Columna Semanal
26 de diciembre del 2018

Gobernar es una tarea tan abrumadora que su sola contemplación ha llevado a más de un corazón anarquista a creer que la mejor opción es no intentarlo. Otros, más optimistas, se han devanado los sesos o dejado la vida en el patíbulo en busca de esa fórmula casi alquímica del “buen gobierno”. La división tripartita de poderes es apenas uno de los numerosos episodios, y no el menos afortunado, en la historia del Estado y su pugna por no sucumbir ante los excesos del poder.

Cuando en fechas recientes los magistrados de la Suprema Corte de Justicia reaccionaron con inusitada vehemencia ante la amenaza de un recorte salarial, vino a mi mente un episodio acaecido en 1935, cuando Franklin D. Roosevelt tuvo que enfrentar a la Suprema Corte que tras dos años declaró inconstitucionales las reformas del New Deal. Para entonces lo peor de la Gran Depresión había pasado, y un Tribunal conservador, apoyado por una mayoría no menos conservadora y republicana en el Senado, creyó que era tiempo de apagar el ímpetu “socialista” de Roosevelt, ese “traidor a su clase”.

Roosevelt se mantuvo en la presidencia, sin embargo, hasta el día de su prematura muerte en 1945, logrando no sólo un segundo periodo en la Casa Blanca sino cuatro consecutivos con el apoyo del voto popular. A pesar de sus limitaciones, el New Deal fue un intento notable por mejorar la situación de los menos favorecidos y quienes más sufrían por los excesos de Wall Street materializados en el Crash financiero de 1929. Lejos de amedrentarse, Roosevelt encaró a la Suprema Corte y no sólo persistió, sino que amplió sus programas de ayuda y en 1937 intentó modificar la ley del Tribunal para mermar su oposición; un intento de autoritarismo fallido en un tiempo en el que el fascismo no desagradaba del todo a líderes de la talla de Winston Churchill.
No comparemos a López Obrador con Roosevelt; tan sólo se trata aquí de una evocación, oportuna a mí parecer. Tampoco exageremos las virtudes del New Deal, pues es verdad que el desempleo sólo pudo ser barrido con ayuda de la guerra. Antes de la “confirmación de Marte”, las políticas económicas de Roosevelt pueden ser calificadas, a pesar de ser bienintencionadas, como mediocres. La guerra, de hecho, no sólo proveyó una razón para aumentar el gasto y el empleo, sino que ayudó a amalgamar a una sociedad altamente polarizada por el veneno de las uvas de la ira, apelando al sugerente slogan “igualdad en el sacrificio” –promesa que, por cierto, no tardó en ser traicionada por su sucesor, el anticomunista y conservador Harry Truman–: en el frente, los soldados entregaban la vida; en la fábrica, los obreros cubrían jornadas extenuantes; los ricos, desde sus oficinas, pagaban elevados impuestos de hasta el 77%…

Volvamos a México, 2018. Magistrados y altos funcionarios públicos levantan llantos y convocan a conferencias para denunciar la única injusticia que parece importarles en un país de feminicidios y desapariciones de estudiantes. Recuerdo las palabras de William Saroyan en su Comedia Humana: “un buen hombre busca que las cosas le causen dolor. Un hombre necio ni siquiera verá el dolor, salvo en sí mismo”. El sacrosanto presupuesto vuelve a ser causa de disputas, saecula saeculorum. Un gobierno más animoso que convincente ha empezado a dar trompicones con el reparto de recortes sin que quede claro cómo se puede hacer más con menos, porque la austeridad, aunque necesaria, no es una condición suficiente para garantizar un mejor uso de los recursos públicos. Pero hay que hacerlo para salvarnos de la tentación de la deuda, que al día supera los 10.5 Billones de pesos, es decir, casi el 45% del valor de todo lo que se produjo en México en 2018.

El New Deal, es verdad, no acabó con la miseria ni el desempleo, pero fue un acto de justicia para quien más lo necesitaba. La austeridad no es la solución a los problemas económicos de México, pero es justo que los más favorecido sean quienes carguen por una vez con el peso del cambio, y si les queda un poco de dignidad, que lo hagan sin sollozar por sus suntuosos salarios; que lo hagan sin evocar al fantasma del socialismo tan ajeno a esta llamada “cuarta transformación”. Exorcicemos, en todo caso, al fantasma del egoísmo, cuya sombra se cierne sobre esta disputa por los despojos de un gobierno en quiebra, en la que cada uno ve por sí mismo y nadie por los otros. No hay que temer al “populismo” si por esto entendemos ayudar al menos favorecido, que es –comparto la convicción de John Rawls– la razón de todo pacto social genuino. Sírvannos de inspiración las palabras de Roosevelt: “the only thing we have to fear, is fear itself”, que en mi traducción más sensata se lee: “la única cosa que debemos temer, es al conservadurismo”.

Una reflexión final: nadie ignora que la hegemonía económica de los Estados Unidos está sustentada en un aparato industrial-militar; no son secreto las incursiones militares que han permitido el control del comercio mundial por parte de un puñado de empresas norteamericanas; el dólar no es menos la moneda internacional por las “virtudes” de la Reserva Federal que por la persuasiva retórica de su Departamento de Defensa. Roosevelt y su nacionalismo ayudaron mucho a que así fuera. Me pregunto entonces, si pudiéramos levantar la economía mexicana sobre las espaldas de Marte o ampliar nuestro comercio e industria a costa de nuestros vecinos centroamericanos, si pudiéramos acrecentar el pastel del erario público gracias a una industria armamentística o si, para no ir más lejos, pudiéramos garantizar a cada mexicano un trabajo y un ingreso elevado a cambio de la destrucción de nuestros bosques y selvas… ¿valdría la pena? Al menos haríamos bien en no llamarle desarrollo.

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