Latinoamérica
03 de noviembre del 2016

La contratapa de la primera edición de La novela luminosa (Alfaguara, 2005) señalaba que esa novela póstuma de Mario Levrero (Montevideo, Uruguay, 1940-2004) estaba llamada a renovar el canon uruguayo. Diez años después cabe preguntarse si lo hizo, si este tiempo alcanza para determinar algo así; si es que vale la pena siquiera pensar en esos términos. Lo cierto es que desde la edición de La novela luminosa —en la que muchos han visto lo mejor de su autor— los lectores de Levrero se han multiplicado, han aparecido nuevas ediciones de sus libros —ahora puede conseguirse su obra casi completa recorriendo un par de librerías como mucho— y, de a poco pero muy satisfactoriamente en cuanto al nivel de los textos ofrecidos, empiezan a publicarse más libros dedicados a la obra del uruguayo.

Y siguiendo con las contratapas, las de aquellas feas reediciones a cargo de la editorial Arca en la década del 90 llamaban a Levrero “el excéntrico escritor de los 60”. Quizá en ese momento el autor de La ciudad (1970) era efectivamente algo así como un secreto, un escritor replegado, enroscado en la sustancia de sus propias máscaras, pero a fines de la década del 70 y principios de la siguiente hubo algo así como un primer “renacimiento Levrero”, surgido mayoritariamente en Argentina. La mítica revista El péndulo le publicó El lugar (1982); en Uruguay, Banda Oriental lanzó Todo el tiempo (1982), quizá sus mejores relatos; la editorial Minotauro editó el compilado de cuentos Aguas salobres (1983), y de alguna manera, la “fama” —las comillas parecen obligatorias— de Levrero se instaló y creció.

Probablemente por esas fechas también se consolidó el mito. La excentricidad de la que hablan los libros de Arca seguro quedó fijada en el personaje-Levrero para esos años. Levrero: un tipo un poco loco que se dedicaba —como él mismo dijo en alguna que otra entrevista— a llevar complejos registros de la cantidad de cigarrillos fumados, a coleccionar objetos encontrados por ahí para clasificarlos de maneras incomprensibles, a programar en sus sucesivas computadoras y a “bucear” en su inconsciente para hacer emerger imágenes extrañas, inquietantes y, a la vez, asombrosamente tiernas. Durante los años 90 esa fama se cristalizó en sus primeras incursiones en el magisterio. Podría hablarse, pues, de un “círculo Levrero” —Levrero y sus discípulos, sus talleristas, sus “protegidos”, sus amigos—, al que pertenecerían Elvio Gandolfo, Felipe Polleri, Pablo Casacuberta, Daniel Mella, Fernanda Trías e Inés Bortagaray.

A la vez, ya entrado el siglo XXI se habló un poco peyorativamente de los “levrerianos” o “levreristas”1 para designar a los escritores que integraron los talleres de Levrero y publicaron en las colecciones De los Flexes Terpines, dirigida por el propio Levrero, y Narrares, administrada por los talleristas.

Cabría preguntarse por el lugar que ocupan los escritores del círculo de Levrero en la literatura uruguaya reciente. Algunos han adquirido cierta visibilidad hace poco, como es el caso de Gonzalo Paredes y su buenísimo libro de relatos Smith (2014). Otros, como Patricia Turnes, amiga personal de Levrero, parecen haberse disuelto en cierta intrascendencia o invisibilidad.

Podemos nombrar también nuevamente a Polleri y a Mella, cercanos a Levrero aunque no sus talleristas, quienes sin duda se encuentran en lugares privilegiados dentro del campo literario uruguayo. Si quisiéramos indagar, siguiendo las preguntas que abrieron esta nota, qué hay de la obra de Levrero en sus libros y de paso en la narrativa uruguaya más reciente, quizá valga la pena comenzar por preguntarnos si esa presunta nueva “centralidad” de Levrero —y por esto quiero decir que acaso el campo literario uruguayo evoluciona hacia una configuración donde sus narradores centrales son Onetti y Levrero, con Felisberto Hernández ahí nomás, desplazando figuras como el monstruo de Frankenstein integrado por el ensamblaje de Mario Benedetti con sus principales epígonos— nos hace leer los textos de Levrero de una manera diferente a la que dominaba la escena mientras vivía su autor. Esa historia de la crítica levreriana es sin duda un campo fértil e interesante; acá vamos, apenas, a com¬partir unas (pocas) notas sobre cómo se viene leyendo a Levrero desde la publicación de La novela luminosa.

MAPEANDO A LEVRERO

Un punto de partida podría ser constatar esa suerte de lugar común en la crítica levreriana que señala dos etapas en la obra en cuestión.2 La primera, más o menos entre Gelatina (1968) y “Diario de un canalla”, recogido en El portero y el otro (1992), estaría dominada por la imaginación y el acercamiento a lo fantástico, lo onírico, al absurdo; simpatías por Kafka, la ciencia ficción y la fantasía. La segunda aparecería configurada por la autoficción o la llamada “literatura del yo”, por la atención especial y detallista a la cotidianidad y por la incorporación de lo espiritual como tema esencial.

Esta última fase comprende el ya mencionado “Diario de un canalla” y las novelas El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005), que presentan evidentes elementos de continuidad y podría decirse que están ambientadas en el mismo universo emocional, mental, literario o incluso “espiritual”. Esta última “trilogía” instala en tanto personaje/autor al que podríamos llamar “el Levrero de la derrota”, ya que La novela luminosa puede leerse fácilmente como la historia del fracaso de su autor3 a la hora de dar cuenta de ciertas experiencias de corte espiritual que presume incomunicables.

Hay muchas objeciones posibles a esta división en dos períodos. Una podría ser que quizá no existe una verdadera discontinuidad o “salto”, ya que el programa levreriano de los últimos años, con su determinación de escribir sobre ciertas experiencias que rozan lo indecible, puede ser presentado como una continuación o profundización lineal de las ideas de un Mario Levrero anterior. Así, en una entrevista de 19794 a cargo de Gandolfo, leemos —el énfasis con las itálicas es mío—:

¿Qué sentido le encontrás al ejercicio de lo literario? Lo veo como un fragmento de una especie de búsqueda más amplia, aunque no alcanzo a darme bien cuenta de qué es esa búsqueda. Tiene que ver con lo existencial, lo vivencial, tal vez lo religioso [...]

Después, en 1992,5 las cosas quedan un poco mejor definidas:

[la literatura] es el arte que se expresa por medio de la palabra escrita [...] [el arte] es el intento de comunicar una experiencia espiritual. [llamo experiencia espiritual] a cualquier experiencia, en la medida que pueda advertir en ella la presencia del espíritu o, si lo preferís, de mi espíritu [.] y el espíritu es algo inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los sentidos.

Más adelante se habla de la literatura en relación a una posible “terapia” y a un “mensaje del inconsciente”. Es decir, el Levrero de 1992 tenía más claro aquello de lo que, en 1979, no llegaba a darse “bien cuenta”.

Está claro que el proceso o concretización de un pensamiento en un sujeto biográfico no es incompatible con la posibilidad de distinguir fases basadas en parámetros de corte expresivo o estilístico en la obra producida por ese sujeto, pero si definimos la última etapa en base al tema narrativo de La novela luminosa —es decir, el intento de escribir esa novela—, ese giro hacia el “yo” parece, más que un salto abrupto, el resultado de un proceso continuo de escritura y reflexión. Incluso cabría argumentar que cuando elabora sobre su noción de realidad —por ejemplo en “Las realidades ocultas”6— ya está considerando como “interiores” —en tanto dimensiones del sujeto, del yo, de la conciencia o del espíritu— elementos de un mundo —no importa si real o imaginario— exterior al sujeto.

La simplificación es burda, admitido, pero creo que da cuenta de cierto proceso que en pocas palabras y sin buscar precisión podría resumirse como Levrero toda su vida buscó la elaboración literaria de elementos que él consideraba “espirituales”, y si al final de su obra eso sale a la luz desplazando lo que desde otro punto de vista podía considerarse como “imaginación”y “fantasía” es meramente por el ímpetu mismo de ese proceso y por, de alguna manera, el intento de trabajar una “conclusión”.7

En cualquier caso, la lectura del corpus levreriano desde La novela luminosa encuentra en la propuesta de las “dos etapas” un modelo fácilmente asimilable.

Otra objeción posible es más fácil de ver: la obra de Levrero es considerablemente compleja, de modo que proponer que sus polos son “literatura del yo” versus “fantasía e imaginación”, o “autoficción y trabajo sobre lo cotidiano” versus “relatos extraordinarios” es empobrecedor. Aparece más interesante, entonces, pensar en otras variantes y ejes desde los que mirar los textos y, a la vez, hacer convivir y dialogar entre sí esas líneas posibles.

Está por ejemplo la cuestión de los géneros narrativos; Ezequiel De Rosso aborda con inteligencia ese tema en su ensayo “Otra trilogía: las novelas policiales de Mario Levrero”,8 que mapea los libros de Levrero en zonas vin- culables al policial —Dejen todo en mis manos (1988), Fauna (1987), Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975)—, a una escritura más de corte “experimental” —Caza de conejos (1986), Ya que estamos (2001), Desplazamientos (1987)—, a la influencia de Kafka —La trilogía involuntaria (2008)—, y a la autoficción en la última trilogía. Esta matriz cuádruple podría ser de gran utilidad a la hora de proyectar la obra de Levrero sobre el panorama actual de la narrativa uruguaya.

CÓMO LEEMOS (AHORA) A LEVRERO

Creo que un aporte interesante al abordaje de De Rosso podría permitirnos volver a la pregunta inicial de esta nota. Me parece bastante evidente, a la vez, que la consagración de Levrero hizo que lo leyéramos más bien desde esa auto-ficción final, desde el proyecto de expresión del espíritu.9 Yo mismo acabo de esbozar una lectura en esa clave al señalar cierta “continuidad” posible entre el Levrero de la década de 1970 y el que ya se había enfrascado en la línea que va desde el “Diario de un canalla” hasta el “Diario de la beca”, incluido en La novela luminosa. Evidentemente esa continuidad aparece si se propone como central la búsqueda levreria- na de expresión de ese dominio de lo espiritual, central a esa trilogía final.

Así, me parece bastante claro que la profusión de lecturas críticas sobre la última etapa de la obra levreriana condiciona nuestra lectura de los momentos que la precedieron, más allá de que para cierto —y, en mi opinión, ridículo— sistema del valor literario esos realismos —realismos complejos, realismos ampliados, realismos introspectivos, realismos experimentales, como se quiera llamarlos— sean “mejores” o “más profundos” que el desborde imaginativo de “Capítulo XXX” o “La cinta de Moebius”, y que por eso —¿o porque de alguna manera son más "manejables” o "legibles” los textos en los que se proponen como centrales esas características, esa vinculación a lo cotidiano, a la literatura del yo— sea más "fácil” o más " atractivo” para los críticos —incluyéndome— elaborar sobre esos libros y no sobre, pongamos, Los muertos (1986) o Desplazamientos (1987) o La banda del ciempiés (2010)? De modo que ahora quizá tendemos a leer a Levrero desde ciertas variaciones sobre el realismo y dejamos de lado —al menos como productores de líneas de lectura— lo excéntrico, lo absurdo, lo fantástico y la ciencia ficción.

No deja de ser pertinente constatar que la mayoría de los escritores "levrerianos”, desde los mejores —Daniel Mella y Fernanda Trías, al menos entre los "jóvenes”— hasta los más intermitentes o trémulos se dedican en general a una derivación del último Levrero y no del más fantástico o "imaginativo”: abundan las escrituras del yo y de lo cotidiano —un buen ejemplo podría ser Alejandro Ferreiro, pero también Inés Bortagaray, Pablo Fernández, quizá también el Pablo Casacuberta de El mar (2000) y el Damián González Bertolino de El fondo (2013)—, la ficción autobiográfica y también lo autoficcional, pero no es ni por asomo tan visible —en la literatura uruguaya reciente en general, cabría señalar— el desborde imaginativo y narrativo al estilo de Todo el tiempo.

DESDE LOS GÉNEROS

A la vez, partiendo de la “matriz” sugerida por Ezequiel de Rosso, podríamos preguntarnos qué relación sostienen con Levrero los escritores más recientes que trabajan los géneros u orbitan alrededor de ellos a cierta distancia. Pedro Peña (1975) y Rodolfo Santullo (1979), por ejemplo, han acometido la escritura de series de novela negra notoriamente interesadas por recursos como el uso de personajes recurrentes, por una forma de estilización cuasi paródica —pero siempre respetuosa, obedien¬te a los moldes consagrados del género— y por la verosimilitud narrativa entendida como un valor central. Así, Levrero, que desconfiaba del policial de maneras complejas e interesantes,10 intentó algo así como la escritura de un “policial literario” apoyado en la estrategia del final abierto, de socavar la lógica narrativa más diurna y de dinamitar la credibilidad11 —se aparece un poco lejos del trabajo de Peña y Santullo—; de hecho, si consideramos más cultores del policial en Uruguay —Mercedes Rosende, Renzo Rossello, Eduardo Pérez Vázquez— parece fácil concluir que la impronta levreriana no se ha dejado sentir en ese género.

¿Y qué hay de lo fantástico, de la fantasía o la ciencia ficción? Pedro Peña ha escrito una colección de relatos de ciencia ficción, Eldor (2006), y otra de fantasía propuesta como exposición y reelaboración de ciertos mitos: Mito (2013); quizás aquí la cercanía con Levrero pudiera ser más fácilmente postulable, pero, en general, las narraciones de Peña tienen más que ver con textos cuya lógica narrativa se acerca a lo mitológico —por ejemplo la obra de Tolkien— o a la búsqueda de cierto lirismo —como el Bradbury más desligado de la Weird fiction que praticó en sus primeros tiempos—, que con la “bizarrería” que podría experimentar el lector de Todo el tiempo, Aguas salobres, Espacios libres (1987) o incluso el tardío e irregular Los carros de fuego (2004).

Quizá pueda concluirse que, así como sucedía con el policial, la fantasía o la ciencia ficción escritas recientemente en Uruguay no reconocen en Levrero a un maestro o una figura influyente. Esto podría presentarse en sintonía con la notoria popularidad epigonal del Levrero “costumbrista” o “autoficcional”.

Podríamos pensar, sin embargo, que una excepción interesante a esa idea aparece en los trabajos de Pablo Dobrinin (1970), militante de movimientos contraculturales de ciencia ficción y fantasía,12 editor de revistas literarias y de historietas, y autor de los libros de relatos Colores peligrosos (2011) y El mar aéreo (2015). El trabajo sobre la espiritualidad, la reflexión sobre la naturaleza del arte vinculada inextricablemente a lo diegético, la apelación a estrategias consagradas por el romanticismo tardío y el surrealismo y la écfrasis como recurso recurrente sin duda pueden colocar a Dobrinin dentro del mapa de la narrativa uruguaya reciente, en una provincia vecina cercanísima a la del “primer” Levrero. De hecho, si desplazamos del centro de la obra levreriana La novela luminosa y ponemos allí Espacios libres y Todo el tiempo, y así leemos en Levrero una suerte de precursor del slipstream —entendido no sólo como la zona intermedia entre géneros como la ciencia ficción, la fantasía y la ficción mainstream, sino más bien (o también) como aquella narrativa construida en torno a un efecto de disonancia cognitiva—,13 estaríamos de alguna manera reconociendo en Dobrinin como una suerte de heredero de Levrero. Algo similar podría provocar la lectura de Ur (2013), novela de Leandro Delgado (1967) que construye un sugerente “extrañamiento” de Uruguay en clave de ciencia ficción, un poco al estilo del Stanislaw Lem de Diarios de las estrellas.

Quizá la lectura de Levrero en clave fantástica e imaginativa, entonces, sobrevive. En secreto, como una suerte de resistencia, acechando. Que la literatura uruguaya más mainstream tiende a ciertos realismos parece bastante fácil de señalar; que la fantasía, la ciencia ficción y lo fantástico siempre han estado allí, al margen de las lecturas de la crítica y de las prácticas de los escritores más inmediatamente consagrados, tampoco es secreto para nadie. La obra de Levrero, en los últimos años, parece haberse instalado en una complicada tensión entre esas dos avenidas de lectura. Su elevación al centro del canon parece haber favorecido una relectura de su obra en clave realista, sí, pero a la vez podría postularse que quienes mejor siguen al maestro lo hacen desde otros lugares.

  1. 1) El término fue movilizado por el crítico Ignacio Bajter en el artículo “El levrerismo: un movimiento a la zaga”, publicado en el semanario Brecha el 31 de agosto de 2007. Comentar más o menos satisfactoriamente las repercusio­nes en la escena literaria uruguaya de este artículo implica­ría una nota de la extensión de esta o quizá más larga. La tónica del texto de Bajter es esencialmente crítica a la obra de los antiguos talleristas de Levrero, actitud que fue —y cabe pensar que es— compartida por no pocos escritores. Por ejemplo, Damián González Bertolino, autor del muy bien recibido por la crítica dúo de nouvelles El increíble Springer (2009), en el que podrían detectarse elementos “levrerianos” —vale la pena anotar que González jamás se acercó a los talleres de Levrero—, señaló en una entrevista publicada en 2008 que “hay que recordar también el tema de los ‘levreristas’, los seguidores de Levrero que llevan a cabo una especie de apostolado publicando libros que son una falsa sombra del maestro. La muerte de Levrero, entendida como clausura del crecimiento de su obra, tra­jo consigo un rompecabezas que las nuevas generaciones tienen que armar, porque cierto tipo de relato se agotó con el autor de La novela luminosa”, . El entrevistador, lamentablemente, no le pregunta a Gonzá­lez a qué “tipo de relato” se refiere. En cuanto al “apostola­do”, el término de González parece acertado: todavía hoy podemos ver el culto a Levrero desde los colaboradores más cercanos a su taller, algunos de ellos de alguna manera “continuadores” de su magisterio.

  2. 2) Este modelo tiene su origen en Elvio Gandolfo, quien

    —en el prólogo a El portero y el otro— habla de un “vie­jo” Levrero (p.9) y un Levrero “porteño” y reciente —el texto es de 1992—, en el que se verificaba —el énfasis es mío— un “salto formal, filosófico, existencial y, por lo tanto, cualitativo” (p. 11), pero ha sido reproducido y expandido en lecturas recientes, posteriores a la publica­ción de La novela luminosa. Por ejemplo, Adriana Astutti—en “Escribir para después: Mario Levrero”, recogido en el libro de ensayos La máquina de pensar en Mario— habla de El portero y el otro —volumen que contiene “Diario de un canalla”— como “libro bisagra”, “fundamental”, que “nos sitúa entre dos [...] como si en él toda la obra de Levrero precipitara para dar lugar a un cambio que a la vez se tematiza en los cuentos” (p.202). O también Jesús Montoya —en el libro Mario Levrero para armar—, cuando señala (p.72) que habría un “viraje crucial en la obra de Levrero desde ‘Diario de un canalla’, signado [...] por su desplazamiento a Buenos Aires”, a la vez que (p.73) los textos de la etapa tardía “abandonan el género fantástico o maravilloso para instalarse en un realismo experimental”.

  3. 3) En Levrero es particularmente espinoso vincular tan sueltos de cuerpo al autor ficticio de sus textos —sus dia­rios en particular— con el autor “real”, desde el momento en que “Mario Levrero” es algo así como un complicado pseudónimo de Jorge Varlotta —cuyo segundo nombre era Mario y su apellido materno Levrero—, y desde que, además, “Jorge Varlotta” funcionó alguna vez como heterónimo de “Mario Levrero” —o incluso del Jorge Varlotta “real”, por ejemplo en la primera publicación de Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975)—, por no mencionar la posible “adecuación” con la “realidad” de los ejercicios de caligrafía recogidos en El discurso vacío —que aparecen editados y corregidos en la novela publicada. Podría hablarse de una identidad com­pleja o fractal; Cfr. mi artículo “Mario Levrero, el otro y él: reflexiones sobre el sujeto fractal”, recogido en el libro Caza de Levrero.

  4. 4) “La hipnosis del arte”, publicada originalmente el 15 de abril de 1979 en el medio bonaerense La opinión cultural y después recogida en el compilado de entrevistas Un si­lencio menos.

  5. 5) “Entrevista imaginaria con Mario Levrero, por Mario Levrero”, publicada originalmente en El portero y el otro, recogida también en Un silencio menos.

  6. 6) Entrevista a cargo de Cristina Siscar publicada en el número 15 de El péndulo, en 1987, recogida también en Un silencio menos.

  7. 7) Conclusión novelística o mitológica, por supuesto, en tanto se apoya en lo que indudablemente es la conversión de Levrero en un “personaje” o incluso un “mito”, y parece proponer además que La novela luminosa “cierra” la obra de Levrero como si éste hubiese sido consciente de que le quedaba poco de vida.

  8. 8) En La máquina de pensar en Mario.

  9. 9) Esta impresión aparece esbozada en el ensayo citado de Ezequiel de Rosso: “[...] aun cuando las novelas [se refiere a las de corte policial] han sido reeditadas recientemente en colecciones accesibles, el comentario generalizado parece decantarse hacia La novela luminosa [y] El discurso vacío” (p.141). De Rosso también menciona entre las obras más favorecidas por la crítica la Trilogía involuntaria, pero es evidente que su interés es ante todo contraponer la aten­ción recibida por estas novelas a la —mínima— que han gozado las novelas policiales. Si examinamos el libro en el que aparece su ensayo podemos constatar que, de los ocho textos escritos después de la publicación de La novela lumi­nosa, uno —el de Oscar Steimberg— trabaja la producción historietística completa de Levrero, otro —el de Luciana Martínez— una posible relación de la narrativa levreriana con la ciencia; otro —el de De Rosso— las novelas de cor­te policial escritas por Levrero; otro —el de Roberto Echa- varren— propone una lectura global de la obra levreriana; y otro —el de Martín Kohan— lee la figura de la ciudad en la obra completa —es decir que ninguno de ellos se centra en un libro en particular, ni siquiera en una “trilogía” o “zona” visibilizable—; mientras que tres de ellos —los de Sergio Chejfec, Adriana Astutti y Reinaldo Laddaga— escriben sobre La novela luminosa —y uno de ellos, el de Chejfec, además, sobre El discurso vacío. A la vez, en Caza de Levrero, compilación de ensayos publicado en Montevi­deo en 2014, encontramos, sobre un total de quince —los de Rómulo Cosse, Charles Ricciardi, Elvio E. Gandolfo y Pablo Vergara, además del mío—, cinco artículos dedica­dos a La novela luminosa, “Diario de un canalla” y El dis­curso vacío. Una tercera parte no es proporción deleznable, pero, además, entre los otros diez artículos hay al menos tres —los de Mayra Nebril, Graciela Mántaras y Helena Cobrellini— que, además de referirse a otros textos, leen todas o alguna de las tres ficciones recién mencionadas. Una interesante excepción sería Mario Levrero para armar, que explora la obra completa y traza una biografía esque­mática pero precisa, a la vez que se concentra en Nick Car- ter, París (1980) y el cuento “Los muertos” —recogido por primera vez en el libro homónimo de 1986.

  10. 10) Cfr. la “Entrevista imaginaria.”

  11. 11) Según Ezequiel De Rosso, Levrero evitaría “los textos canónicos del policial de enigma” y pretende “resolver el problema de la ‘novela policial abierta’ [...], un empeño en el que Levrero persiste a lo largo de los años. Esa aper­tura obliga a cambiar las formas del género, pero también obliga a ver otras soluciones estilísticas contemporáneas” (p. 161).

  12. 12) La relación de estos movimientos y sus revistas —Diaspar, Días Extraños, Smog— con Levrero es compleja;

    los grupos más abiertos a una codificación de la ciencia ficción dentro de la “literatura fantástica” se aproximaron más al autor de La ciudad, e incluso publicaron el cuento “El crucificado” —en Smog #1, 1988—; la revista Diaspar, en cambio, más militante de la especificidad de los géne­ros —presentados siempre como ciencia ficción y fantasy—, tendió a ningunear a Levrero. De hecho, Dobrinin, que integró esta última publicación, no incorpora a Levrero en sus artículos “El carácter político de la ciencia ficción uru­guaya” e “Historia de la ciencia ficción uruguaya”, aunque en este último lo menciona como parte sobresaliente de la “rica historia de literatura fantástica”.

  13. 13)  Cfr. la introducción a The slipstream anthology, com­pilado a cargo de James Patrick Kelley y John Kassel. Por ejemplo, en la página XI —la traducción es mía—: “el slipstream convoca interrogantes sobre la realidad de corte epistemológico y ontológico que otros tipos de ficción no están bien equipados para trabajar [...] Allí donde el ho­rror es la literatura del miedo, el slipstream es la literatura de la disonancia cognitiva y la extrañeza”.

Frases
Ramiro Sanchiz
  • Escritores invitados

Montevideo, 1978. Autor de las novelas El orden del mundo (2014), La historia de la ciencia ficción uruguaya (2013) y Los viajes (2012), entre otras. Ha publicado además relatos en diversas antologías y revistas, y se desempeña como periodista cultural.

Fotografía de Ramiro Sanchiz

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