Columna Semanal
22 de noviembre del 2017

Hace pocos días tuve una visita que me llenó de felicidad y de dudas. “¿Y para qué leer tantos libros?”, me preguntó. “Al menos para diferenciarse de la inculta clase política”, respondí. A los pocos minutos, mis ojos dejaron de sonreír. Me di cuenta que había tocado un punto clave. ¿Existe un beneficio real para la figura del lector en un país sin interés por la lectura, en donde sus representantes celebran su ignorancia y su cinismo les permite sonreírnos en la cara? La incertidumbre se apoderó de mí. ¿Habría de cambiarnos la vida un libro cuando no se tiene para comer, cuando los centros de salud son en extremo ineficientes y la educación es cada día más injusta? Nuestros pensamientos, al menos, que se dignen a buscar su propio vuelo, dije temblando. Uno de los objetivos primordiales del proyecto cultural e intelectual del siglo XVIII (el siglo de las Luces) era el bienestar de la humanidad, enfatizar la autonomía del hombre y la elección de su futuro. Los intelectuales impulsores de este movimiento creyeron que el conocimiento de las artes y de las ciencias podría regular nuestras vidas llevándonos a la libertad de conciencia y por tanto al bien común. Dispusieron de enciclopedias para educar a los hombres, pues los libros eran el vínculo armónico de las ideas y la conducta humana. En la actualidad, donde cualquier pensamiento es lanzado sin otro fin que la catarsis, y leer una especie de invisibilizar el mundo ¿Cómo no ahogarnos, los lectores, entre tanto individualismo deprimente? Son insoportables estas horas a las que, arrastrándome entre la tierra, sólo consigo pedazos de felicidad insípida. A veces la humanidad ya no me parece rescatable. Y de pronto, en un golpe, cuando abro un libro descubro que el ser humano está trazado por errores y aciertos, por miedos y deseos, por amor y penas. Desde mi interior alargo mi mano en busca del otro. Creo que ser lector es provocar el diálogo y no la guerra; una provocación que busca encontrar un espacio de silencio y complicidad.

Paulo Freire, un gran impulsor de la educación, exiliado de su país por “agitador político” señaló: “La lectura de la realidad siempre precede a la lectura de la palabra.” La lectura comienza en la curiosidad por entender el mundo, de nuestras necesidades personales. Ser consciente de la realidad para que la palabra cobre fuerza y pueda evolucionar en una lectura crítica, no sólo del texto, sino del universo que habitamos. Temo que las campañas de lectura (escuelas) no se esfuercen, ni ambicionen esa transformación. En un país donde la delincuencia supera cifras de miedo, la violencia hacia las mujeres se vuelve desesperante, los maestros no se cuestionen su responsabilidad social y los políticos se regocijen en frases como: “Yo sólo llegué a la secundaria y eso no me impidió llegar a la cámara de senadores”, la lectura debería enfatizar su forma de lazo sincero para construir comunidad. Las virtudes de la lectura no se miden en cuántas palabras se leen por minuto o si se gana el premio de ortografía y vocabulario; hemos olvidado lo fundamental y es aprender a ser mejores seres humanos. “Son muchos libros que leemos, y detenidamente además, casi sin que surtan ningún efecto, y somos capaces de aprender minuciosamente de memoria máximas de cautela, sin que surtan ningún efecto en nuestra conducta”, dice Samuel Jonhson, o eso creo, cuando descubro esta cita en uno de mis cuadernos.

¿Ser lector sirve de algo? No me ha cambiado mi rostro desabrido, pero a mis mejores amantes los he conocido en una biblioteca; a mis amigos por una lectura que nos hizo reconocernos. Y a mí, en lo personal explorar con imaginación mi vida en otra parte, en otro tiempo, en otros mundos.

Perla Muñoz
  • Consejo editorial

Oaxaca, 1992. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Escribe. Publicó el libro de cuentos Desquicios (Editorial Avispero, 2017).

Fotografía de Perla Muñoz

Artículos relacionados

La persistencia tiene sus frutos
Columna Semanal
La falacia de la marca
blog comments powered by Disqus