Latinoamérica
04 de noviembre del 2016

Todo latino que se precie de serlo está familiarizado con el sueño bolivariano, si bien es posible que no se esté completamente al corriente de los detalles históricos que trazaron la figura emblemática —y en opinión de distintos pensadores, como Karl Marx, controversial— del caudillo de la independencia hispanoamericana, al menos se cuenta con una noción básica de los ideales que marcaron la pauta de sus actos: liberar a los pueblos latinoamericanos del yugo colonizador español e impulsar la formación de una confederación poderosa e independiente conformada por la unión de estas naciones emancipadas, La Gran Colombia. Quizá, si es que uno prestó atención a sus clases de historia universal, se dominen algunos datos sobre la carrera militar y política del destacado personaje, e incluso se tenga una vaga idea de en qué se sustenta el Manifiesto de Cartagena. No obstante, son más bien contados los que conocen la afición zoológica del llamado Libertador de América.

Como todo buen muchacho de campo venezolano —sí, Caracas por aquel entonces rayaba en la ruralidad— Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco, mejor conocido como Simón Bolívar, pasó incontables horas de su juventud explorando el entorno nativo. Huérfano de padre y madre desde los nueve años a causa de la tuberculosis, el pequeño Simón se fugaba de clases frecuentemente, y a pesar de las reprimendas por parte de sus tutores aristócratas —que según los albores de la época se inclinaban por una visión pulcra y victoriana de los infantes—, se tumbaba pecho tierra, agazapado entre la maleza para observar el medio silvestre. Sus ojos despiertos a los movimientos del follaje, con rodillas y codos raspados, en espera ansiosa de que alguno de los habitantes de la floresta hiciera acto de magnifica presencia. Fue en alguna de esas charcas lodosas, características de la temporada de lluvias tropical, que contempló por primera vez las maravillas de la metamorfosis anfibia: los inocuos renacuajos perdían la cola y las branquias, al tiempo que de sus cuerpos globosos emergían cuatro patas, y con ello eran capaces de abandonar el lodo para conquistar el medio terrestre. Este singular proceso de transformación existencial, pasando de una vida efímera condenada al lodo a un nuevo abanico de posibilidades para el organismo, cautivó al niño que tiempo después sería denominado con el mote de el Hombre de América.

Pero el gusto por el estudio autodidacta e improvisado de la naturaleza no le duró mucho tiempo, pues a los quince años de edad, siguiendo la tendencia burguesa del momento, Simón fue enviado a Europa a continuar con su formación académica. Sin embargo, durante los años de exilio docente en el viejo mundo nunca olvidó la gracia de los anuros. El ímpetu fisiológico que les permitía a los sapos dejar atrás su condición larvaria para emerger al mundo y convertirse en poderosos adultos, figuró como una constante dentro de sus inquietudes. Sería interesante indagar si el tema fue abordado sobre la mesa el día que, tiempo después, se entrevistó con el gran explorador y naturalista alemán Alexander von Humboldt. Probablemente así fue, pues se trató de uno de los aspectos que abordó con más bríos durante las largas horas dedicadas a ilustrarse en diversos campos del saber universal de la mano de Simón Rodríguez, su maestro más querido — con quien también leyó a Locke, Rousseau, Voltaire, Montesquieu y demás mentes titánicas que fueron determinantes en su desarrollo intelectual y filosófico.

Cuando cumplió diecinueve años de edad, el joven Simón se casó con una mujer un par de años más grande que él. Resolvieron regresar a vivir a Venezuela, primero brevemente en Caracas y después en San Mateo, en la casa grande del Ingenio Bolívar. Pero la dicha fue pasajera, pues a los pocos años la mujer fue víctima de un mosco letal y feneció a causa de la temida fiebre amarilla. El viudo y huérfano retornó a Europa para, una vez más, ponerse bajo la sabia guía de Simón Rodríguez. Y fue el 15 de agosto de 1805, durante un viaje con su mentor por Italia, precisamente en las inmediaciones del Monte Sacro de Roma, que juró liberar a su patria del dominio europeo.

Imposible determinar exactamente en qué momento sucedió la conexión entre sus neuronas. Las sinapsis son impulsos eléctricos elusivos para quien no los experimenta en carne propia. El cerebro ajeno es un universo desconocido que únicamente puede ser decodificado por medio de la palabra y el acto. Pero quizá, siendo un poco arriesgados, podríamos proponer que las conjeturas que Bolívar obtuvo entre lo que observó en aquellas charcas temporales de su infancia y el estado en el que se encontraban las sociedades hispanoamericanas en ese momento, incendió la mecha de su pensamiento. La metamorfosis de los batracios fungiendo como un posible catalizador para la cruzada que decidió emprender.

La metáfora no podría ser más evidente: la Corona Española mantenía a los territorios subyugados en una especie de estadio larvario perenne, una estasis impuesta por el imperio que prevenía su desarrollo y consecuente rebelión. No obstante, de la misma forma que sucedía con los anfibios —pudo haber resuelto Bolívar—, con un poco de ayuda y muchas armas, tal vez sería posible inducir la transformación e instar a los pueblos dominados a abandonar el lodo colonizador en el cual se encontraban atascados y convertirse en naciones adultas independientes.

Puede ser que esté exagerando en mis cavilaciones. La historia conlleva implícita la posibilidad de múltiples interpretaciones. Sin embargo, lo cierto es que desde que regresó a pisar su tierra natal, el prócer americano comenzó a mantener una colonia nutrida de sapos en su propiedad de San Mateo. El testimonio de un mozo de la casa grande del Ingenio Bolívar, encargado de atrapar insectos para alimentar a los ejemplares, así lo asegura. Al parecer Bolívar guardaba especial afecto por una especie de sapo del género Bufo. Organismos de proporciones generosas, piel rugosa, ojos del tamaño de una canica y semblante inquietante que se caracterizan por poseer verrugas prominentes y glándulas que producen sustancias toxicas. Ante el embiste de los depredadores, dichas glándulas segregan un líquido viscoso, color blanco, vulgarmente referido como “leche de sapo”, que se escurre sobre la piel y causa quemaduras en la boca de los animales que pretenden comérselos.

Quizás esta efectiva defensa anfibia pudiera representar una metáfora más para sustentar la presente tesis. Bolívar pensaba que las naciones gestantes debían ser capaces de repeler un nuevo ataque conquistador, afirmaba que para garantizar la independencia permanente, no sólo era suficiente correr a los españoles y alcanzar la etapa adulta como país, sino poder desafiar las pretensiones de cualquier poder imperial que quisiera devorarlos. Por eso es que el caudillo favorecía la idea de una América Latina unida bajo un mando único en lugar de los esfuerzos dispersos de distintas milicias a lo largo del continente. Y posiblemente estaba en lo correcto, en materia de conflictos políticos y militares la unión hace la fuerza, pero eso ya es materia para otro ensayo.

Cerremos citando a Jean Rostand, que aunque separado cronológicamente del Libertador por casi un siglo, también encontró en los anuros materia de inspiración para su trabajo: “Si se supiera todo sobre la rana, se sabría todo sobre la vida, comprendiendo todo del hombre”.

Frases
Andrés Cota Hiriart
  • Escritores invitados

CDMX, 1982. Biólogo por la UNAM y maestro en Comunicación de la Ciencia, Imperial College Londres. Autor de los ensayos Faunologías (Festina, 2015) y El ajolote (Elefanta/Secretaría de Cultura, 2016). Sus textos han aparecido en Nexos, Animal, VICE y Pijamasurf, y preside la Sociedad de Científicos Anónimos.

Fotografía de Andrés Cota Hiriart

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