A MANERA DE EXORDIO
La filosofía alemana, los ejes cuánticos de la cosmovisión germánica, han sido determinantemente excesivos; una excesividad, hay que enfatizarlo, que hizo de la autosuficiencia de la razón y del lenguaje el fundamento y el fin del filosofar. La obsesión por los orígenes (de Nietzsche a Heidegger) y las sistematizaciones definitivas (de Hegel a Marx), son el resultado inevitable de un logos identitario que puso como meta la precisión lingüística y conceptual. La última ejemplificación podría ser la Crítica de la razón cínica de Peter Sloterdijk, donde se nos ofrece un despliegue magistral de las patologías que Alemania impuso y comparte con Occidente.
Mas sería en vano tratar de encontrar en todo el pensamiento occidental un complejo de culpa tan lúcido y autoflagelante como el que encarna la literatura en lengua alemana. La voluntad de dominio ha sido para el pensamiento germánico el remedio más heroico frente a la angustia de la nada. Weiss, Jünger, Hildesheimer..., incluyendo a austriacos como Thomas Bernhard tienen un denominador común: la vergüenza ante los excesos de dominio.
Y es que el afán de dominio —a nivel de pensamiento y obra— ha sido la más genuina seña de identidad de la cultura germana.
Las reflexiones que siguen están muy lejos de pretender ser un reproche; por el contrario, ponen de manifiesto una devoción por el método y la búsqueda sin fin de la verdad —esencia misma de la filosofía alemana— que a muy pocos atrae hoy día. Vayan, pues, las siguientes divagaciones aureoladas de reconocimiento, el gesto agradecido de una racionalidad que aprendió a amar y admirar a lo sublime gracias a titanes como Kant, Goethe, Schopenhauer y Nietzsche, que escribieron en la lengua que elevó el pensamiento a niveles de perfección sólo alcanzado por los griegos.
La vida como lenguaje y el lenguaje como vida. De aquí, de esta confusión soberbia que se niega a reconocer a un primigenio creador, han surgido ciertas frases conclusivas que han hecho un daño radical a la filosofía. Rememoro, sin regodearme en el rechazo, dogmatizaciones categóricas como ésta de Wittgenstein: “Toda filosofía es una crítica del lenguaje”; o como la más decisiva de Heidegger: “el lenguaje es la totalidad del ser”. ¿Y la vida, qué pasa con la vida? La vida no puede circunscribirse a puros significados, ni la filosofía ni lenguaje alguno pueden agotar la experiencia vivida (“El lenguaje no es más que un pobre farol con el que mostrar la vasta catedral del mundo [...] No hay palabras suficientes en todo Shakespeare para expresar
la más pequeña fracción de experiencia de un hombre en una hora”. R. L. Stevenson, Memoria para el olvido). La filosofía sólo se convierte en metalenguaje o adquiere pretensiones de ciencia en los momentos —como el actual— en que la utilidad personal prima sobre el bien público, la astucia sobre la ética y el esoterismo sobre la verdadera espiritualidad.
Es probable que el lenguaje sea el acontecimiento, o uno de los acontecimientos más importantes de la Historia; y no dudamos que, como sostiene Steiner en una receta que nos recuerda a los cursos de superación por correspondencia: “mientras más amplio sea el vocabulario de un individuo y más completa su sintaxis, mayor será el dominio de su propio ser y la suma de realidad con la que cuenta”. Sin embargo, ningún lenguaje puede expresar con fidelidad lo fáctico y lo espiritual. Los hermeneutas y los deconstruccionistas, al igual que los filósofos analíticos, están imposibilitados de origen para descubrir al fondo de la mirada fascinada las limitaciones del paisaje lingüístico. Le correspondió a las imaginaciones más atemperadas en el silencio —en el absurdo esencial que conlleva una vida muda y caótica— poner al descubierto la verdadera condición del fraude lingüístico. Repárese tan sólo en este vómito apesadumbrado de Ionesco: “La palabra no muestra. La palabra parlotea. La palabra es literaria. La palabra es una fuga. La palabra impide que hable el silencio. La palabra ensordece. En lugar de ser acción, consuela como puede de no actuar. La palabra gasta el pensamiento. Lo deteriora. El silencio es oro. La garantía de la palabra debe ser el silencio”.
El culto al silencio está en la raíz de todos los esoterismos, pero está también presente, como una escenografía de muerte, en los creadores más radicales y originales: Kafka y Beckett, Schoenberg y Webern... Los silencios, como lo saben muy bien los traductores de Rulfo, no se pueden traducir; son un no-lenguaje que vuelve tan inútiles los excesos sicománticos a lo Lacan (“es el mundo de las palabras el que crea las cosas”) como las pretensiones hermenéuticas de Ricoeur y Derrida. La matematización de la filosofía y la consagración de la sintaxis lingüística como límites del horizonte de comprensión humano, dejaron a la sociedad indefensa ante los usufructuarios del consumismo naturicida. No siempre fue así, ni será para siempre así. Hubo un tiempo en que se creía que el logos era la verdad (“las palabras contienen en sí aquello que nombran”, Fray Luis de León en De los nombres de Cristo), y que el comercio era la forma más legítima de difundir la cultura. Y vendrá un tiempo en que se verán como expresiones primitivas los balbuceos lingüísticos que hoy proferimos, poniendo ingenuamente al rigor y la precisión por encima de la verdad, la belleza y la bondad.
Aprovecho la referencia a la regla de oro platónica para rescatar de la inmerecida ignorancia a Filón de Alejandría, pieza clave en la complementación de platonismo y cristianismo: “Porque serán desdichados aquellos que todo lo que hacen lo hacen para sí mismos, no por la honra de los padres, ni por la conducta de sus hijos, ni por la salvación de la patria, ni por la defensa de las leyes, ni por la conservación de las costumbres, ni por el encauzamiento de las cosas privadas y públicas, ni por el servicio de los templos, ni por la piedad hacia Dios”. En esta letanía de regaños está esbozada una de las críticas más cabales de la conciencia egocéntrica.
Pero antes, mucho antes de que el orgullo y la soberbia llevasen al yo a la delirante búsqueda de placer, el individuo ya estaba encadenado a una conspiración de belicosas influencias: hambre, temor, deseo sexual y poder. En esta fase evolutiva pre-racional se estacionó la humanidad miles de años, y cuando al fin se optó por ejercitar la razón aparecieron escritos con letras de fuego los tres principios civilizadores universales: autoconservación, autoperpetuación y autogratificación. Casi todo lo que tiene que ver con la parte más profunda y duradera de la dinámica civilizadora está contenido en los dos primeros conceptos; el tercero es el asiento predilecto del egocentrismo. La autoconservación y la autoperpetuación aseguran la continuidad social; la autogratificación destruye las civilizaciones. Del mismo modo que los ordenadores universales necesitan un eje lógico para ser comprendidos, hay también constantes lógico-matemáticas en la caída y el caos. Los más grandes imperios cayeron justo en el momento en que la autogratificación y la búsqueda desmedida de placer se convirtieron en pautas vivenciales cotidianas. El individuo que sólo piensa en su propia satisfacción queda socialmente nulificado, su vanidad se transforma en la lápida que sellará finalmente las ambiciones del ego.
La forma más elemental de egocentrismo reside en el culto regresivo a la naturaleza. El individuo que sustituye a Dios por un astro, un río, una cueva o un árbol le da definitivamente la espalda a la flecha evolucionaria. Recurro con intención desmitificadora a la Breve historia de todas las cosas, de Ken Wilber, el más crítico de los sicólogos antinaturicéntricos: “Reducir el Kosmos a la chata naturaleza sensorial y tratar de fundirse biocéntricamente con ella aboca a una glorificación narcisista profundamente regresiva, preconvencional y atada al cuerpo. ¡Esa es la lección que debemos aprender del error romántico! De hecho, cuanto más próximo se halle uno a la naturaleza mayor es su egocentrismo”.
Siempre me violenté cuando alguien, para identificar mi aislamiento en la selva de la costa oaxaqueña, me decía rousseauniano. Después de haber vivido durante casi tres décadas en estado de naturaleza, le concedo toda la credibilidad a Wilber: la conciencia tribal es la forma más primitiva de conciencia. A veces, como en mi caso, se trata de la mínima expresión tribal: la pareja. Mas, ¿qué es la pareja en, por y para sí misma sino un ego autogratificante de dos cabezas?
Todos los rechazos evidencian un anhelo de incompletitud. Y en nuestros días ese anhelo no sólo se manifiesta en el rechazo a las pretensiones sistemáticas y metodológicas, sino en la irreflexiva celebración de lo inconcluso y lo fragmentario. Lo que Wilber le critica al romanticismo es su obsesión regresiva, la necia preocupación por recuperar una fase evolutiva que quedó ya para siempre atrás. Con la debida mesura, tenemos que reconocer que el romanticismo es producto natural del Renacimiento y al mismo tiempo una tardía reacción contra la entronización racional del yo, como lo vio lúcidamente George Steiner en Gramáticas de la creación: “Nuestra obsesión por el autor individual, por la firma del artista, por la persona y la huella digital del compositor, nuestra persecución a los plagiarios, es un reflejo muy reciente y, me gustaría insistir en ello, temporal. Ilustra cierta dramatización del ego, de la que el Renacimiento y el romanticismo, emparentados íntimamente en este aspecto, han sido su primera expresión”.
Sería absurdo creer que Steiner plantee en lo antedicho una defensa de los plagiarios; rechaza más bien el exacerbado protagonismo del ego y la tendencia a aferrarse a falsas completitudes. A esto se refería el atribulado Adorno cuando decía que “la totalidad es mentira”. Y yo me atrevería a ampliar el horizonte crítico y añadir que no hay mayor mentira que la totalización del yo. No olvidemos que Adorno hablaba desde una experiencia histórica signada por el temor y la vanidad, habiendo vivido ya descarnadamente las miserias de los fundamentalismos más extremos.
Dada la tendencia de la dinámica autogratificante a buscar la oposición en lugar de la complementación, era de esperar que el humanismo se fuera hacia los extremos. En la justa reivindicación del libre albedrío y de la razón crítica iba ya contenida la pulsión ensoberbeciente que anuncia la caída. La derrota del humanismo es indisociable del egocentrismo en su expresión más naturalista: la soberbia. La antiheroicidad de nuestro tiempo va ligada a un sistema económico-social que acrecienta las cargas del individuo y lo condena perversamente a la imposibilidad de soportarlas; de ahí que el menor gesto de humildad sea visto como una derrota. En la raíz de la soberbia y la autoimportancia está un ciego desprecio a las formas de convivencialidad gregaria. Por eso la inteligencia egocéntrica tiende sentenciosamente hacia el egocentrismo; es decir, la desconfianza permanente como forma de vida.
Imposible ser más transparente para definir el egocentrismo tautológico a que ha arribado la ciencia —con las notables excepciones esperanzadoras— que esta frase de Jacques Monod característica del pensamiento científico del siglo xx: “El antiguo pacto se ha hecho trizas: el hombre sabe por fin que está solo en la inmensidad insensible del universo, de la que surgió únicamente por casualidad”. Esta visión de un universo sin más significado y finalidad que la caprichosidad humana, no sólo evidencia una alta dosis de soberbia sino que también pone al descubierto el desencantamiento de una era que mató a Dios para divinizar al yo. Nos lo resume de manera antibelicosa Richard Tarnas en Cosmos y psique: “Este proceso evolutivo ha estimulado el surgimiento de un yo autónomo que ocupa el centro. Es un yo decididamente separado del mundo, vaciado de todas aquellas cualidades con las que el ser humano se identifica de modo exclusivo, y a la vez dinámicamente comprometido con él. La forja del yo y el desencantamiento del mundo, la diferenciación de lo humano y apropiación de sentido son aspectos del mismo desarrollo”.
La razón escéptica no entra en conflicto con el orgullo y la soberbia. Por el contrario, una buena dosis de soberbia suele ser el mejor antídoto contra los fundamentalismos gregarios de todo signo. El peligro surge cuando la autoconciencia comienza a rendirse culto a sí misma, cuando no reconoce más supremacía que la de su personalidad. Sospecho que este exceso de amor propio y arrogancia era la hybris por excelencia, lo que los primeros gnósticos llamaban el pecado (léase con provecho Presagios del milenio, de Harold Bloom, sentencioso compendio de cuestionamientos en torno a la gnosis).
El orgullo —motor primario de la individuación racional— sin espiritualidad se transforma inevitablemente en un monstruo que devora toda conciencia y se devora a sí mismo. Es falso que el orgullo se alimente exclusivamente de los demás; el sustento primordial del ego es el ego mismo, su crecimiento ilimitado, la ciega carrera hacia el abismo. La exaltación desmedida del yo es indisociable de la pobreza de espíritu. En un corazón rebosante de amor hacia sí mismo no hay lugar para la empatía con el otro; y en una mente que celebra con orgullo su brillantez no puede haber lugar para la solidaridad con el otro. En tiempos tan aciagos como el actual casi todo lo que las mentes egocéntricas construyen tienen el estigma de la culpa y el desencanto. En consecuencia, la degradación generalizada obliga a la razón desilusionada a mirar hacia atrás con vergüenza.
Las más grandes tradiciones occidentales —desde el pneuma pitagórico al cuerpo de luz gnóstico— hablan de un yo oculto, sutil e inmortal que prevalece por encima de todos los cambios. Para algunos, esta entelequia forma parte de la misma totalidad que contiene a los universales platónicos y a los arquetipos junguianos; como sea, no nos queda más opción que recurrir al concepto de mente para tratar de encontrarle un significado a través de la guía racional del lenguaje.
Los ideales sublimes de la razón —la búsqueda del bien común, la justicia y la paz— no pueden alcanzarse en la fase egocéntrica de la evolución. La conciencia egocéntrica sólo acepta en el otro lo que la gratifica. Y a la búsqueda de la gratificación, que es otra forma de nombrar la felicidad, está enfocada la tesis central de la moral egocéntrica: si no hay un fin que unifique la voluntad de los individuos, entonces lo más racional es la búsqueda de la propia felicidad. Ciertas lecturas prejuiciadas tienden a creer que ésta es también la tesis central del utilitarismo; pero ni Benthan, ni Stuart consentirían en que se separara drásticamente el bien común de la felicidad individual.
En la Europa continental la denuncia del egocentrismo ha tenido un fundamento más ético que filosófico. Y aun cuando filósofos como Kant hayan señalado al desmedido amor a sí mismo como la fuente primaria de todo mal, fueron los moralistas como Pascal y Rousseau los que elevaron a norma humanizadora básica el “amor al prójimo”, que está en la raíz de las religiones del libro sagrado. En el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, hay una frase tan rotunda como iluminadora que nos retrotrae a la más decantada sabiduría bíblica: “Haz tu bien con el menor mal para el otro que te sea posible”. Pero el ego de Rousseau estaba demasiado obnubilado por el poder, a diferencia del de Pascal que conocía desde la rectitud del espíritu las debilidades humanas y los límites virtuosos de la razón: “La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan. Cuando no reconoce esto, la razón es débil”. Este relámpago de lucidez, extraído de los Pensamientos, debería ser la denominación de origen del racionalismo cabal, esto es, de toda reflexión libre y crítica. Sin embargo, como lo vio el propio Pascal, la razón es tan celosa que convence al ego —a costa de hacerlo injusto consigo mismo e indeseable para los demás— de que no hay mayor felicidad que la que ella puede proporcionar.
El hecho de que las reflexiones más arriesgadas sobre la búsqueda racional de la felicidad hayan surgido en el seno de la tradición angloamericana tampoco puede ser considerado producto del azar. La supremacía de la justicia y la libertad, que en Inglaterra prohijó a mentes tan privilegiadas como Hobbes y Locke, Hume y Stuar Mill, en Norteamérica adquirió visos de cruzada fundacionaria. Encontrar la felicidad en el marco de una convivencia justa y libre es el credo que recitan una y otra vez los más grandes pensadores norteamericanos —desde el trascendentalismo de Emerson al neopragmatismo de Rorty.
La descalificación visceral del utilitarismo al considerarlo la consagración incondicional del yo —imponer el beneficio del yo sobre el beneficio del prójimo—, es producto de una visión miope. Estas almas desinformadas y débiles de criterio deberían tener presente que los momentos más decisivos de nuestra vida cotidiana se rigen precisamente por el principio utilitarista: “Todas las acciones humanas son egoístas, motivadas por el propio interés”. El problema del utilitarismo no reside en la aplicación de la justicia ni en el pleno ejercicio de la libertad; el problema es ético, no político: para no atentar contra la felicidad ajena, el individuo tiene que sacrificar la propia. Al poner la moral del individuo por encima de la moral colectiva (como sostenía Emerson en sus Ensayos: “Lo único recto es lo que depende de mi manera de ser, y lo único equivocado es lo que a ella se opone”.), es imposible que el ego no despliegue astuta y racionalmente todos los recursos en su propio beneficio.
La búsqueda de la felicidad es una condición básica de la evolución humana. Lo que no podemos aceptar es una felicidad egocéntrica que dañe a otro. La insensibilidad actual hacia el daño y el sufrimiento ajeno es consecuencia de un deseo compulsivo de ser feliz, una necesidad intempestiva de llegar a los límites del placer a través de las funciones oral y genital. Y tenemos que enfatizarlo: ninguna civilización ha sido tan digestiva y genital como la nuestra.
Mentes tan preclaras como la de John Rawls encuentran una justificación racional de la búsqueda del bien en el rechazo al riesgo (“Para decirlo brevemente: el bien es la satisfacción del deseo racional”). Sin embargo, los que no somos tan preclaros como Rawls ni ironistas como Rorty, sospechamos que el mal está también íntimamente ligado a la satisfacción del deseo racional (la imposición del propio sobre el ajeno), y que una sociedad mayoritariamente reacia al riesgo es una sociedad reaccionaria, como la norteamericana. Para autojustificarse, los reaccionarios enarbolan como bandera la protección del bien común. Sin dejar de tomar la debida distancia, lo que me mueve a respetar el utilitarismo es su franqueza, el sostener con la debida claridad que el deseo del placer y la huída del dolor determinan nuestro comportamiento animal. Desde esta óptica es incuestionable que el utilitarismo es un valioso instrumento teórico para entender la animalidad humana.
En el ya citado Contingencia, ironía y solidaridad, y obnubilado tal vez por estar en el centro mundial de la digestividad y la genitalidad (ejes existenciales de la conciencia estabulada), Rorty plantea que el filósofo debe alejarse del sacerdote y del sabio para estar más cerca del ingeniero y del abogado. Se trata, es evidente, de una pretensión distópica: un mundo saturado de leyes y de adminículos tecnológicos que sólo favorecen a los que usufructúan el poder. Para Rorty, como para la gran mayoría de los norteamericanos, la verdad está siempre emersonianamente supeditada a la autogratificación: “Desde un punto de vista pragmático llamaremos ‘verdaderas’ a aquellas creencias cuya adopción nos hace más capaces de alcanzar la felicidad”.
La felicidad que buscan los filósofos neo-pragmatistas está condicionada por el progreso tecnológico y la autoestima social. En Norteamérica el deseo de reconocimiento ha alcanzado niveles verdaderamente patológicos. Los miles de libros y de programas de autoestima y de superación personal son la prueba más concluyente de un proceso civilizador que ha divinizado absurdamente al yo. En El fin del hombre el teleofílico Francis Fukuyama resume así todo lo que cabe decir al respecto: “Lo importante, sin embargo, es que el deseo de reconocimiento tiene una base biológica, y que dicha base guarda relación con las concentraciones de serotonina en el cerebro”.
Tengo que admitir que abomino la expresión base biológica. Siento como si me estuvieran hablando de una maldición irrevocable, de un destino ciego y azaroso. Por eso prefiero regresar a la sorprendente capacidad embaucadora del lenguaje y de la razón, a las más inverosímiles posibilidades de exaltación del yo: pienso, por ejemplo, en los místicos y los cortesanos como manifestaciones límite de la manía egoica.
Los ironistas jamás aceptarán a los místicos, y ni los místicos ni los ironistas aceptarán nunca a los cortesanos (entiéndase: desde el cubículo universitario hasta la curul en el Congreso). En la cultura hegemónica del incipiente Estado planetario, son los místicos como Emerson, Thoreau y Whitman, y no los cortesanos de Washington y de Harvard, los que pueden exhalar el soplo iluminador que se necesita para pasar del egocentrismo al sociocentrismo. Pero no olvidemos que fueron también esos profetas del individualismo los que contribuyeron a entronizar la búsqueda de la perfección privada sobre la solidaridad humana.
Hasta donde conozco, el libro más delirante del egocentrismo es El único y su propiedad de Max Stirner; y en Norteamérica fue Trigant Burrow, en The Social Basis of consciousness, uno de los pioneros irónicos en sostener que la personalidad egoica no era una entidad sicofísica, sino una ficción implantada por la sociedad. ¿Y qué es el lenguaje sino la ficción de todas las ficciones?
Lenguaje, felicidad, utilidad, genitalidad.: hay un yo limitado, consciente de sus posibilidades existenciales y tendiente a la complementación no a la confrontación; y hay otro soberbio, confrontativo y exigente que no reconoce más hegemonía que la suya. El segundo representa la conciencia egocéntrica; el primero anuncia ya la aparición de la conciencia sociocéntrica. Podríamos aventurar a estas alturas una definición heterodoxa del término egocentrismo como el amor del ego hacia sí mismo por encima de todas las cosas; y de sociocentrismo como una forma de relacionarse con el mundo en que es prioritario el bienestar ajeno.
Todos los actos egoístas reflejan una imposición de la burda animalidad sobre el espíritu; es la bestia astuta y deseante la que pide y exige sin querer dar nada a cambio. Para los que creemos que los ideales de la razón suponen una mayor evolución que los reclamos orales y genitales, el paso del egocentrismo al sociocentrismo es una muestra sublimadora de inteligencia y generosidad. La primera —concedámoslo— es inequívocamente evolutiva; la segunda es impensable sin el soplo hermanante del espíritu.
El discernimiento de la razón la lleva a reconocer sus propios límites: ¿por qué tengo que preocuparme por los demás si lo único que cuenta es mi ego? En las infinitas motivaciones no sólo debe estar comprendido lo que queremos, sino también lo que rechazamos. El egoísmo y el altruismo provienen del mismo yo: uno se inclina hacia la autogratificación y el reconocimiento; el otro se eleva por encima de la razón para comprender que sólo con los demás la evolución es posible. Y llegado a este punto en que confluyen para separarse la conciencia egocéntrica y la conciencia sociocéntrica, quisiera recurrir a manera de corolario a una reflexión crítica esbozada por Patrick Harpur en El fuego secreto de los filósofos, para moverle al menos el pedestal a aquellos partidarios del azar y del caos que recurren a bases biológicas para tratar de convencernos de que el culto exacerbado al ego es consecuencia de un proceso bioquímico: “Aunque no fuera tautológica, la supervivencia de los más aptos seguiría siendo dudosa. Es una noción completamente individualista que excluye la cooperación, el amor y el altruismo que caracterizan a muchas especies sumamente prósperas, incluida la nuestra. La competición sanguinaria que Darwin imaginó como la característica distintiva de la naturaleza pocas veces se encuentra en la práctica. La abrumadora mayoría de las más de 22 mil especies de peces, reptiles, anfibios, aves y mamíferos no luchan ni matan por comida ni compiten agresivamente por el espacio”.