México
08 de noviembre del 2016

Partamos de un reconocimiento sincerante: preguntarse por la propia identidad suele ser un lamento. La inseguridad ante la respuesta es la misma en el bárbaro que en el filósofo, pero hay culturas en que la obsesión por fijar su esencia se vuelve un castigo, culturas heridas que parecen regodearse más en el sufrimiento de sus imposibilidades que en la potenciación de sus logros. En estas culturas de la adversidad y del sacrificio, las artes suelen encontrar su plenitud, una plenitud que no es más que el deseo desbordado de satisfacer la triple pregunta fundamentadora de toda cultura: quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.

Y junto a las artes, con ellas y dentro de ellas, crece también un sentimiento diferenciador, como si el delirio estético pretendiera erigirse en un distintivo de autenticidad racial frente a los embates de otras culturas. La pregunta por el ser es, pues, inevitable; lo que es insano es afirmarse en el lamento y la negación como respuesta. La socorrida frase de Husserl: “No se debe escribir de la universalidad, sino desde ella”, podría muy bien ser aquí complementada con esta otra: “No se debe escribir de la identidad, sino desde ella”.

He vivido la mitad de mi vida en España y la otra en México, y he dedicado más de mil páginas —la trilogía Entrecruzamientos (1986-90)— a tratar de encontrarle sentido a la contradictoria unidad de estas dos culturas. Hubo momentos en que el tema llegó a convertirse en obsesión, esa necia persistencia en tener una identidad orgullosa de reconocerse diferente.

Está claro que es mucho más lo que las sociedades tienen de igual que sus diferencias; pero son las diferencias las que le dan su peculiaridad histórica, su noción de identidad. España y México son dos culturas obsesionadas por su identidad. No sólo se saben diferentes, sino que parecen vivir para celebrarlo. De ahí la histórica desconfianza hacia lo extraño, y de ahí también la pretensión eternizadora de lo propio.

Si aceptamos que la identidad de un pueblo es el conjunto de rasgos que lo hacen ser lo que es y como es, tenemos que reconocer igualmente que la identidad de un pueblo no es algo estático e inmutable, sino que cambia —por sí misma y desde afuera—; y es precisamente en la capacidad que una sociedad tiene para sobrevivir a sus propias tensiones internas e influencias externas, donde se hace manifiesta la fortaleza de su identidad.

La voluntad de poder y el resentimiento histórico son expresiones extremas que lastran al concepto de identidad con una carga patológica. Una identidad basada en el dominio es igual de nociva que la que se nutre de puro odio. Sólo en la identidad que no niega lo diverso, pueden los contrarios convertirse en complementarios. Los múltiples enfoques del concepto de identidad-nación, no hacen más que poner en evidencia la imposibilidad de fijar algo tan dinámico. La sentencia marcadamente presentánea de Renan, “La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano”, adquiere en Ortega y Gasset matices de posteridad: “Sangre, lengua y pasado comunes son principios petrificados... Sin un futuro común no hay identidad posible”. Por otra parte, la tesis de Savater que sostiene que la identidad no es el despliegue de una esencia nacional eterna, sino el conjunto de intercambios creadores y de excentricidades fecundas, tiene el inconveniente de que deja fuera a todas aquellas manifestaciones caracterológicas que no sean creativas ni fecundas, además de excéntricas (v.gr.: pereza, corrupción, violencia, etcétera). Y de nuevo volvemos al principio, para retomar la inquietud gnóstica y aventurar que la identidad es la respuesta que encontramos al preguntarnos de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos.

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