Asombroso corazón humano, una sílaba te pone a temblar como al árbol sacudido, ¿qué infinito te espera?
Emily Dickinson
La libertad, esa pequeña gran paradoja de la que todo el mundo habla, pero pocos conocen. Como de El Quijote o de algunos placeres… Camina a su aire, agitando las pasiones de los artistas y los arrestos de los locos.
En uno de los pasajes más famosos de las Metamorfosis, la Centauromaquia, Ovidio describe el frenesí y la crueldad de los nacidos de Nube e Ixión cuando están bajo los efectos del vino y uno de los suyos es agredido. Entre la raza de los de doble cuerpo, sólo Quirón fue capaz de encauzar sus pasiones: el sabio centauro que conocía el misterio de las estrellas dominaba el arte de la música y tenía el don de sanar con sus manos, que en aquellos tiempos sólo era atribuible a reyes y profetas. Su naturaleza biforme y su prudente sabiduría lo convirtieron en el notable preceptor de Aquiles, el arrebatado héroe de Ilión, también de naturaleza dual: mitad humano, mitad divino.
Camille Claudel nació bajo el signo del Centauro y vivió encarnando tempestades de dimensiones mitológicas para quienes la rodearon. Hay un músico con quien comparte este ascendente: Ludwig van Beethoven. Como él, tuvo que lidiar con conflictos caseros o familiares —además de su relación tormentosa con Auguste Rodin— que la dejaban exhausta o la enfermaban. Una energía como la suya sólo quería agotarse con un oponente de igual talante: el mármol o el bronce. No obstante, así como el genio de Bonn creó música y la renovó pese a una sordera que terminó por alejarlo del mundo, mas no de su arte, ella talló con sus manos la dura roca y reveló la gracia y la levedad del movimiento que ahí se escondían. Al final de la centuria decimonónica, Camille anunciaba con sus esculturas las nuevas formas de la modernidad. No fue contemporánea de Beethoven, pero coincidieron en su denodada lucha por convertirse en artistas independientes en una época en que esta idea estaba fuera de lugar.
La música fue inherente a la vida y obra de Camille; una cómplice natural como lo fue para sus contemporáneos, los poetas simbolistas o los pintores impresionistas (Stephane Mallarmé, Paul Verlaine, Odilon Redon, Pierre Puvis de Chavannes, Claude Monet), con quienes compartió esa voluntad por hallar nuevas expresiones estéticas, aunque no necesariamente convergieran en las técnicas o en los resultados. Un músico, Claude Debussy, otro innovador, será el único con quien Camille mantendrá una relación fructífera en todos los sentidos. Él fue de los pocos que, como el crítico Octave Mirbeau o el escritor Morhardt, supo comprenderla y dialogar con ella desde el respeto y la admiración sin retóricas; también fue un amigo leal cuando ella se alejó irremediablemente. Le Valse, quizá su escultura más famosa, fue el regalo que Debussy conservó de su amiga hasta su muerte.
Estos y otros aspectos interesantes emergen de la pluma de Anne Delbée, la escritora francesa que en 1994 publicó uno de los primeros libros sobre la escultora, Camille Claudel (Circe Ediciones, 1994), una historia novelada que tuvo su origen en una investigación exhaustiva y apasionada. ¿Cómo hubiese preferido Camille que la recordáramos?, pudo haberse preguntado Delbée cuando, metida en la piel de Camille, afirma: “Ella es escultora, eso es todo. Camille Claudel, escultora. Escultora. Una mujer. Punto”. Desde su título, el libro es elocuente: será Camille la auténtica protagonista, será su voz la que escuchemos. Con este propósito Delbée intercala entre los pasajes de la novela las cartas que Camille le escribe desde el manicomio a su hermano Paul Claudel, convirtiéndolas en interludios que estallan como espuma marítima, frágil y súbita entre la sinfonía de su historia. Camille permaneció encerrada durante treinta años en tres manicomios distintos con el consentimiento de sus familiares, quienes obviaron con demoras, subterfugios, ausencias o silencios las recomendaciones de los doctores que sugerían la vuelta de Camille a su hogar, pensando que esto ayudaría a la mejoría que la escultora presentó en distintos momentos. ¿Qué hubiera pasado de haberse intentado?, ¿de haber escuchado no sólo el consejo médico, sino los deseos y las súplicas de la hija, de la hermana? “En el fondo de esta remota habitación donde la habían abandonado, la única libertad que le quedaba era decir NO”.
Con Paul Claudel compartió desde la infancia sus hallazgos y motivaciones artísticas. Siempre creyó que, artista como ella, la comprendería completamente. Hasta el final se dirigió a él no sólo como su hermano, también como a un igual, como a un poeta. Él no supo responder al diálogo que ella le tendía desde la prisión y la soledad. Petrificado por el pavor de ver la caída de su hermana, no pudo salvarla. Camille era demasiado terrenal para Paul, el asceta:
En cuanto a mí, me siento tan desolada por seguir viviendo aquí que no (ilegible) una criatura humana. No puedo soportar los gritos de esas criaturas, me duelen en el alma. ¡Dios mío! ¡Cómo me gustaría estar en Villeneuve! No he hecho todo lo que he hecho para terminar mi vida engrosando el número de recluidos en un sanatorio, merecía algo más…
Lascas desperdigadas en el viento de su historia, estos fragmentos restituyen la figura y la voz de Camille en su dimensión como artista. Cabe decir que se hallan más cerca del diario de un prisionero que del discurso epistolar, pues el silencio y la ausencia del hermano a quien se dirigen fueron las respuestas más frecuentes a sus misivas. En su escritura apresurada, firme y ansiosa —como un ave encerrada en minúscula jaula— podemos leer los fulgores de un espíritu lúcido y valiente que se eleva por encima de su delirio y sabe definirse como artista y valorar su obra. Y entonces, escribe. Su mano de escultora restalla el papel como cincelando su destino: “El lugar que me corresponde no es el que ocupo aquí, en medio de todo eso; es necesario que me aparte de ese ambiente; después de los catorce años, que hoy se cumplen, de semejante vida reclamo a gritos la libertad…”.
Delbée refiere cómo su padre, quien fue su primer admirador y el único que la respaldó económicamente, siempre la apoyó hasta donde le fue posible, enfrentándose o defendiéndola de la madre. Sin embargo, no pudo impedir el confinamiento de su hija; murió antes, cuando ella empieza a mostrar los primeros signos de extravío. Camille se ve acosada por la falta de dinero, por no contar con apoyos tan básicos e inmediatos como el que alguien le prestase un vestido o unos zapatos para poder presentarse en una exposición y cumplir con las etiquetas de los ya de por sí espantados burgueses. No provocarlos más, cumplir con lo mínimo para poder comprar leña, comer una sopa caliente y no morir de frío se convierte en una cuestión de sobrevivencia no sólo emocional, sino física para seguir esculpiendo. Como creadora visionaria, Camille también fue atrevida en otros aspectos, como en el hecho de dirigirse a los mecenas sin intermediario alguno —sobre todo sin Rodin, el principal de ellos— e invitarlos a su taller para que vieran y compraran su obra, signos de independencia que sobrepasaban el modo de relacionarse en aquella época. Esta manera de conducirse, dándole la espalda a la autoridad y poniendo límites al control que Rodin quiso ejercer sobre su carrera, fue demasiado tanto para el maestro como para el mundo.
A partir de las dos últimas décadas del siglo XX la indagación y documentación de las variadas aportaciones de Camille al arte moderno llevó a su reconocimiento. Reine-Marie Paris y Arnaud de La Chapelle muestran cómo llegó a ser, en muchos aspectos, una artista adelantada a su época. Por ejemplo, por su exploración de técnicas y motivos distintos; al mostrar un temprano interés en el arte hindú y en el Extremo Oriente (que incorporará en su obra escultórica); por situar a sus personajes en actitudes reales, vivas, sin dejar de ser exquisita y espontánea. Sus figuras son principalmente femeninas: niñas pequeñas, ancianas, amantes, bailarinas, suplicantes, conversadoras. Son ellas quienes representan, probablemente mejor que cualquier figura heroica o mítica, el interés de Camille por la elusiva metamorfosis del espíritu. Ajena a la fantasía o a la idealización de la figura humana —tendencia que pervivía en la escultura francesa aun cuando en otros lugares ya se encaminaban hacia nuevos derroteros—, su intuición artística y su entusiasmo por experimentar, así como la influencia del Art Noveau y del grabado japonés, la llevaron a observar detenidamente la realidad cotidiana: hay una comprensión sensible de la diversidad y complejidad del comportamiento humano. Esas interacciones de las que se desprende una energía ligera, auténtica, provocan en sus manos el deseo de capturar el instante en que acontecen. Sus pequeños grupos de esculturas se pueden apreciar como bosquejos del natural, es decir, de la vida que se agitaba a su alrededor: lo íntimo y lo pasajero, lo mundano, aquello que pasaba ante sus ojos sin pretensiones o sin que ella pudiese intervenir, revelando la verdad de su existencia.
No obstante, una “veta sardónica”, un “realismo burlón” templa como agua helada sus obsesiones y pasiones internas. Demasiado bien conoce la vida y sus bemoles, sus exigencias, sus mezquindades disfrazadas de viejas caseras o negociantes avaros como para engañarse con quimeras. “Camille sufría una enfermedad incurable: la pasión por contemplar el mundo con los ojos muy abiertos”, declara el poeta, quien veía en su hermana a una Casandra de ojos oraculares, a la figura del conquistador que destruye todo a su paso. Fueron muchas las ocasiones en que Camille desdeñó con una carcajada desmitificadora el ascendiente de guardiana de presagios o de “réprobos” que veía en ella Paul Claudel y, de modo similar, aunque con distintas figuras, Auguste Rodin, su amante. A Camille no le interesaba la gloria ni la santidad de ningún tipo. Ni musa guerrera o melancólica, ni víctima o ídolo. Si algo observaron sus ojos es la fatalidad del destino en la acción que el tiempo escultor ejerce en los cuerpos y en el espíritu. A esa conciencia entregó la artista sus manos, tallando en la piedra el instante precario en que éstos se elevan a través de una experiencia viva, de carne y hueso (que no por ello deja de traslucir una inocencia indecible).
La de Camille es la búsqueda de la libertad, la vida en movimiento. En sus obras, las transformaciones se revelan como una evolución que va de lo realista a lo fantástico, y de ahí a lo mítico y a lo primitivo. Su pulso de orfebre —su tacto refinado— aparece en los detalles de que hacen gala sus esculturas. Estas cualidades contrastan con la vehemencia de los gestos y la anatomía de sus personajes: su “gusto por la desproporción y la ilusión óptica”. La proyección hacia las alturas, la curva, la elongación de los miembros son despliegues de movimiento, elocuentes como una ola oceánica.
¿Cómo imaginar a Camille?, me pregunto tras leer sus cartas. En esta ocasión y en esta época que nos convocan a la libertad, en que se desconoce el lugar donde yacen los restos de miles y miles de personas que merecían seguir viviendo, imagino a Camille como las aves que sobrevuelan los dominios de Neptuno y que son símbolos de conexión entre lo humano y lo divino, entre lo celeste y lo infernal. Rodeada de tierra yerta, herido su corazón y mudas sus manos, la metamorfosis del centauro en un ave es el canto a la libertad que se escucha latir en el fondo de sus esculturas y sus palabras.