No es fácil lograr un estilo literario sencillo. Eludir la tentación de adornar con uno o más adjetivos cualquier sustantivo, elegir la correcta disposición y sonoridad de las palabras para conseguir el efecto deseado, concatenar frases con apariencia de naturalidad, evitar el malhumor o la intolerancia al escribir, por ejemplo, son tareas impropias de haraganes. Los libros ambiciosos son escritos por abejas laboriosas que no pierden el tiempo en lamentaciones. Resume así VS. Pritchett la obra de Edward Gibbon: “Tarde o temprano, los grandes hombres terminan por parecerse. Nunca paran de trabajar. Nunca pierden un minuto. Es muy deprimente". Augusto Monterroso (Tegucigalpa 1921 - Ciudad de México, 2003) reconoció sin pena que no le gustaba trabajar, pero le encantaba podar sus escritos: “yo no escribo, sólo corrijo". Halló un modo cortés y considerado en su escritura cuando la cortesía y la consideración parecían los medios de expresión más adecuados. ¿De qué otro modo podríamos pensar de un escritor que publica, con cierto temor, nueve libros en cincuenta y siete años? Tuvo amigos escritores notables, sabía que hay demasiados libros y mucha basura como para aumentarla. ¿O es cautela esperar más de los ocho horacianos años para publicar un segundo libro, aquel que te convierte en escritor? La vertiente opuesta, el parir muchos libros, conduce a menudo a la indiferencia del lector, ese ente caprichoso y no pocas veces malagradecido. Como bien lo expresa Roberto Calasso: “... los verdaderos héroes de la novísima historia digital. No algunos lectores sino los lectores en general, ese enorme y fatigoso hormiguero invisible, que incansablemente interviene, corrige, conecta, etiqueta”. Quizá ni el más aferrado de ellos puede seguir la prolífica trayectoria de Mario Bellatin o César Aira.
Vicente Monterroso vivió rodeado de amigos con ínfulas de artistas —aquellos que existen en todo tiempo y lugar— que encaminarían e influirían la primera formación del chaparrito Augusto (“desde pequeño fui pequeño”), pues no escuchaba hablar de otra cosa en el ambiente familiar que del mundo del arte. Primero desearon que fuese músico pero se convirtió en escritor, entre tantas otras circunstancias “porque las personas que lo rodean lo suponen capaz de serlo”. Su madre, la del dinero, una buena lectora de poesía y novelas, hija de un jurista de renombre local, tenía entre sus ascendentes familiares a un presidente de Honduras. No le importó que su marido—un mecenas verdadero de los que anhelamos perduren siempre—, dilapidara su herencia en el reconfortante vicio de editar revistas y periódicos poco leídos y mucho menos comprados.
“En la mayor parte de los países latinoamericanos la política ha terminado por convertirse simplemente en esto: en matar o ser muerto, en hablar o estar preso, en oponer-se o estar desterrado”. En calidad de exiliado político, dramática experiencia para muchos, Monterroso llegó en 1944 a la Ciudad de México, “que era mejor que París, el París decadente y ocupado”. Vivió un par de exilios más en el transcurso de su vida, en Bolivia y Chile. A pesar de provenir de familia acomodada, tuvo una infancia pobre:
No hay nada que hacer para reducir el problema económico de los escritores a expresiones mínimas. Lo único que se puede hacer es dejarlos tranquilos, que vivan bien o que padezcan hambre. El resultado final de cualquiera de esas dos situaciones es imprevisible. Nadie sabe de dónde puede salir la buena literatura.
Se adaptó con pasión a la vida literaria local. Lo imagino en sillones perezosos “ante una copa, como con frecuencia nos vemos en México”, obsequiando a sus contertulios divertidas anécdotas en los escasos lugares en que los escritores se reúnen y se sienten amigos. Escribía contra la solemnidad y la palabrería, e incluso muestra un irrespeto ante la palabra escrita. A veces tiene cierta propensión — ¿u ostentación?— hacia la humildad y es cuando, a veces, la pierde. No importa, se intuye un alma educada detrás de ese escritor sencillo que vivió como los demás mortales. No por ello fue ajeno al elogio, “algo que en secreto imploraba”. Su indiferencia ante el éxito momentáneo y las veleidades de las riquezas materiales son lo contrario a la exhibición contemporánea de escritores en redes sociales. Dice la librera española Marta Ramoneda: “... cuando veo a alguien con una presencia insistente, muy participativo, me pregunto cuándo se forma, cuándo lee, cuándo pule lo que escribe. Esto creo que está empezando a hacer algo de mella. Es una ficción esta, la que se crea en torno a los seguidores... Una cosa es que te lean un comentario, una frase graciosa. De ahí a que luego vaya esa misma gente a la librería hay un trecho. Que seas muy simpático o gracioso no quiere decir que tu libro vaya a funcionar". No vemos a un Fabio Morábito o a un Álvaro Uribe, dos de nuestros mayores prosistas, uniéndose a esa feria de vanidades.
Pájaros de Hispanoamérica (Alfaguara, México, 2002) nos muestra a un lector atento a sus contemporáneos, cuyos afectos literarios no sólo se orientan al pasado. Estos breves ensayos biográficos, desperdigados en anteriores libros, contienen sabrosos detalles episódicos, referencias más o menos ocultas de autores y libros, alusiones a escritores que comentan a otros, que tanto gustan a ciertos lectores. Un libro que de inmediato nos gustaría poner en manos de alguien estimado. Funciona además como una suerte de guía para leer y escribir, esto es, empezar por espigar lo que vale la pena entre ese reino de la cantidad que son los libros. Cosa buena sería reeditarlo en una versión de bolsillo, junto a Monterroso por él mismo (Alfaguara, México, 2003). Y de paso dignificarlos con nuevas portadas. Transcribo aquí algunos fragmentos:
El tipo de dictadores que esta novela denuncia sigue existiendo como si nada. No importa. Con ellos o sin ellos hemos ido alcanzando otros progresos: los pobres son ahora más pobres, los ricos más inteligentes y los policías más numerosos. Y El señor Presidente sobrevive a toda clase de traducciones, al premio Nobel, a los elogios de la crítica, al entusiasmo del público.
Este hombre enjuto, desgarbado y pertinaz, conoció rechiflas y aplausos, riqueza y pobreza, serpientes, ríos pequeños y ríos inmensos, hormigas incontenibles y mieles venosas, y a muchos hombres, atrapados en la ciudad o en la selva. Pero por sobre todo conoció de cerca la tragedia. Su vida es un largo sueño trágico. Si un día alguien hubiera imaginado un hombre con un destino como el de Quiroga y hubiera escrito un cuento con ese tema, ese cuento sería malo y de una monotonía mortal, en el sentido exacto de la palabra monotonía y de la palabra mortal.
De lejos, en Guatemala, sin tener ninguna relación personal con él, veíamos a Cardoza y Aragón como probablemente todavía se le ve allá, no sólo como una cumbre literaria inaccesible, lo que ya era bastante, sino como un ser misterioso y de lucidez diabólica, capaz de aplastarlo a uno con una sola frase.
En su tiempo, la obra de Gómez Carrillo significó en todo el ámbito de nuestro idioma escrito en prosa lo que la revolución de Rubén Darío [...] barrieron de nuestra lengua las telarañas del academicismo que los enemigos de toda lengua extranjera venían acumulando [...] ¿cómo unos centroamericanos que escribían con plumas que se quitaban de la cabeza podían atreverse a tal cosa? Gómez Carrillo, como Darío, saqueó el francés, algo del inglés, y algo de lo que fuera en donde lo encontrara. E hipócritamente, reprochándoselo, los demás lo aprovechaban [...] Me estoy refiriendo a sus aportaciones a la modernización del idioma y su capacidad de transvasar a éste lo ajeno y lo nuevo y lo valioso.