La invasión china del Tíbet en 1959 produjo la primera gran oleada de exilados tibetanos hacia la India y Nepal. Los exiliados seguían los pasos del XIV Dalái Lama. En dos años unos ochenta mil tibetanos cruzaron los altísimos collados del Himalaya para huir del Ejercito Popular Chino, que siguió a muchas de las partidas de exilados para retenerlas o incluso eliminarlas. Las difíciles condiciones de la travesía hicieron el resto, y muchos nunca llegaron a la India. La travesía, que en las mejores condiciones podía durar dos meses, se extendía hasta un año cuando las partidas tenían que dar tremendos rodeos para evitar un puesto militar, una aldea de la que no tenían información y caminos intransitables por las condiciones climáticas.
Como los que tienen que huir de su país abandonando todo —pudiendo llevar consigo sólo lo esencial y valioso que poseyeran—, los tibetanos tuvieron que enfrentar innumerables problemas y dificultades. Los cambios de alimentación, el clima, la lengua, los hábitos y costumbres del país de acogida. En el caso de los tibetanos acostumbrados a vivir a más de cuatro mil metros de altura, el tenerse que aclimatar a las zonas tropicales húmedas del norte de la India les hizo estragos. Muchos enfermaron de tuberculosis, tensión arterial alta y diabetes. Muchos tibetanos de la primera ola de exilados sufrieron esos estragos durante toda su vida.
Los exilados presentían que por su situación religiosa o cultural serían los que sufrirían las represalias chinas, algo que la Revolución Cultural propulsará y que producirá la segunda diáspora a partir de los 80, una vez que China abrió el Tíbet a los extranjeros, a los más de ciento cincuenta mil exilados en la India en el censo de 2009. Cientos de monasterios fueron destruidos; la práctica de la religión fue prohibida. Una foto del Dalái Lama podía representar la cárcel durante varios años.
Debemos tener en cuenta que en el Tíbet de 1959 existían más de seis mil monasterios, todos relacionados y organizados alrededor de comunidades más o menos grandes. Entrar en un monasterio era lo habitual para al menos un miembro de cada familia. Aunque había monasterios para monjas, la mayoría era para hombres. Los monasterios del Tíbet, a diferencia de los monasterios occidentales, eran verdaderos centros de saber, donde se enseñaban las artes de la lógica, el pensamiento filosófico, el arte de la contemplación del budismo mahayana. También se adiestraba a los monjes en las artes: como la pintura de tangkas (hiperrealismo místico), la escultura (y el uso de materiales para la fundición), el diseño de mándalas (un arte típicamente tibetano) y la medicina tibetana con una farmacopea amplísima.
Los exilados tibetanos en India, un país con una enorme problemática de superpoblación, ha permitido a los tibetanos restablecer sus monasterios y programas de estudios, además de sus tradiciones culturales y su importante tradición médica. Pocos grupos de exilados en la Historia han sido capaces de reestructurar sus tradiciones en el exilio como los tibetanos. Es más, desde la India, Nepal y Bután, los tibetanos se han extendido por todo el mundo. Hay pocas ciudades en el mundo, especialmente en Europa y E.E.UU., pero también en América Latina, así como en Australia y Asia, donde no hay un centro budista tibetano con un maestro tibetano, lama que imparte clases no a los tibetanos sino a los ciudadanos. Esto es posible en ciudades como Ciudad de México, Madrid, Portland, Kuala Lumpur o Hong Kong. Eso es algo que ninguna otra comunidad exilada ha sido capaz de hacer. Los exilados de otras comunidades se han ocupado de sus propios grupos étnicos y se han mantenido muy centrados en su cultura. Los tibetanos han conseguido usar su exilio para poder dar a conocer su enorme tradición cultural basada en un budismo auténtico. Éste está teniendo una gran aceptación en todo el mundo. Además de integrarse totalmente a sus nuevas culturas sin perder el sano orgullo de su tradición y espiritualidad.
A todo esto ha ayudado mucho el XIV Dalái Lama, considerado un hombre de paz, dispuesto al diálogo, autor de innumerables libros tanto para el gran público como para los eruditos. En sus visitas a Occidente consigue reunir audiencias sólo comparables a las de las estrellas de rock o a las de los eventos deportivos, ya sean en París, en Barcelona, Nueva York o en una pequeña aldea de la India, donde el pasado enero se congregó una multitud de más de doscientas mil personas para estar durante doce días participando en la iniciación de Kalachakra. Una actividad que no es para corazones débiles, con horarios de cuatro a cinco horas sentados en el suelo para escuchar y seguir las enseñanzas e instrucciones del Buda, y participar en una ceremonia de alto contenido místico que exige concentración, convicción y mucho ardor. Kalachakra, una de las enseñanzas más esotéricas del budismo tántrico, educa sobre el cultivo de la mente. Sobre todo en la transformación de la mente ordinaria en una mente iluminada por medio del ritual, la visualización, la recitación de mantras y el gran reto de verse a uno mismo no como un hombre o una mujer, sino como el mismo Kalachakra, el arquetipo de la mente despierta e iluminada.
No sólo ha sido el trabajo del Dalái Lama, se debe también a cientos de maestros de renombre y saber que han trabajado en la misma dirección. La existencia de tantos lamas cualificados, con un dominio del lenguaje cercano a la oratoria, con años de estudio a cuestas, significa que su mensaje ha estado basado en el amor y la compasión, y en el considerar a los demás como lo más importante. Esto es algo que se puede sentir cuando los conoces. Su cultura tiene elementos de solidaridad y hermandad. Éstos son la piedra angular de su pensamiento. Es muy fácil convivir con ellos.
Uno de estos exilados, mi maestro Lama Thubten Yeshe (1935-1984), nos dijo en cierta ocasión que él agradecía que los chinos lo hicieran salir de su “nido tibetano” y lo forzarán al exilio. Así dio a conocer la cultura tibetana, que había permanecido totalmente aislada del mundo durante más de mil años. La educación y huida del Tíbet de este gran maestro es ideal para entender la razón del exilio y sus motivaciones.
Los tibetanos están ahí para quedarse. Los centros budistas que han crecido alrededor de alguno de estos maestros exilados llevan en marcha veinte o treinta años activos, y raramente alguno ha tenido que cerrar. Su mensaje no es una moda. Cuando hablamos de la diáspora tibetana tenemos que pensar que miles de ellos eran maestros altamente cualificados. En la actualidad pocos de ellos quedan ya. Pero una nueva generación de lamas entrenados en la India está relevando a los gueshes, tulkus y grandes lamas que salieron del Tíbet.
En este caso podríamos decir, como de los refugiados en un país, que siempre hay algo nuevo, algo bueno que llega. Sin duda también puede llegar algo malo, pero eso queda sobradamente compensado por lo bueno. Me atrevería a decir que los exilados tibetanos han sido capaces de defender su cultura religiosa. Aportan cosas especiales ahí a donde llegan. Así es como deberíamos considerar a todos los inmigrantes, aunque no lleguen con las cualidades de los tibetanos. Todos ayudarán a enriquecer la nueva cultura.
Los tibetanos en la India todavía están luchando para obtener todos sus derechos de refugiados. La India ha dado una lección de humanidad acogiéndolos y permitiendo la libre expresión tanto de su vitalidad como de su cultura. En esta época buscamos chivos expiatorios para todo. Los inconvenientes mal corregidos de las democracias se están mostrando en todas partes. Los inmigrantes se llevan la peor parte. Ellos son el dardo perfecto para desviar la atención de los verdaderos problemas de nuestros sistemas de gobernanza y distribución de la riqueza. Quizá el ejemplo de la buena integración de los tibetanos en sus países de acogida pueda servir para ver cómo la aportación de aquellos que son distintos a nosotros es muy valiosa, y debe ser tenida en cuenta para mejorar la convivencia entre todos.