Cuando uno emprende la marcha hacia un lugar lejano y desconocido no está de más desembarazarse de los grandes planes y de las teorías ampulosas acerca del significado de aventura; mejor adaptarse y creer en todas las historias que le cuentan los lugareños: cualquier mentira es buena para pasar el rato cuando uno se encuentra de visita en un pueblo que no es el suyo (la palabra pueblo es un anacronismo, ya no hay pueblos sino pequeñas ciudades). La cuestión es: no hay que contradecir a los oriundos o lugareños: una opinión no es una convicción. Ellos tienen razón aunque no la tengan. Por eso es saludable intercambiar mentiras. Los viajeros tienen derecho a deshacerse de la pesada carga que llevan dentro de su cabeza: unas cuantas opiniones ligeras y medio brutas son suficientes para entablar una conversación. El interés por las historias de otros debe ser fingido, pues tal esfuerzo, el de fingir, es bondadoso y acomedido. Un interés real y verdadero es demasiado para cualquiera: es un interés casi científico. Yo no lo tengo.
El asombro es una constante del ir y venir. Si se tiene paciencia, entonces la banca en la que duerme un holgazán entre el follaje de un parque es más que suficiente para observar y reflexionar cómo es que el mundo transcurre y no transcurre ante los ojos. La parvada de patos no avanza, siempre ha estado en ese mismo sitio cuando se alza la cabeza y los ojos quedan en ella. Al recorrer una ciudad lo que uno hace es ver, imaginar y mover las palabras de un lugar a otro, pero ello no significa que se tenga que imponer al paisaje la propia monotonía de nuestros prejuicios. Las palabras van y vienen a cada paso. Lo contrario es edificante: elegir un sitio y sentarse a esperar que todos los habitantes de la ciudad desfilen frente a nosotros como los espectros que algún día seremos. Yo soy la vieja de piel azulosa y carne delgada que escupe en un botecito de basura. Y el joven seguro de sí mismo que alardea antes de que le quiebren la mandíbula. Y soy también el perro que mea a escondidas del amo. El movimiento sonoro es sospechoso de intenciones ambiguas y por ello la inmovilidad y el andar fugitivo son sabios cuando se está en una parcela desconocida. ¿Existen las ciudades desconocidas? Claro que no, pero es conveniente que en la cabeza se implante la idea de que existe la ciudad desconocida. (Y a ella no hay que entrar ladrando). Una vez implantada esta mentira en la cabeza, las palabras comienzan a moverse; y también la imaginación. En mi caso las cámaras fotográficas no son buena carga porque reclaman ser usadas y, tarde o temprano, uno se vuelve su esclavo: cuando menos lo piensa, el esclavo se descubre tomando imágenes que en vez de ser guardadas podrían mejor ser bien miradas. Pero la mirada ya no se usa: en su lugar los ojos se adaptan a lo que ya es. La lente es una burda mano que toca e interrumpe todo lo que ve. A diferencia de la parvada de aves que al ser observada permanece en su sitio, la cámara expulsa a los patos de los aires y los hace desaparecer de la memoria. Y es verdad que sin memoria hay paz, pero también peligro.
He consumido una risible y agotadora cantidad de horas sentado en un bar o en un café fisgando cómo el tiempo finge desvanecerse, o cómo las personas buscan en sus bolsillos un objeto que no encuentran. Es emocionante buscar en el bolsillo lo que probablemente no está. Yo lo hago muy seguido. Buscar lo que no tengo, en el bolsillo del pantalón o la camisa. En la terraza de la taberna Browarmia en Varsovia, o en el café Camelot en el centro de Cracovia, o en las sillas de madera a las afueras del Bateau Ivre, en Oranienstrasse, Berlín. O en donde carajos se me permita entrar. Y puedo ufanarme de nunca haber llamado la atención, ni causado la incomodidad de nadie. No acostumbro joder a la gente. De vez en cuando uno que otro racista me echaba el ojo, pero al comprobar mi abulia se desentendía: hasta para ser víctima me considero mal sujeto. Cuando comienzo a sentir la mano de la ebriedad pago mi cuenta y me escabullo como si hubiera cometido un pecado que es imposible ocultar (cada vez lo hago menos: ahora me quedo más de la cuenta). Si tengo oportunidad de elegir prefiero acudir a lugares donde las meseras no son atractivas, porque soy idealista y no puedo evitar imaginarme un amorío con alguna de ellas. Mi idealismo se reduce a imaginarme meseras en la cama: ¿querían más pruebas de mi ausencia de conspiración?
En el Bateau Ivre, de Berlín, prefiero las bancas que se encuentran en la calle, aunque esté helando, y si me engancha un espíritu de juerga avanzo veinte metros más rumbo a mi bar favorito, el Zum Goldenen Hahn. No existe ninguno en el mundo tan cálido y solapante. Las más delicadas y excrementicias manifestaciones humanas se dan en este lugar en donde no se respeta ninguna regla que los viejos habituales del bar no hayan aprobado antes. Es un gueto. La libertad se palpa en el interior de esta vieja taberna donde todos saben mirar con discreción propia de viejos asesinos: se fuma hachís y se bebe mal tequila. Es un gueto de puertas abiertas. Durante el invierno no existe mejor espacio para leer un libro, levantar la vista furtivamente y percatarse de que, nuevamente, ha hecho su aparición otro de esos personajes raros o imposibles que no podrían estar en ninguna otra parte de Alemania. El drogadicto que carga a una bella niña de tres años o el joven medio desnudo que regala cocaína a las mujeres. Y todas aceptan. Es bueno dejar las teorías en el país de origen, no discutir nunca con los lugareños, a no ser que ellos lo exijan, fingir interés y ejercer la única conducta que es apreciable en casi cualquier rincón de la tierra: pasar inadvertido. ¿Es posible pasar inadvertido en el Zum Goldenen Hann? No si está Tony, la mesera, de senos grandes y cabello lacio. Apenas te ve, sonríe y viene con un tequila a brindar por los siguientes tragos. Y si gustas te muestra sus senos. Yo no he querido. Me basta con los tragos.
“Es Dios el que se ha quedado solo”, responde un viejo a la pregunta de si cree que Dios ha abandonado a los hombres. “Somos nosotros quienes lo hemos abandonado”. Las risas estallan en la taberna alumbrada apenas por unas sucias lámparas de neón. “Si tan sólo limpiaran esas lámparas podrían barrer bien los rincones”, agrega una mujer madura atada a una mueca de piedra, y no ha terminado aún su observación cuando el mesero distrae con un seco comentario sus palabras. “Si hubiera más luz no podríamos tolerar sus rostros”. Así es: los taberneros prefieren mantener la cantina a media luz y no enterarse de que los monstruos que beben en sus mesas de manera permanente lloran porque intentan, y no pueden, abandonar esa clase de vida. ¿Es cierto que Bataille no quería convertirse en filósofo, sino fundar una religión? Las personas que podrían responder ampliamente a esta pregunta han muerto. García Ponce, Gurrola, Elizondo. Y quienes todavía podrían hacerlo se han rendido. “El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada”, arenga un francés desde su silla y su sentencia no gusta a nadie. Alguien pide un oporto tawny dispuesto a escuchar por centésima vez que en las tabernas como ésa no se sirve oporto.
“La verdad es que a mí no se me podía ayudar en la tierra”, escribe en una nota ese hombre que pide coñac aun a sabiendas de que el mesero le traerá un brandy color oscuro y a buen precio. Y añade: “Deben inscribir esta frase en mi tumba cuando llegue la hermosa y liviana muerte”. ¿Pero quién va a hacerlo? ¿Quién es capaz de cumplir cabalmente los deseos que tiene un borracho en una sola noche? No es sabio hacer promesas en las cantinas porque hasta los hombres más honestos tienen que morderse la lengua un día o un año después por incumplir su palabra. Las mujeres, en cambio, tienen la obligación de prometer y nunca cumplir porque si lo hacen, si cumplen sus promesas, nadie las respetará como antes. “Si alguien va a Berlín y pasa cerca del Zum Goldenen Hahn, salúdenme a esa rubia que se hace llamar Tony. Ella sí que sabía servir mesas y hacerte feliz”, dice uno más. A ninguno de estos borrachos puede ayudarlos nadie en la tierra. Deben esperar.
“No es la fuerza del espíritu, sino la del viento la que ha llevado a esos hombres a donde están”, comenta a su camarada un inglés tímido que parece saberlo todo. Su español es tan correcto que los meseros apenas si lo comprenden. “En México nadie te entiende si hablas correctamente”, responde el camarada casi muerto de ebriedad. “Los meseros no son tus amigos, no debes olvidar eso jamás, son espías que envía la muerte para mofarse y burlarse de tus camisas sucias”. Es el viento que ha soplado tan fuerte el que ha causado la reunión de tantas personas en esta taberna de mosaicos óseos y burdas columnas de tres metros. El ebrio inglés tuvo razón: el espíritu no sopla como antes, así que debemos esperar a que sea el viento el que ponga a esa mujer en paz. ¿Cómo se ha atrevido a estar allí sin estar, como una dalia negra o una flor en el desierto? Es cierto que es hermosa, pero esta cualidad es a ojos de los borrachos una absoluta y rotunda majadería. Ellos beben toneles de vino para hacer que las mujeres sean hermosas y de pronto aparece una que lo es en realidad. Ha venido a echarles a perder la noche. ¿Qué hacer ahora? Olvidarse y concentrar su atención en las patas de la mesa, un poco más de coñac y esas patas de palo comenzarán a tornearse, ellas sí que son hermosas, las patas de palo.
“Si van a Berlín no vayan al Romanisches Café porque los viejos escritores no están allí y sus fantasmas siguen orinándose en los pantalones, les ruego que encaminen sus pasos hacia el Zum Goldenen Hahn y pregunten por Tony, no miento, he estado en ese lugar muchas veces y vaya si Tony los hará más felices que a un merengue”. ¿Quién carajos continúa dándole a la misma cantaleta? Nadie va a ir a Berlín por el momento a no ser que el viento sople todavía más fuerte. ¡Qué cantina tan poco escrupulosa! Se hacen promesas y además se suspira por ellas. De pronto viene la calma, un silencio que nadie aprecia, pero que todos necesitan. “Los meseros no son tus amigos y cuando mueras apenas si contarán una anécdota de ti en el futuro. Y además se equivocarán de persona y hablarán de alguien que no eres tú”. “¿Qué, otra vez con lo mismo?”
Nota(s)
Esta crónica abre y forma parte del libro El billar de los suizos (Cal y Arena, 2017).