La contratapa de la primera edición de La novela luminosa (Alfaguara, 2005) señalaba que esa novela póstuma de Mario Levrero (Montevideo, Uruguay, 1940-2004) estaba llamada a renovar el canon uruguayo. Diez años después cabe preguntarse si lo hizo, si este tiempo alcanza para determinar algo así; si es que vale la pena siquiera pensar en esos términos. Lo cierto es que desde la edición de La novela luminosa —en la que muchos han visto lo mejor de su autor— los lectores de Levrero se han multiplicado, han aparecido nuevas ediciones de sus libros —ahora puede conseguirse su obra casi completa recorriendo un par de librerías como mucho— y, de a poco pero muy satisfactoriamente en cuanto al nivel de los textos ofrecidos, empiezan a publicarse más libros dedicados a la obra del uruguayo.
Y siguiendo con las contratapas, las de aquellas feas reediciones a cargo de la editorial Arca en la década del 90 llamaban a Levrero “el excéntrico escritor de los 60”. Quizá en ese momento el autor de La ciudad (1970) era efectivamente algo así como un secreto, un escritor replegado, enroscado en la sustancia de sus propias máscaras, pero a fines de la década del 70 y principios de la siguiente hubo algo así como un primer “renacimiento Levrero”, surgido mayoritariamente en Argentina. La mítica revista El péndulo le publicó El lugar (1982); en Uruguay, Banda Oriental lanzó Todo el tiempo (1982), quizá sus mejores relatos; la editorial Minotauro editó el compilado de cuentos Aguas salobres (1983), y de alguna manera, la “fama” —las comillas parecen obligatorias— de Levrero se instaló y creció.
Probablemente por esas fechas también se consolidó el mito. La excentricidad de la que hablan los libros de Arca seguro quedó fijada en el personaje-Levrero para esos años. Levrero: un tipo un poco loco que se dedicaba —como él mismo dijo en alguna que otra entrevista— a llevar complejos registros de la cantidad de cigarrillos fumados, a coleccionar objetos encontrados por ahí para clasificarlos de maneras incomprensibles, a programar en sus sucesivas computadoras y a “bucear” en su inconsciente para hacer emerger imágenes extrañas, inquietantes y, a la vez, asombrosamente tiernas. Durante los años 90 esa fama se cristalizó en sus primeras incursiones en el magisterio. Podría hablarse, pues, de un “círculo Levrero” —Levrero y sus discípulos, sus talleristas, sus “protegidos”, sus amigos—, al que pertenecerían Elvio Gandolfo, Felipe Polleri, Pablo Casacuberta, Daniel Mella, Fernanda Trías e Inés Bortagaray.
A la vez, ya entrado el siglo XXI se habló un poco peyorativamente de los “levrerianos” o “levreristas”1 para designar a los escritores que integraron los talleres de Levrero y publicaron en las colecciones De los Flexes Terpines, dirigida por el propio Levrero, y Narrares, administrada por los talleristas.
Cabría preguntarse por el lugar que ocupan los escritores del círculo de Levrero en la literatura uruguaya reciente. Algunos han adquirido cierta visibilidad hace poco, como es el caso de Gonzalo Paredes y su buenísimo libro de relatos Smith (2014). Otros, como Patricia Turnes, amiga personal de Levrero, parecen haberse disuelto en cierta intrascendencia o invisibilidad.
Podemos nombrar también nuevamente a Polleri y a Mella, cercanos a Levrero aunque no sus talleristas, quienes sin duda se encuentran en lugares privilegiados dentro del campo literario uruguayo. Si quisiéramos indagar, siguiendo las preguntas que abrieron esta nota, qué hay de la obra de Levrero en sus libros y de paso en la narrativa uruguaya más reciente, quizá valga la pena comenzar por preguntarnos si esa presunta nueva “centralidad” de Levrero —y por esto quiero decir que acaso el campo literario uruguayo evoluciona hacia una configuración donde sus narradores centrales son Onetti y Levrero, con Felisberto Hernández ahí nomás, desplazando figuras como el monstruo de Frankenstein integrado por el ensamblaje de Mario Benedetti con sus principales epígonos— nos hace leer los textos de Levrero de una manera diferente a la que dominaba la escena mientras vivía su autor. Esa historia de la crítica levreriana es sin duda un campo fértil e interesante; acá vamos, apenas, a com¬partir unas (pocas) notas sobre cómo se viene leyendo a Levrero desde la publicación de La novela luminosa.
MAPEANDO A LEVRERO
Un punto de partida podría ser constatar esa suerte de lugar común en la crítica levreriana que señala dos etapas en la obra en cuestión.2 La primera, más o menos entre Gelatina (1968) y “Diario de un canalla”, recogido en El portero y el otro (1992), estaría dominada por la imaginación y el acercamiento a lo fantástico, lo onírico, al absurdo; simpatías por Kafka, la ciencia ficción y la fantasía. La segunda aparecería configurada por la autoficción o la llamada “literatura del yo”, por la atención especial y detallista a la cotidianidad y por la incorporación de lo espiritual como tema esencial.
Esta última fase comprende el ya mencionado “Diario de un canalla” y las novelas El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005), que presentan evidentes elementos de continuidad y podría decirse que están ambientadas en el mismo universo emocional, mental, literario o incluso “espiritual”. Esta última “trilogía” instala en tanto personaje/autor al que podríamos llamar “el Levrero de la derrota”, ya que La novela luminosa puede leerse fácilmente como la historia del fracaso de su autor3 a la hora de dar cuenta de ciertas experiencias de corte espiritual que presume incomunicables.
Hay muchas objeciones posibles a esta división en dos períodos. Una podría ser que quizá no existe una verdadera discontinuidad o “salto”, ya que el programa levreriano de los últimos años, con su determinación de escribir sobre ciertas experiencias que rozan lo indecible, puede ser presentado como una continuación o profundización lineal de las ideas de un Mario Levrero anterior. Así, en una entrevista de 19794 a cargo de Gandolfo, leemos —el énfasis con las itálicas es mío—:
¿Qué sentido le encontrás al ejercicio de lo literario? Lo veo como un fragmento de una especie de búsqueda más amplia, aunque no alcanzo a darme bien cuenta de qué es esa búsqueda. Tiene que ver con lo existencial, lo vivencial, tal vez lo religioso [...]
Después, en 1992,5 las cosas quedan un poco mejor definidas:
[la literatura] es el arte que se expresa por medio de la palabra escrita [...] [el arte] es el intento de comunicar una experiencia espiritual. [llamo experiencia espiritual] a cualquier experiencia, en la medida que pueda advertir en ella la presencia del espíritu o, si lo preferís, de mi espíritu [.] y el espíritu es algo inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los sentidos.
Más adelante se habla de la literatura en relación a una posible “terapia” y a un “mensaje del inconsciente”. Es decir, el Levrero de 1992 tenía más claro aquello de lo que, en 1979, no llegaba a darse “bien cuenta”.
Está claro que el proceso o concretización de un pensamiento en un sujeto biográfico no es incompatible con la posibilidad de distinguir fases basadas en parámetros de corte expresivo o estilístico en la obra producida por ese sujeto, pero si definimos la última etapa en base al tema narrativo de La novela luminosa —es decir, el intento de escribir esa novela—, ese giro hacia el “yo” parece, más que un salto abrupto, el resultado de un proceso continuo de escritura y reflexión. Incluso cabría argumentar que cuando elabora sobre su noción de realidad —por ejemplo en “Las realidades ocultas”6— ya está considerando como “interiores” —en tanto dimensiones del sujeto, del yo, de la conciencia o del espíritu— elementos de un mundo —no importa si real o imaginario— exterior al sujeto.
La simplificación es burda, admitido, pero creo que da cuenta de cierto proceso que en pocas palabras y sin buscar precisión podría resumirse como Levrero toda su vida buscó la elaboración literaria de elementos que él consideraba “espirituales”, y si al final de su obra eso sale a la luz desplazando lo que desde otro punto de vista podía considerarse como “imaginación”y “fantasía” es meramente por el ímpetu mismo de ese proceso y por, de alguna manera, el intento de trabajar una “conclusión”.7
En cualquier caso, la lectura del corpus levreriano desde La novela luminosa encuentra en la propuesta de las “dos etapas” un modelo fácilmente asimilable.
Otra objeción posible es más fácil de ver: la obra de Levrero es considerablemente compleja, de modo que proponer que sus polos son “literatura del yo” versus “fantasía e imaginación”, o “autoficción y trabajo sobre lo cotidiano” versus “relatos extraordinarios” es empobrecedor. Aparece más interesante, entonces, pensar en otras variantes y ejes desde los que mirar los textos y, a la vez, hacer convivir y dialogar entre sí esas líneas posibles.
Está por ejemplo la cuestión de los géneros narrativos; Ezequiel De Rosso aborda con inteligencia ese tema en su ensayo “Otra trilogía: las novelas policiales de Mario Levrero”,8 que mapea los libros de Levrero en zonas vin- culables al policial —Dejen todo en mis manos (1988), Fauna (1987), Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975)—, a una escritura más de corte “experimental” —Caza de conejos (1986), Ya que estamos (2001), Desplazamientos (1987)—, a la influencia de Kafka —La trilogía involuntaria (2008)—, y a la autoficción en la última trilogía. Esta matriz cuádruple podría ser de gran utilidad a la hora de proyectar la obra de Levrero sobre el panorama actual de la narrativa uruguaya.
CÓMO LEEMOS (AHORA) A LEVRERO
Creo que un aporte interesante al abordaje de De Rosso podría permitirnos volver a la pregunta inicial de esta nota. Me parece bastante evidente, a la vez, que la consagración de Levrero hizo que lo leyéramos más bien desde esa auto-ficción final, desde el proyecto de expresión del espíritu.9 Yo mismo acabo de esbozar una lectura en esa clave al señalar cierta “continuidad” posible entre el Levrero de la década de 1970 y el que ya se había enfrascado en la línea que va desde el “Diario de un canalla” hasta el “Diario de la beca”, incluido en La novela luminosa. Evidentemente esa continuidad aparece si se propone como central la búsqueda levreria- na de expresión de ese dominio de lo espiritual, central a esa trilogía final.
Así, me parece bastante claro que la profusión de lecturas críticas sobre la última etapa de la obra levreriana condiciona nuestra lectura de los momentos que la precedieron, más allá de que para cierto —y, en mi opinión, ridículo— sistema del valor literario esos realismos —realismos complejos, realismos ampliados, realismos introspectivos, realismos experimentales, como se quiera llamarlos— sean “mejores” o “más profundos” que el desborde imaginativo de “Capítulo XXX” o “La cinta de Moebius”, y que por eso —¿o porque de alguna manera son más "manejables” o "legibles” los textos en los que se proponen como centrales esas características, esa vinculación a lo cotidiano, a la literatura del yo— sea más "fácil” o más " atractivo” para los críticos —incluyéndome— elaborar sobre esos libros y no sobre, pongamos, Los muertos (1986) o Desplazamientos (1987) o La banda del ciempiés (2010)? De modo que ahora quizá tendemos a leer a Levrero desde ciertas variaciones sobre el realismo y dejamos de lado —al menos como productores de líneas de lectura— lo excéntrico, lo absurdo, lo fantástico y la ciencia ficción.
No deja de ser pertinente constatar que la mayoría de los escritores "levrerianos”, desde los mejores —Daniel Mella y Fernanda Trías, al menos entre los "jóvenes”— hasta los más intermitentes o trémulos se dedican en general a una derivación del último Levrero y no del más fantástico o "imaginativo”: abundan las escrituras del yo y de lo cotidiano —un buen ejemplo podría ser Alejandro Ferreiro, pero también Inés Bortagaray, Pablo Fernández, quizá también el Pablo Casacuberta de El mar (2000) y el Damián González Bertolino de El fondo (2013)—, la ficción autobiográfica y también lo autoficcional, pero no es ni por asomo tan visible —en la literatura uruguaya reciente en general, cabría señalar— el desborde imaginativo y narrativo al estilo de Todo el tiempo.
DESDE LOS GÉNEROS
A la vez, partiendo de la “matriz” sugerida por Ezequiel de Rosso, podríamos preguntarnos qué relación sostienen con Levrero los escritores más recientes que trabajan los géneros u orbitan alrededor de ellos a cierta distancia. Pedro Peña (1975) y Rodolfo Santullo (1979), por ejemplo, han acometido la escritura de series de novela negra notoriamente interesadas por recursos como el uso de personajes recurrentes, por una forma de estilización cuasi paródica —pero siempre respetuosa, obedien¬te a los moldes consagrados del género— y por la verosimilitud narrativa entendida como un valor central. Así, Levrero, que desconfiaba del policial de maneras complejas e interesantes,10 intentó algo así como la escritura de un “policial literario” apoyado en la estrategia del final abierto, de socavar la lógica narrativa más diurna y de dinamitar la credibilidad11 —se aparece un poco lejos del trabajo de Peña y Santullo—; de hecho, si consideramos más cultores del policial en Uruguay —Mercedes Rosende, Renzo Rossello, Eduardo Pérez Vázquez— parece fácil concluir que la impronta levreriana no se ha dejado sentir en ese género.
¿Y qué hay de lo fantástico, de la fantasía o la ciencia ficción? Pedro Peña ha escrito una colección de relatos de ciencia ficción, Eldor (2006), y otra de fantasía propuesta como exposición y reelaboración de ciertos mitos: Mito (2013); quizás aquí la cercanía con Levrero pudiera ser más fácilmente postulable, pero, en general, las narraciones de Peña tienen más que ver con textos cuya lógica narrativa se acerca a lo mitológico —por ejemplo la obra de Tolkien— o a la búsqueda de cierto lirismo —como el Bradbury más desligado de la Weird fiction que praticó en sus primeros tiempos—, que con la “bizarrería” que podría experimentar el lector de Todo el tiempo, Aguas salobres, Espacios libres (1987) o incluso el tardío e irregular Los carros de fuego (2004).
Quizá pueda concluirse que, así como sucedía con el policial, la fantasía o la ciencia ficción escritas recientemente en Uruguay no reconocen en Levrero a un maestro o una figura influyente. Esto podría presentarse en sintonía con la notoria popularidad epigonal del Levrero “costumbrista” o “autoficcional”.
Podríamos pensar, sin embargo, que una excepción interesante a esa idea aparece en los trabajos de Pablo Dobrinin (1970), militante de movimientos contraculturales de ciencia ficción y fantasía,12 editor de revistas literarias y de historietas, y autor de los libros de relatos Colores peligrosos (2011) y El mar aéreo (2015). El trabajo sobre la espiritualidad, la reflexión sobre la naturaleza del arte vinculada inextricablemente a lo diegético, la apelación a estrategias consagradas por el romanticismo tardío y el surrealismo y la écfrasis como recurso recurrente sin duda pueden colocar a Dobrinin dentro del mapa de la narrativa uruguaya reciente, en una provincia vecina cercanísima a la del “primer” Levrero. De hecho, si desplazamos del centro de la obra levreriana La novela luminosa y ponemos allí Espacios libres y Todo el tiempo, y así leemos en Levrero una suerte de precursor del slipstream —entendido no sólo como la zona intermedia entre géneros como la ciencia ficción, la fantasía y la ficción mainstream, sino más bien (o también) como aquella narrativa construida en torno a un efecto de disonancia cognitiva—,13 estaríamos de alguna manera reconociendo en Dobrinin como una suerte de heredero de Levrero. Algo similar podría provocar la lectura de Ur (2013), novela de Leandro Delgado (1967) que construye un sugerente “extrañamiento” de Uruguay en clave de ciencia ficción, un poco al estilo del Stanislaw Lem de Diarios de las estrellas.
Quizá la lectura de Levrero en clave fantástica e imaginativa, entonces, sobrevive. En secreto, como una suerte de resistencia, acechando. Que la literatura uruguaya más mainstream tiende a ciertos realismos parece bastante fácil de señalar; que la fantasía, la ciencia ficción y lo fantástico siempre han estado allí, al margen de las lecturas de la crítica y de las prácticas de los escritores más inmediatamente consagrados, tampoco es secreto para nadie. La obra de Levrero, en los últimos años, parece haberse instalado en una complicada tensión entre esas dos avenidas de lectura. Su elevación al centro del canon parece haber favorecido una relectura de su obra en clave realista, sí, pero a la vez podría postularse que quienes mejor siguen al maestro lo hacen desde otros lugares.