Japón
29 de enero del 2017

I. El conocer del sabor en occidente

El verbo latino sapere, según algunas etimologías, constituye el origen de dos palabras en español: saber y sabor. En el primer caso, nos hallamos frente a un verbo que puede ser transitivo o intransitivo: es transitivo si con él nos referimos a conocer algo o tener noticia de ello; es intransitivo, en cambio, si con él decimos que algo tiene sabor. En el segundo caso notamos un sustantivo que denota aquella sensación que ciertos objetos producen en el órgano del gusto. El saber entra en relación directa con un criterio de verdad, mientras que el sabor parece cercano a la determinación del gusto. El gusto, en el sentido de la estética occidental, se ha teorizado como experiencia sensible previa a un juicio; sus criterios, momentos y características sitúan gradaciones del gozo, agrado, complacencia, etc. Llama la atención que, desde una etapa muy remota de la estética —entonces llamada aisthesis— se han jerarquizado las experiencias sensibles, situando la vista y el oído dentro del plano más alto de acceso a lo real, y subsumiendo el gusto a lo cotidiano, carente de facultad cognoscitiva, como una vía de carácter utilitario o de deleite intrascendente.

Forzando un poco la distancia de estos términos, llama la atención en qué medida dentro del pensamiento latino el “buen gusto”, en efecto, deriva en una destreza, habilidad, adiestramiento, y que quizá sea una suerte de conocimiento en la selección de los agrados —hasta deviene en talento y genialidad. Es posible aceptar que “buen gusto” sea una clase de herramienta del intelecto, aunque restringida a la sofisticación; sin embargo, no resulta reconciliable que el gusto remita a un saber en sí y por sí. No hay epistemologías serias en relación al sabor.

El “buen gusto” es un instrumento inscrito en la contemplación, de suma importancia para toda apreciación artística en Occidente. No obstante, el pensamiento latino del que se dispone en la cultura mexicana es occidental y de segunda mano: se ha fundado en la dominación española y la introducción prescriptiva que arrastraba problemas de “moros y cristianos”, también de “paganas” influencias griegas, árabes y asiáticas… Quiero decir, la erradicación de la apreciación del gusto como facultad cognoscitiva en relación a la apreciación alimenticia también se ha dado por la consideración jerárquica que se ha introducido quizá hasta artificialmente.

“La estética alimenticia” está en pañales. Hay transposiciones conceptuales de las tendencias gastronómicas a partir de la historia del arte; se habla de un platillo histórico o estilístico: prehispánico, colonial, clasicista, barroco, oriental, minimalista... Dichas apreciaciones dependen en cierta medida de los ingredientes y del desarrollo de la técnica —importante también en la concepción clásica del arte. En esta medida se lee algún grado de apreciación en la presentación de las obras —como platillos—, pero el carácter utilitario de la obra arrastra una denominación categóricamente menor en relación a experiencias compartidas por una cultura. A este decir, un arquitecto en el pasado y aún ahora puede considerarse un artista, cuando no sucede así con un chef o un cocinero.

Las consideraciones estéticas en nuestra cultura han elaborado teorías que sitúan tres momentos de estructuración del arte cumpliendo con los siguientes criterios: un creador, un objeto sensible y un receptor —dados por un contexto. Con Freud no se ha librado el análisis de la obra del sicologismo entre espectador y ejecutante. La focalización de la obra en sí, no obstante, ha llamado la atención de toda la filosofía del arte. Se han establecido cánones y se han intentado formular estrategias en que la razón universal sea común a cada una de estas apreciaciones.

La contemplación occidental difiere de otras culturas. Se busca la explicación, y la razón es siempre posterior al acto de conocer, se busca la erradicación de la subjetividad a partir del entendimiento. Y en la apreciación de los alimentos, todo receptor no puede abandonar la capacidad de transferir la experiencia personal. Éste es un criterio de suma importancia para cancelar una estética alimenticia. El receptor no tiene un papel pasivo, pues interactúa formalmente con el objeto que será apreciado para agotarse en la momentánea intrascendencia de su utilidad. Además, conocer ciertos momentos técnicos del proceso de elaboración puede dar más herramientas para interpretar la complejidad o sencillez del objeto sensible.

La idea de que ciertos sabores sean instrumentos cognoscitivos resulta verdaderamente compleja y eventualmente forzada, no necesariamente ociosa. Si se acepta que el gusto es una facultad, y toda facultad supone una vía de adquisición de experiencia sensible o vivencial, compatible con una disposición del conocimiento, entonces una apreciación del fenómeno adquirido —en este caso el alimento— despliega de la sensibilidad dada desde su vehículo: el sabor. Estas interpretaciones, no obstante, han de ser cuestionadas desde la razón occidental, aunque algunos intentos han llamado la atención sobre una fenomenología alimentaria.

Hasta aquí se puede concluir que, en el mundo latino, hay pautas para comprender una cercanía entre un saber y un sabor. En la cultura heredada se han aceptado modelos de contemplación cuya jerarquía ha relegado al alimento a un carácter utilitario. ¿Es posible pensar la experiencia sensible del sabor como un mero ámbito de conocimiento no racional a partir del reconocimiento de la facultad del gusto?

II. Japón no es sushi

Lo que para un riguroso sistema de pensamiento occidental resulta irreconciliable no lo es dentro de un contexto en el que permanece la contemplación de la naturaleza como ámbito de vida. Eso que no siempre se puede decir, pero que remite a experiencias compartidas o elevadas dentro del despliegue de nuestro existir, es místico. Muchas veces he oído decir: “La esencia de mi tierra se transmite por su comida”; un pensamiento así de aventurado sobre una “esencia” del contexto, sólo permanece en la medida en que las tendencias culinarias de mi región aún conservan técnicas y procedimientos anteriores a la colonia. La exótica combinación y homogeneidad de algunos alimentos siempre me fascinan. Una artesana de la técnica de la cocina es también dueña de un saber incomparable de las tradiciones de mi región.

Entre cocineras conocemos nuestros secretos. Una cocinera lee los secretos de la otra porque conoce sus métodos. No todo en la cocina es un misterio para quien de hecho “ha puesto mano en la cocina”. Lo misterioso viene de la incapacidad de transferir el sabor de ciertos alimentos. En mi región se aprecia que el mismo ingrediente a tratar, bajo “casi” la misma técnica puede derivar en sabores muy distintos. Basta mencionar que una tortilla no es la misma aquí y en China —o en Japón— y por eso, hasta ahora no se ha tomado en serio esto de una epistemología alimentaria.

Resalta que la experiencia del sabor es distinta de sujeto a sujeto. Por un lado el mismo platillo “no le sabe igual” a nadie, lo que conduce al problema de la subjetividad—determinada por un contexto; así los sabores y texturas son incapaces de formalizarse por apreciación: salado, picante, dulce, insípido, duro, crocante, tieso. Las cocineras tienen palabras más sabias (o coloquiales) para describir texturas y momentos de presentación de los alimentos que no contiene el lenguaje formal: “masudo”, “aguado”, “chicloso”. Adecuaciones de un objeto sustantivable.

Nuestro idioma es limitado para expresar sensaciones de la facultad del gusto. Otros idiomas, y otros contextos, no presentan los mismos problemas. Un caso particular es el de la cocina de Japón. Ahí se sabe que no sólo es el sabor vehículo de la experiencia, pues se fomenta la tradición y la vivencia integral de la contemplación en la lentitud y formalidad de los alimentos. La presentación es indispensable, tanto como la dedicación y organicidad.

El elemento principal de la cocina japonesa es su frugalidad. Ciertamente, tiene de elemento vital el arroz, pero su asombrosa versatilidad llama la atención sobre cómo se exploran técnicas de desarrollo, desde la concepción de su origen hasta la diversidad. Las condiciones de suelos montañosos y poco fértiles apenas permitían conseguir cosechas abundantes. Los japoneses han vivido una historia capaz de leerse en sus alimentos. Como en otras culturas, su rayana austeridad y capacidad para apreciar sabores sutiles está imbricada en una concepción orgánica del mundo. Basta mencionar que la ceremonia del té es solemne, un arte que conlleva muchos aspectos de la vida. El origen del té es chino y su asimilación me conduce a pensar que se da como captación de las esencias. Los japoneses conocieron el té en las misiones oficiales japonesas a la antigua China de la dinastía Tang (S. VII y IX). El té en un principio se consideró como una medicina. No fue hasta el siglo XII cuando el monje budista zen Yosai viajó a China y trajo con él una forma nueva de verlo y de tomarlo.

Japón tuvo una invasión y homogenización ideológica que también se inscribe en la evolución del arte culinario: con la introducción del budismo en Japón, a través de Corea y China en el siglo vi; llegaron también experimentos vegetarianos que simbolizaban todo el universo; los soldados, quienes habían sustituido a la clase gobernante en el país, pusieron al té cha y el budismo zen dentro del eje de su vida. En Japón se come budismo, una concepción de unidad entre el paladar, la vista, la tradición, la vivencia (Farré: 2000).

En lo concerniente a los ingredientes básicos, muchos de ellos se encuentran también en otras partes de Asia, especialmente el arroz, el pescado y los crustáceos, la verdura y las preparaciones a base de soja. Sin embargo, se utilizan productos propios; el arroz es de grano redondo más que de grano largo, y una gran variedad de algas constituyen la base de los caldos, guarniciones y platos diversos.

Detrás de la presentación artística de los platillos, que ponen en relieve la facultad del gusto, se esconde la filosofía oriental. A través de los ingredientes de una comida se entra en unidad cósmica con el tiempo y se aprovecha la naturaleza. El aspecto de la estación es vigente y capaz de adecuarse a los productos de temporada. El pescado crudo, preparado en forma de sashimi o sushi es una de sus aportaciones originales a la gastronomía mundial. Lo mismo ocurre con las frutas y verduras tempranas, que marcan la llegada de una nueva estación y que se pueden comprar cuidadosamente envasadas o presentadas en cajas especiales.

Como en otros países asiáticos, los platos se clasifican según su método de preparación, que con frecuencia prestan su nombre a los restaurantes especializados en tales métodos: agemono y tempura (frituras); gohanmono (platos a base de arroz); mushimono (cocción al vapor); shirumono (sopas); sunomono yaemono (platos a base de vinagres y ensaladas); sashimi y sui (pescado crudo), yakimono (parrilladas). La mayor parte de las preparaciones culinarias se realizan en crudo, a la parrilla, al vapor o guisadas con muy poca materia grasa (Kazuko: 1997).

La cocina japonesa tiene nombres para cada momento del arte de preparar alimentos. La destreza en el manejo de los cuchillos es lo que se denomina kaishiki. La aplicación que se puede hacer de este arte en la gastronomía, especialmente en el área de gardemanger o “cocina fría” es amplia.

El arte Mukimono nace en el periodo Edo (1615-1817) y hace referencia al famoso arte floral japonés ikebana (decoración floral), el cual simboliza al cielo, la tierra y el hombre, sus finos cortes representan flores, hojas, paisajes, animales e incluso mensajes o ideogramas que resaltan los relieves, aromas y sabores de verduras y frutas, dando origen a este arte ancestral.

La cocina japonesa se caracteriza por una sencillez que raya en la austeridad. Ha evolucionado de una singular y original filosofía que tomó prestado muy poco de sus vecinos y mucho menos del mundo exterior; la comida japonesa se distingue por un deseo de yuxtaposición, que no alcanza a homogenizarlos para la rápida degustación. En Japón hay una primacía por la separación y el orden. Se come tratando de identificar los alimentos, los sabores híbridos son escasos —no todo es sushi— y la presentación sugiere que los ingredientes, al estar por separado, se degustan en sus cualidades intrínsecas.

El acto de comer debía ser un momento de tranquilidad y armonía para encontrarse con otras personas en aquellos momentos de tristeza y destrucción. Pero también era unidad armónica no rentable. Ambos contextos tienen de sabiduría no verbal la historia de una civilización. Todo proceso de hibridación presupone un amalgamiento de valores, usos y costumbres.

Actualmente la cocina japonesa puede aspirar a tener gran éxito en los países en los que la “delgadez” se ha convertido en obsesión. La popularidad de los bares de sushi y de fideos ha puesto a nuestro alcance la mayor cantidad de ingredientes, tanto que su comida tradicional es diversa y fácil de recrear en casa como la de cualquier otra cocina del mundo, colocando a Japón en un buen lugar en el mapa culinario mundial.

Los valores cambiaron, ya no se presenta la comida asiática a través del glamour chino de la abundancia. La vida zen se veía efímera, los pensamientos negativos relucían por encima de los buenos momentos. Una armonía que necesitaban y que ya no se adecúa a nuestro contexto.

Frases
Clarisa Pérez Camargo

Estudia Filosofía en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

Fotografía de Clarisa Pérez Camargo

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