La identidad latinoamericana —o, por acotar, hispanoamericana— es un relato tan manido e inasible como el eurocentrismo o el cielo y el infierno de las religiones. ¿Dónde reside, de haberla, esa supuesta identidad común de los pueblos americanos que hoy hablan español? ¿Sólo en el idioma o también en un pasado compartido? Y si así fuere, ¿en qué punto de ese pasado empieza el relato? Hace treinta mil años que los asiáticos comenzaron a cruzar el puente de hielo sobre el estrecho de Bering. ¿En qué hito de esa colosal migración entre Alaska y Tierra del Fuego podemos empezar a hablar de los ancestros americanos? Durante generaciones llegaron navegantes nómadas desde las islas del Océano Pacífico para mezclarse con las poblaciones costeras, así como exploradores y cartógrafos chinos —se especula—, para quienes el vasto continente no era más que su propio Extremo Oriente. Hasta la invasión de los europeos, los pueblos, naciones e imperios de ese continente —de esas Indias Orientales, pensarían los recién llegados no tan extraviados— habían seguido comerciando, haciéndose la guerra, explotando al vecino, mezclándose y sobreviviendo. Con la colonización y el expolio del hombre blanco, pero también con la abrupta llegada de la modernidad global —las primeras universidades americanas no se inauguraron en el norte, como piensan los gringos—, iba a cerrarse el círculo que comenzaran a trazar nuestros antepasados comunes centenares de miles de años atrás, eternos migrantes de África a Eurasia y de Eurasia a América. Nadie había descubierto otra cosa al final del siglo xv cristiano que la compleción del mundo.
Desde entonces y concentrada en poco más de cinco siglos, la historia de América Latina está llena de tragedia, de lucha y de esperanza, pero también de resentimiento, complejos y sueños, aunque todo ese hervor de la sangre latinoamericana quizá no haga otra cosa que lastrar el que tal vez sea el mayor potencial de una sociedad para liderar un cambio real y profundo en nuestro mundo. La identidad del latinoamericano es entonces la del mestizo y el migrante —es decir, la de toda nuestra especie—, pues de la mezcla y la migración se ha destilado durante siglos la sangre que ahora corre por sus venas. No hay pureza a la vista, no hay ancestro ni hijo de ninguna raza que resuma mejor que otro una supuesta identidad latinoamericana ideal. Ni el príncipe poeta Nezahualcóyotl, ni el legendario Pakal maya, ni todos los linajes del Inca o los caudillos mapuches. Ni el criollo Simón Bolívar ni el hijo de españoles José Martí. Ni el Che Guevara ni los teólogos de la Liberación. Ni el campesino mesoamericano, ni el pescador caribeño, ni el pastor andino, ni el gaucho. Ni el kuna de San Blas, ni el mestizo chilango, ni el negro cubano ni el porteño güerito con un gallego, un napolitano, un bávaro y un judío ruso entre sus abuelos. Ninguno y, a la vez, todos.
Por eso, y por el previsible agotamiento de la panacea estadounidense, tierra de promisión material pero desierto moral sin solución a la vista, el latinoamericano sería un modelo plausible para la humanidad en ciernes. Porque si superara ese otro modelo anglosajón ultraliberal y volviera los ojos sobre su propio potencial, si enterrara resentimientos y desigualdades sociales, desde América Latina podría el hombre contemporáneo ensayar una mejor versión de sí mismo a partir de semejante diversidad pero con las herramientas de una conciencia nueva y un idioma común en todo ámbito social y, por descontado, en la cultura.
La literatura latinoamericana —o hispanoamericana, si afinamos— contemporánea refleja esa diversidad y ese potencial, a pesar de acarrear también el mismo lastre de complejos y prejuicios, pues a día de hoy las propuestas siguen sin circular con fluidez por todo el ámbito hispano. Cuesta demasiado que un libro publicado en un país latinoamericano llegue al resto o cruce el Atlántico, y se desaprovecha ese potencial literario y cultural del español en América Latina por una simple y llana falta de visión y voluntad. Llegan cosas, suenan nombres, se organizan ferias, se elevan brindis al sol aquí y allá, pero seguiremos a medio gas mientras el modelo editorial anglosajón resultadista permanezca y demasiados editores, periodistas, autores y lectores latinoamericanos —y españoles— arrastren el complejo de que cualquier texto traducido del estadounidense de moda o de un austrohúngaro muerto será siempre mejor que una obra en español. Por todo ello, en este nuevo número de la revista se ha querido abrir el foco desde Oaxaca a toda América Latina, y lo hemos hecho además intentando obviar lo demasiado previsible, a las vacas sagradas del llamado “boom” o a los autores con más proyección comercial según el modelo cortoplacista a desbaratar. Colaboran en esta propuesta varios críticos, ensayistas y profesores de otros países y también, precisamente, desde Estados Unidos y Puerto Rico, como cabezas de puente de este coro de voces que en su diversidad pero como una sola, apuestan por el potencial cultural de América Latina en todo el mundo, aunque la difusión pase también por el vecino del norte. Porque esta voz común dice amar todo aquello que nos une y con ello nuestra literatura, sin nacionalismos trasnochados y sí con la mira puesta en el futuro, porque como dejaría escrito —dicen cuanto menos los billetes de cien pesos en México— el príncipe poeta Netzahualcóyotl, “más amo a mi hermano el hombre”.