El último intento por disipar el halo de caprichosidad que aureola a los estudios históricos fue el materialismo histórico de Karl Marx. Desde entonces, las mentes más sutiles que gustan guarecerse de las inclemencias sociales a la frondosa sombra del neoliberalismo, han venido insistiendo en que es imposible predecir el decurso histórico, que la Historia, como temporalidad inexplicable, carece de propósito, por lo que resultan vanos todos los intentos de predecibilidad. Sin embargo, los que hemos dedicado, por defecto generacional, más tiempo a los libros que a las pantallas, sabemos muy bien que hay ciertas pautas metodológicas o señas de identidad que nos permiten entender las relaciones y afinidades que se dan en los momentos de auge históricosocial y de franca decadencia. Y yo aún sigo creyendo que era a esto a lo que se refería Marx cuando hablaba de la evolución ascendente de la Historia: esclavismo, feudalismo, mercantilismo, capitalismo, socialismo y el comunismo como punto de consumación social, la plena autodeterminación del individuo dentro de una comunidad. Desde luego, es necesario insistir en que Marx no podía predecir las miserables desvirtuaciones de los socialismos triunfantes.
En los tiempos actuales, en que la pantalla no da tregua a la imaginación, se ha perdido la diferencia esencial entre lo sagrado y lo profano, con la consiguiente imposición de lo urbano sobre lo rural. Ahora bien, si algo hemos aprendido de las culturas milenarias de la India, China, Asiria, Egipto, Grecia, Roma y México es que en todas ellas han existido una serie de dualidades confrontativas que se repiten en los momentos de decadencia como el que actualmente vivimos: la determinación del cuerpo sobre la mente, de lo masculino sobre lo femenino, de la tecnología beligerante sobre el pacifismo espiritual, del comercio voraz sobre la cultura humanista, del profano utilitarismo sobre la sacralidad de los valores. Sin límites jurídicos y políticos que delimiten su ambición, los dueños de las grandes fortunas no detendrán su profano afán de riquezas hasta que la ciudadanía se subleve y exija un drástico cambio de rumbo. Mientras, seguiremos gozando de los más inefables placeres de la sexualidad polimorfa, así como de las maravillosas virtudes del dinero y del éxito.
La vida urbana se deshumaniza cuando le da la espalda a lo rural. Al creer de manera acrítica y soberbia que la ciudad es la vanguardia histórica de la civilización, los seres urbanos se desprenden ufanos del cultivo de la tierra y de la primigenia ritualidad agraria. Hablar del campo adquiere entonces la apariencia de una condena, como si la forma más natural de existencia rural fueran los cinturones de miseria de las grandes urbes, donde los campesinos, privados del diálogo ritual y agradecido con la tierra, se convierten en sombras desarraigadas, paradigmas mediáticos del atraso. La palabra “cultura” no sólo lleva implícita en su raíz su procedencia (agri-cultura), sino que pone en evidencia una prueba más a favor de esos hitos fundacionarios que se repiten en la totalidad histórica. Las más grandes culturas tienen todas una incuestionable raigambre agrícola. El nómada y el pastor (equivalentes de los profanos funcionarios que recorren hoy las escalas del poder sin lealtades y de los depredadores financieros que sólo buscan la multiplicación de sus ganancias) no representan forma alguna de civilidad superior; sus ritos son burdos, y sus ofrendamientos tienden a zoomorfizar a sus dioses. Todas las ritualidades agrarias tienen en su origen como numen protector a la Sagrada Madre dadora de vida. En el momento mismo en que el ser humano domestica a la semilla (trigo, sorgo, centeno, arroz o maíz) comienza el ascenso civilizador, con el culto supremo a la Diosa Madre dadora de vida (la tierra) y al hijo (o consorte) que renace después de haberse ofrendado a la oscuridad (la semilla perpetuadora de vida). Isis y Osiris, Afrodita y Adonis, Cibeles y Atis, Coatlicue y Huitzipochtli, María y Cristo…, el culto a la fertilidad pacífica desplazó durante miles de años a los dioses patriarcales y beligerantes. Y, según han aventurado ciertas mentes privilegiadas, fueron esos los más bellos momentos en la espiralidad histórica que tanto obsesionaba a Marx. La ritualidad agrícola está signada por el dolor del héroe-dios sacrificado y la posterior fiesta que celebra su renacimiento. No hay, justo es enfatizarlo, la menor referencia al patriarcalismo autoritario y beligerante que va de la tradición judeocristiana a los escenarios infernales de Hollywood y Wall Street. Dejo al paso, y como señal inequívoca de agradecimiento, la referencia a la obra esencial Diosas, de Joseph Campbell, el mitólogo más grande de nuestro tiempo.
Como todo obrar humano, el rito está sujeto a la doble determinación de vida y muerte. No obstante, su condición protectora y exorcizante le ha dado a los ritos liberadores del temor un estamento superior al de los ritos del placer; prevalencia que se trastoca y pierde en el medio profano de las ciudades, donde la liturgia ritual termina degradándose en costumbres y rutinas. La grandeza o decadencia de una sociedad está fielmente reflejada en el grado de autenticidad de sus ritos, y en la capacidad de seducción y asimilación que tenga con respecto a otras identidades.
Al ser parte esencial de toda mitología, el rito neutraliza la violencia innata del animal humano. Mediante la liturgia sacrificial, el rito posibilita la comunión entre lo humano y lo divino, sin la cual es impensable la estabilidad social y cósmica. Y al referirnos a la sacralidad del rito debe quedar claro que no hay la menor opción al lucro; el rito aborrece por igual la comercialización y el afán de lucro: toda espaciotemporalidad ritual es esencialmente improductiva. En términos más terrenales, esto vendría a significar que el rito es la manera como el ser humano le agradece a la divinidad sus dones. Cuando la ritualidad pasa del estado de naturaleza al estado de derecho, o lo que es lo mismo, de lo rural a lo urbano, los ritos se profanan y entran en el dominio de lo rutinario.
En el rito tiene su fundamentación, y posibilidad de sobrevivencia, el mito, y también las formas más elevadas de civilidad. La poesía surgió de aquellas toscas invocaciones de agradecimiento a la Diosa madre dadora y sustentadora de vida; la música de los cantos poéticos, y la pintura de los exvotos y ofrendas… Lo estético y lo lúdico forman parte indisociable de la ritualidad; de ahí que en momentos de franca decadencia como el actual, sea natural ver al arte completamente prostituido por la influencia de los neofenicios que sólo piensan en el lucro, y que tienen a las instituciones públicas de rodillas.
La imposibilidad de consolidar forma alguna de mitología sin ritualidad, ha conducido a las sociedades tecnolátricas a la invención de seudomitos con personajes y comportamientos profanos. Lejos de resaltar la catarsis ritual —alejar el mal y recuperar la armonía perdida—, estas expresiones sucedáneas se alejan intencionadamente de la sacralidad para satisfacer, a través de lo estético y lo lúdico, su desmedido deseo de lucro. Besos, abrazos, apertura de cursos y congresos, etcétera, no son ritos sino costumbres y rutinas. De la misma manera que no pueden considerarse personajes mitológicos los futbolistas, toreros, boxeadores y actores que seducen e idiotizan mediáticamente a las masas necesitadas de perpetuar el culto a los héroes fundacionarios. La profanación comercial priva de ritualidad a las expresiones de fervor masivo y las convierte en burdos espectáculos profanos. Perdidos en la inconmensurabilidad de la ignorancia y el desprecio generalizado a nuestros gobernantes corruptos y empresarios inmorales, los ciudadanos inermes buscan y siguen cualquier heroicidad comercial revestida de promesas salvadoras. Pero lo cierto es que sin héroes sacrificiales no hay verdaderos mitos, ni tragedias, ni literatura épica.
Sería en vano buscar en el ámbito creativo de nuestra lengua obras épicas como la Ilíada o la Eneida, o tragedias como Medea, Edipo rey, Prometeo encadenado o Hamlet y Macbeth. Nuestra cultura, aplastada por la autocensura moral y religiosa, encontró su cauce sublimador en la sátira y la picaresca. Tal parece que la tragedia del Hijo de Dios sacrificado ha representado el límite insuperable e inimitable para nuestros teatralizadores de comedias y sátiras. A medida que los precios desplazan a los valores, con el creciente culto al éxito y a la riqueza, los ritos emergentes de luz y oscuridad se corrompen mediante la proliferación de imposturas profanas. Y los cultores de la exaltada y embrutecedora procerofilia olvidan, ¿o ignoran?, que las culturas con mayor diversidad y riqueza ritual son precisamente las más competitivas y duraderas (sirva de referencia la identidad oaxaqueña, seductora e invasiva como pocas).
No puede menos que encogernos el ánimo, como insectos zumbando nuestras protestas en medio de un vendaval, la conclusión impregnada de historicismo que predice que para mediados del siglo actual el noventa por ciento de la población del planeta vivirá en las grandes urbes. Y como no creo que la dialéctica dual y confrontativa a la que me referí al principio tenga ya razón de ser y pueda servirnos para salir de la generalizada profanación de los valores que padecemos, he propuesto en mi libro Filosofía para desencantados (Atalanta, 2014) una dinámica superadora basada en la complementariedad y no en la confrontación; es decir, complementar las sanas e inevitables diversidades en unidades bellas, verdaderas y bondadosas, que posibiliten la convivencia armoniosa de lo rural con lo urbano, del hombre con la mujer, del ciudadano con el gobernante, del trabajador con el empresario, en fin, del individuo con el cosmos.
El ser humano siempre ha aprendido más en la adversidad que en la fortuna, en la tragedia que en la comedia. El creciente desprecio a la Madre tierra y la búsqueda necia y torpe de riqueza, con la producción masiva de seudoalimentos transgénicos y cancerígenos, harán sin la menor duda que aumente la cauda de desgracias, y con ellas las reflexiones que nos permitan dar un salvífico golpe de timón en medio de la tormenta. Quizá entonces, y ante el cúmulo de desgracias, las mentes más conscientes reviertan un poco el daño causado y veamos con sensato optimismo el regreso de muchos habitantes de las infernales megaciudades a las costas y a las montañas, y la consiguiente revaloración de la ritualidad sustentada en el contacto salutífero con la tierra.