Siempre recordaré la primera vez que leí a Vivian Gornick. Era un domingo de otoño de 2015. Coronando la pila de volúmenes que con frecuencia atesta mi mesilla de noche había un librito encuadernado en tapa dura con sobrecubierta gris y tipografía azul. “The Odd Woman and the City —sí, la ‘O’ parecía querer desmarcarse del resto de las letras, apoyándose con suavidad sobre la ‘d’—, a memoir, Vivian Gornick”; y debajo, en pequeño: “Author of Fierce Attachments”. Si el primer título me había llamado la atención (La mujer singular y la ciudad), este segundo me dejó aún más descolocada (Apegos feroces). La yuxtaposición de aquellas dos palabras me pareció osada y llena de posibilidades. Expectante, abrí el libro. Y entonces ocurrió el milagro que todos los editores esperamos cada vez que abordamos un texto inédito en nuestra lengua. Ya en las páginas iniciales, esa voz inconfundible, directa, lúcida y mordaz, pero también compasiva, íntima y penetrante. Y justo por eso, porque, como descubrí más tarde, la suya es una voz íntima y penetrante, no importa demasiado sobre qué escriba. No importa porque, en realidad, Vivian Gornick está hablando siempre de sí misma. De sí misma y, claro está, de todas las mujeres.
Nacida en Nueva York en 1935, en el seno de una familia judía de inmigrantes ucranianos de clase obrera, Gornick creció en el Bronx. Su padre murió de un infarto cuando ella tenía apenas trece años y su madre, una devota ama de casa entregada al ideal del amor romántico, se sumió en un luto histriónico que marcaría profundamente la relación entre ambas. En 1987, fruto de sus recuerdos de aquella época y de las conversaciones mantenidas con su madre durante sus paseos por las calles de Manhattan a lo largo de los años, apareció la que ya está considerada como un clásico indiscutible del género memorialístico: Apegos feroces (Sexto Piso, 2017). En este hermoso libro, lleno de profundas reflexiones, escenas costumbristas y diálogos memorables se advierte con una claridad pasmosa la fuerza que impulsa el afán creativo de Gornick: la búsqueda de un principio que coloque todo en su sitio, que defina su ser y que la ayude a tomar posesión de sí misma.
Esta determinación por “llevar una vida intelectual y trascender ‘el padecimiento de la invisibilidad social’ que las mujeres experimentan a diario en calidad de seres al margen” fue consecuencia directa de su militancia feminista. Cuenta que, mientras trabajaba como reportera en la popular publicación contracultural The Village Voice, un día de 1969 fue a entrevistar a un grupo de mujeres entre las que se encontraban Susan Brownmiller, Kate Millett, Betty Friedan y Ti-Grace Atkinson, todas prominentes figuras de la Segunda ola feminista, y que allí mismo, tras escucharlas, se “convirtió”. En un momento en el que “ser liberal significaba ser radical”, aquellas mujeres le hicieron comprender que era clave que se viera a sí misma como parte fundamental de la sociedad, de la cultura y de la Historia. Y “estar en las barricadas del feminismo radical” le enseñó “el valor de tener una opinión propia”, algo que la ha caracterizado desde entonces. Su polémico artículo “The Next Great Moment in History Is Theirs” (“El próximo gran momento en la Historia es suyo”) levantó ampollas y muy pronto adquirió el estatus de texto de culto.
Sin embargo, como afirmaría más tarde, tanto el comunismo de su familia como el feminismo de los setenta le enseñaron que entre las certezas ideológicas y las complejidades humanas se abre un abismo prácticamente insalvable. Tal y como cuenta en La mujer singular y la ciudad (Sexto Piso, 2018) —un collage de situaciones sobrevenidas en Nueva York que conforman el marco ideal para indagar en cuestiones como la fragilidad de la amistad, la soledad, la vejez, la capacidad redentora del arte o la libertad personal—, el descubrimiento de la novela de George Gissing, The Odd Women (que puede significar tanto “Mujeres sin pareja” como “Mujeres singulares”), supuso un punto de inflexión, pues en ella encontró el término con el que por fin se sentiría identificada y que inspiraría el título de su libro:
[…] Mujeres sin pareja de George Gissing fue la [novela] que me interpeló de forma más directa. […] Cada cincuenta años, desde la época de la Revolución francesa, se había descrito a las feministas como mujeres “nuevas”, mujeres “libres”, mujeres “liberadas”; pero Gissing había encontrado el término adecuado. Éramos mujeres “singulares”. […] Mientras Rhoda [la protagonista] avanza inexorablemente hacia el momento en el que se traicionará a sí misma, se transforma en la viva encarnación de la brecha que existe entre la teoría y la práctica: ese espacio en el que tantas de nosotras nos hemos encontrado una y otra vez.
Matriarca por excelencia de lo que ella describe como “narrativa personal”, que no autobiografía, los críticos han acuñado el término “crítica personal” para definir su inconfundible estilo: uno que se vale de anécdotas cotidianas y ejemplos literarios para exponer sus teorías. Y es que la fuerza de la escritura de esta Mujer Singular reside en la honestidad que impregna toda su obra, una cualidad —dice— que no nace de una postura moral, sino que es condición sine qua non para que la narrativa personal funcione como género y consiga “transformar la neurosis en virtud literaria” de un modo creíble. Ante la pregunta de por qué no escribe novelas, Gornick responde sin vacilar: “Porque parece que las novelas ya no son capaces de expresar la complejidad de la condición humana”.
Gornick, a sus ochenta y tres años, no se rinde. Como dice Leonard, su infatigable compañero en La mujer singular y la ciudad: “Es un asco. Ser tan viejo y tener tan poca información”. Pero a pesar de tener tan poca información, esta mujer sigue buscando el sentido. Y de paso, mientras desgrana sus aventuras, nos recuerda nuestra propia humanidad.