Lo que el desterrado valora no es lo hallado, sino lo perdido; no el presente, sino el pasado que vivió y que aparece en sus sueños hechos futuro. Vive en vilo entre la nostalgia del pasado y la esperanza obsesiva del retorno, tras el paréntesis del exilio que, en los primeros años, se considera breve. Esta fijación del desterrado en lo perdido y en el futuro en que se ha de recuperar, se traduce en una doble ceguera ante una doble realidad. Sus ojos ven y no ven lo que le rodea, y cuando lo ve no se le presenta como es, sino a través del cristal de esa España que para él no es una realidad, sino un sueño o una idea.5
A partir de 1947 se hizo evidente que Franco no sería derrocado, ni por fuerzas internas ni externas. Para 1950 se perdió la esperanza del regreso, cuando la comunidad internacional reconoció al gobierno franquista. Fue entonces que los republicanos se vieron obligados a aceptar su derrota definitiva y, por tanto, asumir que su refugio se convertiría en permanencia. La mayoría, aunque desencantados, hicieron frente al presente y aceptaron que debían integrarse por completo al sitio donde vivirían y crecerían sus nuevas generaciones. Poco a poco, los exiliados se integraron a la tierra que los acogió; superaron la extrañeza inicial y comenzaron el camino para convertirse parte de ellos en mexicanos. Alberto Álvarez Ferrusquía los llama: “peregrinos en su nueva patria, mexicanos por factura propia, por adopción y convicción; estaciones de un camino hecho al andar [...]”.
Debido a las circunstancias de acogida, José Gaos afirmó que el de México no fue un destierro, sino un “trastierro”,6 en el que se había cambiado de tierra pero se había logrado conservar las raíces. Como muchos otros exiliados, Gaos tenía una visión idealizada de México, de la tierra que los había recibido y en la que podían expresar sus pensamientos liberales. En tanto, Sánchez Vázquez no olvidaba que se trataba de una nación que apenas veinte años atrás había tenido su propia guerra civil, y no hacía más de diez que había dejado de tener una realidad caudillista. Eso, sin contar que para ese tiempo estaba en la presidencia el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que mantendría el poder durante setenta años. De modo que si bien en un principio se pudieron expresar los ideales liberales, poco a poco se fueron acallando e integrando a una política corrupta.
Lo cierto es que fuera cual fuera su postura, por naturaleza, el “trastierro” dejó la marca de la añoranza, la cicatriz de la memoria que por más de tres generaciones ha sido heredada. Algunos pudieron regresar a España, una vez muerto Franco; otros se quedaron de por vida, ya fuera por falta de recursos o porque habían echado raíces profundas. Esta fue la mayoría, pues además de las relaciones profesionales se hicieron de una familia. Sus hijos y nietos eran ya mexicanos y no querían arrancarlos de su patria. Otros, simplemente, no querían regresar a una España llena de "franquistas”.