A la muerte de Posada los periódicos que hasta entonces no habían cambiado el grabado por la fotografía comenzaron a hacerlo. Herido gravemente, el grabado mexicano ha sobrevivido por grandes artistas como Capdevila, Leopoldo Méndez, Francisco Toledo, Víctor Hernández y otros que procuraron llevarle oxígeno. Entre ellos, sin duda, está colocado Iván Gardea (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1970), que estudió el grabado desde niño y actualmente vive en Morelos; desde ahí trabaja en su obra pictográfica y escultórica. Consciente de que no se puede renovar la técnica, pero sí mejorar el oficio, sus grabados nos presentan, más que un estilo, una maestría.
Prueba de ello es que ha realizado dieciséis exposiciones individuales en México y España. Además, ha participado en más de cuarenta exposiciones colectivas en España, Macedonia, Polonia, Colombia, Brasil, Estados Unidos, Canadá, Portugal y Francia. Y en 2009 le fue otorgado en Francia el primer premio de la Bienal de Grabado d’Epargne d’Albi.
En sus cuadros el espacio no contiene, expresa. La superficie, en apariencia plana, revela su profundidad a través del espectador. Y éste no podrá llenar los vacíos, está condenado a seguir líneas, es parte ya del entorno: despierta, abre los ojos, afila la mirada y agudiza sus sentidos. Entonces se coloca entre el sueño y la pesadilla. La atmósfera se sufre de una manera dantesca, no hay paz ni en luz ni en sombra. Estamos bajo el sol negro de la melancolía, un sol que hiere. Por ello los personajes, condenados, más muertos que vivos, avanzan con la fe ciega de un paraíso perdido. Con una fe basada en mentiras, lo único que consiguen son cicatrices durante el viaje. En sus rostros de impotencia, el odio se ha vuelto tristeza. La enramada de árboles y el entramado de los dibujos los envuelven y los sostienen, así están conectados con el ambiente. Su relación se basa en la tensión de esas líneas. Están al límite de la desesperación. Pero no se habla de dolor, ellos saben que eso los mantiene con vida.
Tampoco hay suspiros o consuelo y se deduce que el aire es denso, quieto. Los personajes, pesados y poderosos, resisten, transpiran; sus pies no les bastan para recorrer el mundo: atraviesan ciudades y no saben a dónde llegar; en ocasiones se acercan al débil e incierto árbol que no protege. Entre naturaleza muerta, se recargan ciegos o sin ojos, sin espejos del alma. He ahí el problema, es sólo cuerpo ante el paisaje del tiempo, es vivir con los párpados cerrados, entonces una interrogación latente en sus rostros: ¿qué tan profunda es la soledad? Y Gardea responde tallando de manera obsesiva, continúa escarbando y cada línea es una vena en la narrativa del cuadro. La sangre subterránea describe cómo hemos llegado hasta estas ruinas.
Desnudos, entre sombras y desolación, cae en ellos la soledad. Sin embargo, la soledad que plantea Gardea es diferente a la de los animales o los dioses, es humana: se sufre por la pasión, la esperanza y la búsqueda. Hay en su semblante un permanente cansancio, pero continúan avanzando, lentamente, pues sus extremidades lucen torpes, sus músculos están apretados, y tienen un nudo en vez de corazón que canta un nocturno hacia el cielo lejano, pero sin Dios no hay diálogo posible.
Gardea le da el mismo tratamiento a cuadros de gran dimensión y a formatos pequeños, entre más talla más dolor encuentra. En esta época posmoderna, un artista con talento y oficio como él debe de sentirse igual de desolado que sus personajes en campo yermo. Pero él sabe que al final se llevará la victoria. Mientras, hemos de contemplar el resultado de un millón de trazos realizados con la paciencia larga y silenciosa de alguien que está forjando su destino.
Transcribo aquí un fragmento de una entrevista entre el poeta Javier Sicilia e Iván Gardea, para mostrarle al lector la propia postura de este artista:
Javier Sicilia: Iván, eres de los pocos artistas en México que han mantenido viva la tradición del grabado, una tradición fundamental no sólo en la última parte del Medievo y el Renacimiento, sino en nuestro país: a lo largo del siglo XIX y parte del siglo XX, Manilla, Posada, Leopoldo Méndez, Mexiac y el Taller de la Gráfica Popular fueron fundamentales para el arte mexicano. ¿Cómo vives esta experiencia en un mundo que no ve esa tradición con buenos ojos y cómo enfrentas la problemática moderna de las artes visuales?
Iván Gardea: Hay dos aspectos que han contribuido a la depreciación del grabado. Por un lado, la tremenda irrupción del arte conceptual que desprecia la materia y exalta la idea sobre su realización; por el otro, las técnicas de la reproducción de la imagen por medio de la computadora y de las técnicas modernas de impresión. Ambas han contribuido a volver anacrónico el proceso de la estampación, que está muy ligado con el desarrollo de la imprenta y del libro. Acuérdate que el grabado, además de ser una hermosa expresión artística con Rembrandt, Durero o Goya, funcionó también durante muchos siglos como complemento de los textos y fue una forma de la multirreproducción que desplazó a los manuscritos iluminados y creó esa tradición donde la gráfica y la tipografía se hermanaron. También se empleó en esa especie de postales que era el equivalente de la reproducción fotográfica de las grandes obras maestras.
Aunque en México ese arte, como dices bien, ha estado presente a lo largo de los siglos XIX y XX, desde Manilla y Posada, hasta Cuevas, Capdevilla, Felgueres, Toledo, Macotela, y los más contemporáneos como Quintanilla y Víctor Hernández, pasando por Leopoldo Méndez y todo el Taller de la Gráfica Popular, ha sido marginado por los críticos, que lo miran como una forma superada de la multirreproducción cuyo valor en el mercado es inferior a una obra original de pintura o de escultura. Y esto, a pesar de algunos repuntes que, al igual que con el dibujo, están tocados por el arte conceptual o se desarrollan en el marco de lo que podría llamarse el neopop o el neokitsch, este arte está amenazado de muerte.
En este sentido vivo mi oficio con mucha dificultad. Soy, como digo, un tipo de artista en vías de extinción y tengo que luchar constantemente contra la desmoralización. Este tipo de arte, que implica un esfuerzo, una concentración y un profundo temple espiritual, al salir a la luz se incorpora a una multiplicidad de imágenes que prácticamente se producen de forma instantánea; pierde así su fuerza y su sentido ante la mirada del espectador, se vuelve una imagen más en medio de un mundo donde la reproductibilidad banaliza todo.