“La Academia Sueca ha decidido posponer el Premio Nobel de Literatura 2018, con la intención de otorgarlo en 2019”. Así abría la Junta de la Fundación Nobel su comunicado del 4 de mayo, después de setenta y tres años ininterrumpidos de cumplir con el legado de Alfred Bernhard Nobel en lo que al premio de Literatura se refiere. Sin embargo, no fue la falta de escritores merecedores del galardón, ni un simple contratiempo lo que condujo a la prestigiosa institución a tomar dicha medida. La inesperada noticia arrastra consigo algo tan acostumbrado que ha caído en el olvido. Tuvo que ser la ausencia del Premio Nobel de Literatura aquello que nos devolviera la presencia de algo que, en su obstinada recurrencia, ha sido invisibilizado: la violencia sexual.
Ese es el trasfondo de la posposición del Nobel de Literatura y no se deja ver, ni siquiera tácitamente, en el comunicado. ¿Podíamos esperar menos de una institución que en sus ciento diecisiete años de existencia ha reconocido la potencia literaria de tan sólo catorce mujeres? La carga de la interpelación se extiende más allá de la Fundación Nobel. En ciento diecisiete años las mujeres sólo representan el cinco por ciento de los galardones entregados. El hecho muestra cómo las mujeres en la Historia han tenido como obstáculo la negación de sus aportaciones. También se les ha negado el acceso a la cultura. Aquí resuena la posición existencial y política de Rosario Castellanos en Mujer que sabe Latín: “El mundo que para mí está cerrado tiene un nombre: se llama cultura. Sus habitantes son todos ellos del sexo masculino”.
“Nombrar” dota de significado y sentido a las cosas, las manifiesta y las evoca; las delata y las denuncia también. Afortunadamente, aunque de un modo muy distinto, a esas catorce novelistas y poetas que han tomado la palabra en la Academia Sueca se sumaron las dieciocho mujeres que arrebataron su propia voz —a través del periódico sueco Dagens Nyheter— para denunciar las distintas formas de violencia sexual cometidas en contra de ellas entre 1996 y 2017 por el fotógrafo francés Jean-Claude Arnault: beneficiario de los fondos de la Academia Sueca y esposo de Katarina Frostenson, integrante vitalicia de la misma.
¿Por qué no nombrar el acoso, la violación y cualquiera de los modos en que opera la violencia sexual como motivo suficiente para la posposición del Premio Nobel de Literatura? La interpelación es válida para la Academia Sueca y la Fundación Nobel en general, toda vez que no sólo los derechos sino la vida y la dignidad de dieciocho mujeres fueron negadas por el poder que un hombre ejerció bajo el auspicio de la Academia Sueca.
Resulta lamentable, aunque realmente no muy aventurado decir que nos asombra menos la repetición de la violencia sexual hacia las mujeres que los nombres relacionados a ella en esta ocasión. Porque la oficina, la escuela, la calle e incluso la casa han sido escenarios propicios para la reproducción del acoso y la violación. Me es inevitable pensar en Virginia Woolf: la “hija de un hombre educado” (como se autodenominaba irónicamente haciendo una crítica de su crianza), nacida en el núcleo de una modélica familia burguesa, heredera de la belleza de su madre y participe de lo más excelso de la cultura a través de la biblioteca de su padre; en Gerald y George, los medios hermanos de Virginia que abusaron tanto de ella como de su hermana. No puedo dejar de pensar en Virginia, cuya “habitación propia”, violentada por George en medio de la noche, es también una metáfora de su cuerpo y el testimonio de una mujer en resistencia, fiel a sí misma.
Ni siquiera esos espacios que consideramos “inmaculados” debido al “cultivo del espíritu” y su promoción nos han dado tregua en la búsqueda constante por el disfrute de una vida cotidiana digna. Así lo develaron estas dieciocho mujeres que sabiéndolo o no, hicieron eco de la voz fuerte, clara y prolongada de Tarana Burke: la activista neoyorkina afrodescendiente iniciadora del movimiento Me Too —hace poco más de diez años— a favor de las mujeres y en contra de la violencia sexual. Antes de ser el hashtag que convirtiera a Twitter y a Facebook en espacios accesibles de denuncia, “me too” (“yo también”) fue una fórmula capaz de cohesionar la violencia sexual como una experiencia comunitaria de las jóvenes afrodescendientes del barrio de Harlem, en Nueva York.
“Me too” es la voz que pocas se atreven a emitir y no todos saben escuchar; aquella voz que no quisiéramos decir ni oír más. Pero es también, en palabras de la propia Tarana Burke, “la respuesta que me hubiera gustado que me dieran a mí y que me gustaría haber sido capaz de dar”. Pues decir “yo también” significa denunciar el acoso, la violación, la explotación, la trata, el incesto; el miedo, la inseguridad, la impotencia y la vergüenza. Decir “yo también” es un acto político-terapéutico. Se trata de compartir el miedo y la vergüenza propios para acompañar y acompañarse con los de las otras, y entonces entregarlos a los demás como un problema social que no sólo requiere denuncias sino que exige ser legislado. La víctima ya no es únicamente quien tiene que cargar y encargarse de la vergüenza, sino que, en todo caso, debería experimentarla el perpetrador de cualquiera de los modos de la violencia sexual.
Así, desde los barrios neoyorkinos dominados por afrodescendientes se alzó la voz que destaparía las cloacas de “la tierra de los sueños”. Esto y no otra cosa es Hollywood, según el emblemático final de Mujer Bonita, ese film que reúne en una increible historia de amor a la prostituta y al poderoso hombre de negocios. “Todo el mundo viene aquí. Esto es Hollywood, tierra de sueños. Unos se hacen realidad y otros no, pero sigan soñando”. Quién diría que bajo el tópico del sueño los hombres poderosos de Hollywood convertirían a tantas “mujeres bonitas” en ¿prostitutas? El sueño mismo, es decir, la realización de sus carreras en el éxito profesional —que tan difícil ha sido para tantas mujeres— y el deseo pervertido por el sometimiento y la posesión de sus cuerpos son las caras de esa moneda corriente que ha dado lugar a una economía de la dominación entre productores, directores y actrices. Debido al #MeToo (puesto en marcha en octubre de 2017 por la actriz Alysa Milano) esa economía empezó a revelarse como articuladora no sólo del espacio laboral sino de la universidad, el templo, la fiesta, la calle y la casa.
“¿Por qué ahora y no antes?” es la pregunta para el silencio de las supervivientes de la violencia sexual, roto tiempo después de cometida la agresión. Sin embargo, hoy como nunca la pregunta se llena de sentido, pues ahora se habla ante una igual en el dolor, en la empatía y la coincidencia. Ahora se habla porque hay más oportunidades para hacerlo y para decir “a mí también”. Y es posible hacerlo porque hay un ambiente, un clima propicio para ello: el feminismo. Esa busqueda de la libertad y la igualdad que desde los años setenta —a través de la consigna extendida por el título de un ensayo de Carol Hanisch y las ideas de Kate Millet en su Política sexual— nos hizo ver que “lo personal es político”. Haciendo paráfrasis de la feminista australiana Germaine Greer, lo personal es susceptible de ser leído políticamente desde el momento en el que las dinámicas del poder se ejercen en y a través de las relaciones más íntimas, empezando por la más íntima de todas: la relación con el propio cuerpo. Un cuerpo atravesado por convenciones de la sexualidad humana como una forma de identidad impuesta o como una práctica forzada. En la frase “lo personal es político” —explica Hanisch en su ensayo cuyo título lleva esta consigna—, “político” fue usado en el amplio sentido de la palabra que comprende las relaciones de poder. Relaciones ejercidas de manera vertical, del hombre hacia la mujer, y del hombre despótico hacia el de menor potestad. Lo que el cuerpo de las mujeres signifique se teje en una estrecha vinculación entre poder, sexualidad y violencia; una vinculación intrínsecamente reñida con las relaciones humanas igualitarias.
El feminismo que se propuso buscar la raíz de la desigualdad social entre hombres y mujeres la encontró en la relación, en tanto cuerpos, que hay entre nosotras mismas y los otros. De este modo las feministas radicales exploran profusamente el tema de la violencia sexual. La violación no es ya, para feministas como Susan Brownmiller, el acto aislado de un individuo enfermo, sino una forma de control, un toque de queda para la comunidad de las mujeres. Así lo refiere en su libro Contra nuestra voluntad.
Las mujeres hemos tenido que evitar lugares, horarios, vestimenta e incluso comportamientos por nuestra propia seguridad. No es esta la forma de vida y educación que las mujeres necesitamos. Se trata, más bien, de sustraer del entramado de las relaciones humanas el ejercicio vertical del poder de los unos sobre las otras mediante una educación no sexista.
Estamos en un momento global de catarsis para las mujeres, pero también para los hombres; para las personas heterosexuales, lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersexuales. #MeToo se ha replicado como: #YoTambien, #AMiTambien, #MoiAussi, #EuTambem. Para acompañar y alimentar al movimiento, las feministas francesas crearon la campaña #Balancetonporc (“Delata a tu cerdo”), que en su versión inglesa se difundió como #denounceallpigs (“denuncia a todos los cerdos”). En Italia el eco se dejó oír: #quellavoltache (“dónde esta vez”).
Mientras las dinámicas de poder sigan atravesando las relaciones humanas, todos somos susceptibles de sufrir abusos de formas muy diversas. Como sucede en la violencia de género bajo la asunción de privilegios de autoridad —poder y sometimiento—: el jefe en el trabajo, el profesor en la universidad, el pervertido en una calle oscura, el “amigo” en una noche de fiesta, el marido y el padre en la casa. Como hashtag, después de dar voz a diferentes actrices hollywoodenses, #MeToo se convirtió en un movimiento social transfronterizo en todos los idiomas porque denunció el miedo y la vergüenza. Sin embargo, su centro no se agota en Hollywood ni su medio es el twitt. “Me too” se pronunció por primera vez en un espacio marginal para hablar por las afrodescendientes norteamericanas. Y debería estar hablando por cada mujer en el mundo con o sin acceso a internet, por las campesinas, las indígenas, las indigentes, las sexoservidoras. En cualquier caso “me too” es la palabra para la indignación y lucha de las mujeres que fueron abusadas sexualemente y viven para contarlo, y para evitar que siga pasando. Es un impulso que camina buscando la reapropiación de nuestros cuerpos, de los espacios que habitamos día a día, del mundo, de la vida.