Columna Semanal
17 de junio del 2018

A pesar de las miles de páginas que se han escrito sobre Karl Marx, persiste el sentimiento de que estamos lejos de agotar un programa intelectual que él mismo no pudo concretar dada la vastedad de la tarea que se propuso: nada menos que explicar el devenir de la historia. Pero, accidente de la humana vida, su visión quedó condicionada por los estrechos límites de la Europa decimonónica y la Revolución industrial. De aquí los horrores que lo marcaron: la explotación del trabajo asalariado y la insaciable acumulación de la riqueza. De aquí su esperanza: la revolución proletaria. A pesar de Lenin, la teoría de Marx no es exacta ni infalible. Lo es en un sentido racionalista si se quiere. Pero es la experiencia y no la teoría (filosófica) la que rige el criterio de la verdad. Tampoco es error imputable a Marx: su método, la dialéctica –cuyos múltiples significados de Platón a Hegel no cabe discutir aquí–, le impelía a corroborar su teoría aplicada a la realidad para concretarse como verdadero. Poner a prueba los postulados de El Capital a 150 años de su publicación sin reparar en los cambios acontecidos, es, por decir lo menos, poco dialéctico, y un error que sigue confundiendo a sus seguidores trasnochados.

¿Y es que acaso la historia lo refuta? No del todo, ni tampoco lo confirma sin reservas. La revolución proletaria aparece como una falla en su sistema. La explicación que dio a la creciente concentración de la riqueza fue un acierto. La esperanza que puso en la abolición de la propiedad privada como medio para acabar con la explotación fue trágicamente desmentida. Las crisis recurrentes de los ciclos del capital han sido confirmadas. Que el capitalismo deshumaniza es una tesis que se sigue debatiendo: para algunos la mejora material de la vida lo refuta, para otros es esta misma mejora la que confirma la decadencia. La enajenación del trabajo ha desplazado su centro de la fábrica a la oficina sin que haya cambiado sustancialmente el problema: ganar dinero es considerado un fin y no un medio, esclavizando al hombre a su empleo en detrimento de las relaciones sociales. Sus detractores apelan a la persistencia del capitalismo y los horrores del comunismo; los apologistas esgrimen el arma de la fragilidad del sistema y llegan a acusar al comunismo de no ser sino una etapa avanzada del capitalismo... En fin, la voz de Marx sigue sonando fuerte a doscientos años de su nacimiento. ¿Por qué? Porque en toda su vasta obra, entre sus acusaciones de fuego y sus fríos razonamientos, a pesar de su intolerancia y su soberbia, hay un llamado que está más vivo que nunca: un clamor de Justicia para los oprimidos.

Una advertencia: ¡cuidado con los intérpretes oficiales! Siempre que sea posible es mejor dialogar con el implicado. Los marxismos pululan en aulas y partidos. Es una desgracia que sus epígonos pasen más tiempo discutiendo quién tiene la verdad sobre las Santas Escrituras que cambiando al mundo. Personalmente tuve la suerte de estudiar en una universidad lo suficientemente “liberal” como para no incluir a Marx en su plan de estudios. A decir verdad, tres horas de los nueve semestres bastaron para una gran lección: a Marx deben leerlo los capitalistas y no sólo los proletarios, pues les ha dado las herramientas para su perpetuación. El resto de mi diálogo con Marx ha sido esporádico pero enriquecedor: una visita al Museo Británico, una tesis dedicada al estudio de sus Manuscritos económicos filosóficos, la visita a un cementerio a las afueras de Londres y decenas de lecturas entre las que destaco las de Bolívar Echeverría y Enrique Dussel, marxistas no dogmáticos y abiertos al diálogo, ambos son muestra de su vigencia. Y seguirá vigente mientras un clamor de justica persista y haya hombres dispuestos a construir una sociedad más justa, a discutir lo que esta justicia significa, sin sacrificar el derecho a la disidencia y la libertad.

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