Nada me parece tan lamentable como ver al hombre ensimismado en su propio dolor. Las más mínimas de nuestras desgracias tendemos a engrandecerlas, porque de lo contrario no justificaríamos nuestra mediocridad. Hacer un infierno con nuestras propias reglas resulta ser más cómodo e incluso saludable. El bienestar, a estas alturas, nos parece inexistente, así como muchas de las virtudes de este mundo. ¿Quién sufra más, quién menos? La felicidad en algún punto nos resulta hasta vulgar. Hasta ahora no he conocido a nadie que me diga con seguridad lo que significa ser feliz. Yo en estos momentos no sé si soy infeliz. Es probable que no lo sea, pero admitámoslo, el sufrimiento nos hace ver interesantes.
Siempre he creído que conservar pocos amigos es lo más recomendable, nos ahorraríamos tiempo y decepciones constantes; el amor, la sinceridad y la tolerancia son conceptos que no logramos objetivar con acciones porque no tenemos idea de lo que significan. En nuestra pereza espiritual nos hemos convertido en fieles seguidores de la superficialidad. Hay una frase colgada en la pared de este cuarto que dice: “Se necesitan virtudes más grandes para soportar la prosperidad que la suerte adversa.” Francois de la Rochefoucauld. Mi último amante era demasiado bueno. Lo amé, me amó, pero no soportamos tanto entendimiento.
Comienzo a dudar si mis momentos en compañía fueron reales o sólo una invención de mis deseos. Temo apropiarme de recuerdos ajenos, estar viviendo algo que no me pertenece. Reviso la lista de teléfonos y marco. Nadie responde. Vuelvo a intentar y vuelvo a fallar. En mi mente, de golpe, aparece Hans Schnier, un hombre de 27 años, sin dinero, sin fama, sin amante, con la rodilla hinchada y con el padecimiento más atroz: “Sólo que no sufro únicamente de melancolía, jaqueca, indolencia y del don místico de percibir olores por teléfono; mi dolencia más atroz es mi inclinación a la monogamia.” Schnier es uno de mis personajes favoritos de la literatura. Opiniones de un payaso, novela del escritor alemán Henrich Böll publicada en 1963, transcurre en un ambiente de posguerra donde el protagonista, a través de varias llamadas por teléfono, va rememorando su vida: el cuerpo de su hermana Henrietta jamás devuelto; su madre alardeándose de su humanismo cuando humilló despiadadamente a un niño judío (sus padres apoyaron la causa nazi); Marie, la única mujer a quién amó y que huyó con otro hombre, otro católico, un hipócrita más; su hermano Leo alistado voluntariamente para combatir en la guerra; personas que se ocultan tras muestras de caridad. Hans Schnier es el payaso derrotado que en un largo monólogo critica las relaciones de poder de la Iglesia y en especial de la religión católica. No cree en nada, en nadie y la única persona en la confió desaparece de su mapa: “Nada de Marie en el armario, nada, ni siquiera una horma para zapatos o un cinturón como a menudo olvidan las mujeres. Ni siquiera un hálito de su perfume. Mejor que se hubiese llevado también mis vestidos, para regalarlos o quemarlos, pero mis cosas estaban allí.” Maldita sea, me digo, por qué carajos no se llevaron también mis pertenencias.
Cuando me preguntan cuáles son mis planes en este nuevo año, yo no sé qué responder. El paso del tiempo siempre ha sido motivo de mi angustia, como un buitre atacando sin piedad. Pienso en la imagen aterradora de un cuento de Kafka: un buitre picotea los zapatos de un hombre indefenso, no conforme con eso, comienza a destrozarle los pies. Y no conforme con eso, se lanza hacia la cara de aquél pobre hombre y le encaja su pico en la boca. Tal vez lo único que deseo, como venganza y como perdón, sea el olvido. A lo lejos, se escucha una canción: “ya lo pasado pasado, no me interesa.” Apago mi compu y me sirvo una cerveza.