El mito de la expulsión del hombre del Paraíso, del Jardín del Edén, narra el primer exilio por antonomasia. Es el destierro de su hogar por sus errores, por el valor de elegir. El exilio condenó al hombre a la caída. Su fracaso se verá una y otra vez en su intento por volver a casa. Walter Benjamin dice, basándose en las observaciones del Ángelus Novus de Paul Klee, que nos alejamos del origen, que en cada paso que damos, aun con las promesas de la utopía, caemos en el abismo. El ángel mira con resistencia la lejanía del pasado mientras el presente lo arrastra al futuro. La idea de que el hombre camina en dirección opuesta a su destino, es decir, a su papel original dentro de la Creación, es una de las más pesimistas. Condenado al exilio por la tentación del conocimiento, el hombre soporta las penas de la existencia fuera de los planes que Dios tenía para él. En esta concepción mitológica podemos pensar al hombre como un tránsfuga del orden natural divino por los errores cometidos en una vida anterior. En su papel humanizador y prometeico, filósofos, artistas, santos y científicos ejercen bajo condiciones adversas, en sus vidas y por sus ideas, una tarea por la que son condenados al exilio. Una vez más, el deseo de saber, o de saber más, es castigado. El hombre evoluciona, cambia, es abismal, cismático e idealista en su optimismo.
¿Si pudiéramos ver con la amplitud del pensamiento la historia del ser humano, sus logros y fracasos, sus horrores y demonios, su sed de esperanza y trascendencia, juzgaríamos con más precisión sobre su destino? En la conciencia se despliega dicha historia en fragmentos. Los libros, las ruinas de las culturas pasadas y el legado histórico nos instruyen para no caer en el olvido. El olvido es un silencio mortal en el que los fantasmas nos persiguen y el futuro se vuelve brumoso.
El exilio, así como el ostracismo, la diáspora, el destierro y la migración, está presente en la vida del hombre desde los inicios de su aventura por el mundo. No es un tema nuevo, y tiene tantos matices como el plumaje de un pavo real. Está suscrito por el horror, la pérdida o la búsqueda de ilusiones, por el cansancio o la sed de una nueva sangre. Y quizá no haya sentimiento más atroz para alguien que ama su lugar de nacimiento que el del desarraigo. La decisión de partir, de buscar, es subyacente a la libertad. Los hombres se van al exilio por causas económicas, políticas, ideológicas, religiosas o climáticas. La fenomenología del exilo es extensa, y cabría preguntarnos ¿cuáles son los pros y los contras de las migraciones, de los que se van, de los que llegan?
A veces nos exiliamos del mundo y de nosotros mismos, y entramos a la nada, a la espantosa y nauseabunda vacuidad de todos los instantes. Es entonces cuando sabemos que estamos próximos a la destrucción. Sin embargo, es en los momentos críticos cuando el hombre, después de haber dado lo peor de sus instintos, se inclina por la esperanza, por la promesa de los ideales. Por eso la búsqueda de un mejor lugar, o uno no tan malo, suele despertar los sentimientos más profundos de persistencia y trascendencia en el ser humano.
Los libros pueden despertarnos, señalar sutilezas, insinuarnos abismos insospechados; pero es la experiencia de la vida, con el sufrimiento y las pasiones, la que da la mayor lección. Podemos ver a un Nerón o a un Calígula en cada gobierno, destruyendo o maquinando a su antojo, y nos preguntamos si la Historia habrá avanzado. Por eso, ante la incomprensión o el fanatismo, muchos hombres ilustres han vivido el exilio espiritual de su época. “El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo”, dice Cioran en Breviario de podredumbre.
Cuando el exiliado decide marchar voluntariamente para salvar su vida con la dignidad que le queda, lo hace con la conciencia de una mejor perspectiva de vida, o una menos mala de la que tenía; pero cuando lo hace obligado, con la desesperación de huir y de hallar un puerto, su conciencia recuerda con horror el hogar al que ahora ve como su catástrofe. Quien marcha al exilio lo hace con la conciencia de que una parte de él muere para que otra nazca. El carácter estoico surge en la experiencia de los exiliados.
Hoy, después de la Revolución francesa y los ideales de la Ilustración, de la libertad de pensamiento y de credo, de las defensas de Voltaire, Rousseau, Diderot y Kant sobre la tolerancia y el filosofar contra el fanatismo, éste vuelve a las calles, se apodera de las personas y hace estragos en sus víctimas, o quizá simplemente nunca se fue. El humanismo del siglo XX floreció en la podredumbre de la racionalidad y las políticas etnocidas, en la barbarie y la desesperación. La dignidad del espíritu humano, “ver a los otros como un fin y no como un medio”, que Kant planteó en su ética, nos sigue pareciendo irrealizable en masa. En su Apología de Sócrates, Platón pone en boca de Critón: “La mayoría es capaz de producir no los males más pequeños, sino precisamente los mayores, si alguien ha incurrido en su odio”. Decía esto por el odio que se profesa hacia los que piensan diferente y que una minoría o mayoría ignorante manda a la picota. ¿La paz perpetua de Kant y el fin de la historia de Hegel no son acaso el sueño romántico del pensamiento: la creencia de que podemos superarnos a nosotros mismos y llegar a un estadio de realización plena de lo humano? Siempre se puede retornar a la barbarie.
Recordemos el caso de Sócrates. La intolerancia y la incomprensión, así como el odio y la envidia intelectual de sus acusadores, además de la estulticia de sus jueces, lo condenaron a muerte. Pudo haber aceptado el ostracismo, pero hubiera sido como renunciar a sí mismo. Contradecirse en su búsqueda de la verdad y la coherencia de su vida con sus ideas hubiera sido el mayor insulto a lo divino, dice Sócrates en la Apología. El ostracismo, merecido o no, es un recurso bárbaro. Es el mayor desprecio que se le puede dar a un integrante de una sociedad. El ostracismo aplicado a filósofos, estrategas, artistas y oradores en la antigüedad griega y romana, cuna del Estado moderno, ha quedado registrado en la memoria histórica como símbolo de la comedia trágica de la vida.
Leamos las Cartas a Lucilio, de Séneca, escritas dos años antes de su suicidio. Hablan de la tranquilidad del ánimo del sabio, que ni en el ostracismo ni en la pobreza está solo, pues se tiene a sí mismo. Se aferraba a esto después de haber vivido el ostracismo durante ocho años. En La consolación de la filosofía, Boecio reflexiona —en su celda, mientras espera ser condenado a muerte o al exilio— sobre la vanidad que hay en todas las acciones sin la filosofía. La vida de Dante, exiliado de Florencia, se refleja en la composición de la Divina comedia. Ovidio, expulsado por el emperador Augusto, pide su regreso a Roma después de varios años de estar confinado en lo más remoto del Imperio. Las Cartas pónticas de alguna manera nos invitan a las lágrimas. “El último grado de la maldad de nuestra naturaleza (es) querer oprimir a los mismos filósofos que quieren corregirla”, lanza con tono irónico Voltaire en su Diccionario filosófico.
Según Cioran, cada vez que un hombre quiere hacer el bien hay más mal en el mundo. Quizá se refiere a los que se empeñan en enfrentarse contra el mal; tarde o temprano terminan contaminándose de odio y resentimiento. Todo fanático se convence a sí mismo de sus buenas intenciones. Este fatalismo vertiginoso, pensar que todo lo que el hombre realiza se vuelve en contra suya, termina asfixiándolo, ahogándolo en la desesperación y en el nihilismo.
El poder, la mágica llave con la que se mueve el mundo, esa bestia bifronte, ha seducido a más de un filósofo, artista o científico en toda la Historia. Por su manera de pensar o de vivir, hombres como Séneca, Diógenes, Sócrates, Boecio, Spinoza, Descartes, Bayle, Dante y Ovidio, fueron condenados al ostracismo, castigados por transgredir o confrontar lo establecido con el atrevimiento de la crítica. La Historia nos confirma lo que Schopenhauer bien dice en este conciso fragmento: “Desearía que alguien intentara escribir alguna vez una historia literaria trágica, presentando en ella cómo les han tratado durante su vida las naciones que cifran su orgullo más elevado en sus grandes escritores y artistas; presentándonos aquella lucha eterna que tiene que sufrir lo bueno y lo verdadero en todos los tiempos y en todos los países, contra lo malo que domina en toda época, el martirio de casi todos los verdaderos ilustradores de la Humanidad, de casi todos los grandes maestros en todas las artes, como han vegetado, salvo algunas excepciones, sin aprobación, sin simpatía, sin discípulos, en pobreza y miseria, mientras que la gloria, los honores y la riqueza se prodigaron a los indignos”. No creo encontrar en estos momentos un fragmento más conclusivo sobre el maltrato, cuando no el exilio o la muerte, a todos aquellos benefactores de la Humanidad.
El otro punto crítico es el de la imposición de la fe. Otra vez los esfuerzos de Voltaire y de Kant nos recuerdan que si el hombre se inclina hacia el bien, se debe a la luz de la razón y no por la imposición de la fe ciega. La Inquisición, la quema de herejes y no herejes, es el grito del fanatismo religioso; el de las revoluciones está ahogado en sangre y desesperación. En todo tirano hubo un mesías. Y en todo anarquista hay un tirano en potencia. Los ideales se manchan de sangre por mentes cerriles y necias. Quienes han preferido morir a negar sus ideas para salvar la vida, lo han hecho con orgullo y templanza. El caso de Aristóteles y Galileo es ilustrativo. El primero huyó para no verse enmarañado en acusaciones que lo podrían llevar a la muerte —y en su osadía contestó que “no permitiría que se volviese a cometer un acto de injusticia como el de Sócrates”—, mientras que el otro se retractó de sus teorías y aceptó equivocarse.
¿Cuánto de las convenciones sociales establecidas, de las verdades científicas, de las creencias religiosas o filosóficas no son meras contingencias de la razón que el tiempo se encarga de poner en su lugar? ¿Cuántas convenciones que han cobrado vidas, alimentándose de sangre, no se han proclamado partidarias de la paz, la libertad, de Dios y la justicia? ¿Cuántas buscando la justicia no han hecho más mal que bien? Y aun así seguimos, ¿progresamos? Se puede decir que en ciertos aspectos sí, como en la salud, la ciencia y la ingeniería. ¿Pero qué hay de la ética? La historia del hombre es un zigzagueante movimiento evolutivo. Unas veces el hombre avanza, otras se estanca, luego da saltos y surgen nuevos esquemas que transforman la realidad y la organización de la vida social.
En un aforismo de El ocaso de los ídolos, dice Nietzsche: “Para vivir solo, hay que ser un animal o un dios —dice Aristóteles—. Falta tomar en cuenta una tercera posibilidad: ser lo uno y lo otro a la vez: un filósofo”. La prueba de que el hombre es un ser social, que depende de los otros para sus creencias y crecimiento, es suficiente para abolir la idea pedante y necia de que en soledad el individuo se encuentra mejor. No sólo no puede vivir aislado, fuera de la sociedad, sino que aislarlo de ella por efecto de esta misma es uno de los recursos más injustos. Nadie está fuera de la sociedad por libre decisión, como un salvaje, sino que es orillado a estar solo. “El infierno son los otros”, dice Sartre. A veces las fronteras, las separaciones, son más fuertes que la unidad.
El exilio interior, el del asceta o el místico, se alimenta de la presencia de los otros. Nadie se ilumina a sí mismo sino iluminando a los demás. “Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan”, dice Nietzsche en el Zaratustra, ¿en referencia a sí mismo? Confucio y Lao-Tse enseñaron después de su silencio y exilio interior. El primero, durante trece años de exilio, predicó sus ideas de corte en corte, buscando enseñar a los príncipes a gobernar; como Platón, como Séneca, sus manos trabajaron para la posteridad. Los lamas del Tíbet, después de años de silencio y de retiro, se deciden a enseñar lo aprendido.
Desde el siglo XVII las migraciones han sido masivas, como en los tiempos remotos de la Historia. Escritores, filósofos, artistas, científicos, obreros y campesinos marchan de sus hogares porque ya no son habitables. Los estragos de la Primera y la Segunda Guerra Mundial los podemos encontrar, una vez más, en el arte, la literatura y la filosofía. Ahora recuerdo la desesperación, la melancolía que me embargaba al leer los diarios de Sándor Márai (Diarios,1984-1989) y de Gombrowicz (Diarios,1953-1969), dos hombres que se exiliaron; nunca más volvieron a pisar la tierra que los vio nacer. El mundo de ayer, de Stefan Zweig, retrata un tiempo que ya no volverá, que se transformó por el fanatismo y la rebelión. ¿En la obra de Cioran acaso no se refleja el desencanto espiritual y racional del hombre ante el abismo de su propio horror? En Judíos errantes, Joseph Roth expresa sus meditaciones sobre el exilio. En los libros de W. G. Sebald el desarraigo y la soledad de los que migran, de los que son desplazados por causas ajenas a sus decisiones, se presentan con un aire de tristeza que oscurece el destino humano bajo el velo de la destrucción y la catástrofe por la propia mano humana.
En toda búsqueda de la sobrevivencia, el hombre pasa de mantener sus necesidades básicas a un regocijo de sus desmesuras. ¿Cuándo la búsqueda de la libertad se vuelve libertinaje? No sabemos si es posible la libertad como máximo grado de poder que tiene una persona para realizarse sin dañar su libertad ni la de los otros. De cualquier modo, en la errancia del hombre sobre la tierra, el destino le depara tiempos de esplendor moral y tiempos de caída.