España - México
08 de octubre del 2016

La narrativa femenina española no sólo sufre una lucha dentro de sus propias filas, sino que, además, debe afrontar la influencia creciente de una nueva generación de escritoras desde el otro lado del océano. Los medios patrios se deshacen en elogios ante autoras como Samanta Schweblin o Selva Almada. Muchos echan en falta un mayor riesgo por parte de las españolas en su uso del lenguaje y de la temática. Pero, aun así, hay voces que merecerían hacer el viaje inverso.

La novela social y la autoficción parecen haber monopolizado la temática de la narrativa reciente en España. La crisis económica que desclasó y condenó de por vida a demasiados urgió a los escritores a dar su particular versión de los hechos. La literatura no puede desconocer esa realidad, pero, como es lógico, pocas de estas novelas sobrevivirán. Después de la muerte de Carmen Martín Gaite y Ana María Matute fue imposible encontrar dignas herederas a ninguna de ellas a pesar de los esfuerzos, muchas veces temerarios, de la prensa. Hoy en día las decanas de nuestra narrativa parecen estar más centradas en complacer a lectores poco exigentes. La experimentación y la profundidad han sido desterradas de sus carreras literarias.

Francisco Umbral vio en Belén Gopegui (1963) el mayor talento de su generación. Tras un comienzo prometedor con La escala de los mapas, Gopegui se sumergió poco a poco en la literatura reivindicativa. Pero esta temática, lejos de enriquecer sus tramas, ha limitado su estilo y sus novelas posteriores. Aunque todavía se le reivindica como figura de primera fila, con cada libro va perdiendo más seguidores. Y surge, de nuevo, el eterno debate sobre la necesaria separación de política y narrativa.

El lento declive de Gopegui ha ido acompañado del ascenso de Marta Sanz (1967), a quien las aprendices de escritoras deberían observar al empezar a trazar su carrera literaria. A pesar de que muchos quisieron englobarla dentro de la Generación Kronen, la X española, Sanz sobrevivió a la lenta desaparición de escritores que tomaron a la juventud española como protagonista. Una juventud que parecía haber dejado de lado la heroína de sus hermanos mayores para lanzarse en brazos del grunge y de la industria química. Sanz no sólo retrató a una generación, sino que también recreó en  Daniela Astor y la caja negra la Transición española y momentos claves de la recién estrenada democracia, como era el “destape”, un fenómeno por el que, tras años de oscurantismo católico, se reivindicaba la libertad a través del cuerpo femenino. La fama creciente de Sanz ha hecho que se reediten varias de sus obras en los últimos años. El frío, su primera novela, que deslumbró por su voz narradora y por la inquietante descripción de una enfermedad mental, fue recuperada en 2012. La autora se mueve con igual soltura en el ensayo, la poesía, la novela y el relato. Tras una primera versión de Lección de anatomía en 2007, Sanz revisó esta suerte de autobiografía en la que invita al lector, de mano de la primera persona, a visitar sus recuerdos, las mujeres importantes de su vida y hasta su propio cuerpo. Una mezcla de realidad y ficción, porque todos nosotros rediseñamos nuestras vidas dependiendo del interlocutor.

El escaso prestigio de los premios literarios engaña cada vez menos a los lectores que ven cómo las editoriales que organizan este tipo de galardones eligen a los afortunados dentro de sus catálogos. Pero en el 2015 Jorge Herralde parece haberse redimido premiando a Marta Sanz, que ya no necesita de reconocimiento alguno. En Farándula, Sanz, más allá de analizar el mundo del espectáculo, realiza una vez más un gran despliegue de estilo. Controla su prosa, cambia mil veces de registro y con ello apabulla al lector, en el buen sentido, ya poco acostumbrado a una escritura de estas características. Sanz elabora una trama con distintas lecturas: sociales, personales, gremiales. Cae por ello también rendida ante esa obligatoria lectura de la sociedad, anquilosada pero al mismo tiempo tan cambiante.

En su propia editorial encuentra Sanz, tal vez, a su relevo natural. Sara Mesa (1976) se dio a conocer con Cuatro por cuatro, obra por la que fue elegida finalista del Premio Herralde en 2012. Destacaba de su estructura la división en dos partes diferenciadas: una de ellas protagonizada por narradores en alternancia asimétrica, y otra compuesta por distintas entradas de diarios. El año pasado Mesa recibió el aplauso unánime de la crítica por Cicatriz. En esta obra con trazas de modernidad, Sara Mesa recupera dos ingredientes muy arraigados en la literatura: la novela epistolar, esta vez en un mundo 2.0, y el mito de Pigmalión. En una época de falta de originalidad, en la que los elogios han sido sustituidos por los retweets, Sara Mesa toma a dos inquietantes personajes para retratar la soledad, el declive de la pareja y la doble vida virtual. Mesa se lo juega todo a dos protagonistas, que arrastran al lector por esta distinta y convincente novela. Acierta al alejarse de la corriente mayoritaria de la literatura española contemporánea al desprenderse de lo social para sumergirse en lo individual, consecuencia directa del aislamiento propiciado por la salvaje globalización y el uso desmedido de la tecnología. Mesa prácticamente redondea esta novela que la hace destacar sobre sus contemporáneas. Su prosa certera, cuidada, con pasajes que merecen una relectura y un final bastante logrado, reafirman su paso hacia la verdadera literatura. Cicatriz es una muy interesante novela, pero es, sobre todo, la confirmación de una expectativa. A principios de este 2016 Anagrama, poco dada a este tipo de apuestas, publicó su libro de relatos Mala letra. Una necesaria incursión en un género que sufre muchas veces el desprecio de los lectores, deslumbrados por el esplendor de la novela.

Una de las mejores escritoras (españolas) de relatos es sin duda Marina Perezagua (1978), quien destacó con Leche, un volumen que remueve tripas y conciencias ya que entiende la literatura como algo que ha de ponernos a prueba. Yoro, su novela publicada a finales de 2015, incide en la condición destructiva de la humanidad y en una trama desgarradora y profundamente global con Japón, África y Nueva York como telón de fondo.

Otra de las autoras que más pone a prueba su propia literatura y que ha incursionado también con éxito en el relato, es Pilar Adón (1971), a la que se le relaciona siempre con el cuento, entendido en su sentido más clásico. Adón realmente ofrece escenarios perturbadores que destierran la indiferencia. En su última novela, Las efímeras, toma a dos hermanas, Dora y Violeta, que viven cerca de una extraña comunidad a principios del siglo XX. La inquietante atmósfera produce todo tipo de tensiones y en ella hay una fuerte presencia de la naturaleza, desosegante y casi humanizada. Tal y como dice el escritor y crítico Carlos Pardo, “Las efímeras es una novela ajena a las modas literarias”.

A pesar de la aparente corriente única que parece gobernar la literatura patria, se encuentran textos que desafían esas reglas de estilo imperantes. Sònia Hernández (1976), elegida en 2010 para la Generación Granta de narradores en español, publicó el pasado año la novela breve Los Pissimboni, protagonizada por una insólita familia ermitaña que desde la distancia y la leyenda parece aterrorizar a todo un pueblo. La oscuridad y el mal, al igual que en Las efímeras, de Pilar Adón, forman la columna vertebral de esta novela, que destaca por un estilo cuidado y una trama que, aun envolvente, podría haber sido reforzada. A pesar de ello, el lector se sumerge en un mundo nuevo, del que, una vez que ha salido, no sabe bien si fue pesadilla o sueño.

Otra de las voces más interesantes del panorama intelectual, que bebe de influencias centroeuropeas y estadounidenses, es Rebeca García Nieto (1978). En su reciente novela, Eric, ahonda en los estigmas del pasado, en la culpa histórica del viejo continente y las paranoias de la Gran América. El retrato casi radiográfico de los personajes destaca especialmente en este libro, homenaje a la figura de Kafka. En este 2016 García Nieto publica su primer volumen de relatos: Las siete vidas del cangrejo.

Cada cierto tiempo el mundo literario pide, al igual que el resto de los mortales, la elaboración de listas. Páginas amarillas, antología publicada por Lengua de Trapo, reunía en los años 90 a las voces más llamativas de esa década. Salto de Página y Lengua de Trapo publicaron en 2013 dos antologías sobre nuevos escritores nacidos después de 1980, Bajo Treinta y Última temporada. Con ellas intentaron encontrar un nuevo estilo: rabioso y deslumbrante; propio de una generación que jura luchar contra un sistema que los ha dejado desvalidos. A pesar de hacer sonadas apuestas, ninguna de las autoras seleccionadas ha dado todavía el gran paso.

Gabriela Ybarra (1983), a mi juicio, la mejor autora nacida después de 1980, fue descubierta el año pasado. La escritora Elvira Navarro fue la editora invitada de Caballo de Troya, tras la salida de Constantino Bértolo. Su más firme apuesta fue El comensal, de Ybarra, quien hacía uso de la autoficción para narrar dos dolorosos episodios de su pasado. Los periódicos tradicionales, siempre en busca de titulares efectistas, encontraban una superficial relación entre Milena Busquets, autora de También esto pasará, un nefasto best seller, y Gabriela Ybarra. Comparar la serena y contenida profundidad de Ybarra con la novela histérica de Busquets es una maniobra, como poco, temeraria. No hay hermandades obligatorias dentro de la literatura del duelo. En su primer libro, Gabriela Ybarra enlaza el secuestro y asesinato a manos de ETA de su abuelo, Javier de Ybarra, y la muerte de su madre. Cómo recrear un dolor del que no fue testigo, cómo contar la enfermedad de su madre y todo lo que vivió junto a ella en ese período. Ybarra sale airosa de ambos objetivos y logra dotar de una delicada unión a estas dos historias. Convence su estilo directo, observador, que da importancia al más mínimo detalle. Unas esposas, un vestido negro que guarda el olor de una madre muerta demasiado joven o la inmensidad de un piso vacío en medio de la impersonal Manhattan. Es en ese terreno en el que brilla especialmente este libro. Ybarra prescinde de la lágrima fácil; narra el despertar a la realidad de la vida: el primer encuentro con la muerte. El lector le acompaña en esa transición, en la recreación de ese tiempo en el que cambiaron todas sus coordenadas. El comensal funciona, además, por su falta de pretensiones. Encontramos a una escritora que huye de los disfraces y que así como expone la historia de su familia, descubre también sus propias flaquezas. Un muy buen primer libro que no sólo habla de dolorosas separaciones, sino también de reencuentros, con uno mismo y con los que sobrevivieron.

Es difícil y temerario hablar de una literatura femenina española cuando son grandes las diferencias, temporales y estilísticas, que las separan a todas ellas. Pero las autoras mencionadas, que no provocan ruido de manera artificial, son las voces más sólidas de nuestra narrativa y merecen, si no lo han hecho ya, cruzar al otro lado del Atlántico.

Frases
Bárbara Pérez de Espinosa Barrio
  • Escritores invitados

Madrid, 1980. Abogada y editora, es licenciada en Derecho y Máster en Edición por la Universidad Complutense y Máster en Derecho LL.M. por la Universidad de Harvard. Colabora habitualmente con la revista Quimera y el portal Libros, Instrucciones de uso.

Fotografía de Bárbara Pérez de Espinosa Barrio

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