El domingo 6 de agosto de este año, algunos integrantes del Colectivo Avispero sembramos pinos con los pobladores de dos comunidades, San Miguel y San Gabriel Etla. He aquí unas anotaciones reflexivas sobre la responsabilidad que tenemos todos de reforestar los campos áridos en el contexto actual. Al sembrar un árbol sembramos una esperanza.
Los ambientalistas y científicos dicen que en cincuenta años el hombre ha contribuido negativamente al cambio climático del mundo; algo que se produce de manera natural en miles de años se ha visto acelerado por la contaminación ambiental. La sobrepoblación, y lo que conlleva: consumo destructivo y expedición de gases a la capa de ozono, ha hecho que en muchas partes del mundo selvas y bosques se vean altamente dañadas por la mano humana. Plantas, animales y ecosistemas van desapareciendo. En las ciudades más habitadas y con un índice alto de esmog, como en la Ciudad de México y en varias ciudades de China, la vida ya no es tan vivible. En China, por ejemplo, se vende aire puro comprimido en envases especiales, parecidos a los que usan los asmáticos. El aire lo toman de los Alpes suizos y las montañas canadienses. Lo mismo pasa con el agua embotellada extraída de los polos. ¿Hasta qué punto tenemos derecho a extraer de otras partes no habitadas por el hombre recursos naturales que por nosotros mismos no hemos cuidado en nuestro entorno? ¿Hasta qué punto se debe tolerar la negligencia de los gobiernos y los ciudadanos en relación con los ecocidios? Por otro lado, el cambio climático global ha trastornado los ciclos ambientales, la forma de vida de los animales y la producción agrícola. Quizás las próximas guerras sean por el agua y por espacios naturales habitables. De alguna forma, el planeta azul está llamado a cruzar un desajuste ambiental.
Los seres humanos tenemos una responsabilidad con la naturaleza, ya que pertenecemos a ella, somos producto de ella. Y como seres inteligentes, debemos tratar de causar el menor daño a lo que nos da vida y refugio. Schopenhauer escribió que “el hombre ha hecho de la tierra un infierno para los animales”. Si extendemos la afirmación hacia la naturaleza, descubriremos que el hombre, como ser pensante, tiene la obligación moral de cuidar de ella. Ya lo decía Bergson: somos el resultado de miles de procesos evolutivos y, sin embargo, sabemos poco de nosotros mismos y de la vida. Los biólogos modernos han tratado de emular el papel de Dios intentando crear vida, y no han podido, a lo mucho a lo que han llegado es a crear modificaciones del genoma humano y a cambiar las características biológicas de plantas y animales. Pero las semillas modificadas y los productos transgénicos han degradado la salud humana. Quizá podamos al final decir, como dice el naturalista latino Plinio el Viejo, que “lo mejor que la naturaleza ha dado al hombre es la brevedad de su vida”. ¡Pero cuánto daño no puede hacer un ser humano inconsciente!
El fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, después de haber fotografiado genocidios en Ruanda y visto el alma humana en toda su maldad, se dejó atormentar por el escepticismo y el fatalismo. Dejó de creer en el hombre. Para rehabilitarlo, su esposa lo aventuró en un proyecto sin igual: reconstruir las hectáreas de selva que el padre de Salgado taló y vendió para que sus seis hijos fueran a la escuela. Después de mucho trabajo y esfuerzo para sobreponerse a los fracasos, los árboles comenzaron a crecer y la selva tropical a dar vida. De ese impulso nació Génesis, el proyecto en el que fotografió lugares naturales no alterados por la mano del hombre. Ortega y Gasset hace la observación de que no hay terapia más estupenda para los espíritus pensantes que una comunión con la naturaleza. Quizá por eso Goethe, Rousseau, Maeterlinck y Chateaubriand, dejaron brillantes y profundos pasajes sobre la relación hombre-naturaleza. “Es frecuente que los grandes hombres, luego de haber atravesado ciencias y ciencias, de haber gustado artes e idearios, acaben por dedicarse a la botánica, que, sin duda, les ofrece gratos secretos y dulces consolaciones”, dice Ortega. Hay que tener presente que Epicuro enseñaba filosofía en un jardín, que Thoreau durante dos años vivió en el Lago Walden y construyó su casa con sus propias manos e hizo su huerto, que Wittgenstein, para curarse de su neurastenia, trabajó como jardinero, que Cioran, ya anciano, soñaba con tener un terreno fuera de París en el que pudiera trabajar la tierra. La “jardinoterapia”, como se le ha llamado al arte de curarse con el contacto con la naturaleza y el cuidado de un jardín en los enfermos terminales, es también una terapéutica vital que han llevado a cabo desde hace milenios ciertos hombres que han encontrado la paz en un jardín o en un bosque. En Japón le llaman “baños de bosque” al acto de meditar o pasear por el interior de un bosque. Un país que al mismo tiempo tiene montañas de basura tecnológica y adora los jardines zen.
Ahora los teóricos del apocalipsis climático dicen que gracias a los avances científicos es posible en el futuro habitar otros planetas, viajar en el espacio y encontrar lugares habitables cuando la Tierra haya dejado de cumplir las expectativas de vida. Los antiguos griegos miraban el cosmos y pensaban en los dioses, ¿qué pensarían ahora de la basura interestelar que navega en el cosmos que tanto enaltecieron? La pregunta es: ¿tenemos que llegar al límite de la destrucción para arreglar el desastre?