Oaxaca es tierra de músicos, pintores y poetas que parecen emerger, así nada más, de la cantera verde: salta a la vista en la ciudad capital, como en las siete regiones del Estado, la profusión de instantes hechos para el caballete, la trompeta o el ojo instintivo del poeta. Los narradores de la vieja Antequera y los territorios que la circundan, en cambio, parecen llevar una vida más silenciosa, más oculta, como si las historias que buscan se mantuvieran en vilo justo hasta ser contadas por sus autores. Muchos de ellos son jóvenes menores de cuarenta años que se han abocado a una literatura en la que caben tanto el largo aliento como la ficción breve, la fantasía y el intimismo; algunos con mayor éxito que otros o, simplemente, con mayor visibilidad, pero todos con el mismo afán: decir una visión del mundo declarada desde los confines de Oaxaca, la tierra del mezcal que terminó por consumir a Malcolm Lowry. Es una literatura que se lee, pero que también se bebe, y que crece lo mismo por cauces oficiales que por senderos independientes en medio de la parafernalia cultural oaxaqueña.
Cabe decir que lo que hoy se escribe en Oaxaca, sea poesía o narrativa, es, en buena parte, herencia de apellidos ilustres, todos debidamente venerados, detrás de los cuales hay una larga lista de escritores y editores de renombre que, junto con su obra, han puesto en marcha nuevos signos de identidad local. Ser narrador y ser oaxaqueño tiene hoy vías de expresión que eran inimaginables hace apenas diez años. Los jóvenes creadores de la entidad se han visto obligados a empujar puertas virtuales y a crear sus propios símbolos literarios con Oaxaca como epicentro. Aquí sólo hablamos de algunos, evitando conscientemente la construcción de un mapa literario para apuntar mejor, hacia quienes nacieron en ese territorio y hoy se dedican a contárnoslo.
Ahí está, por ejemplo -para empezar- el joven Andrei Vázquez, quien saltó a la fama en 2008 como segundo lugar del certamen Caza de Letras, organizado por la UNAM, con la novela Los elefantes del Kilimanjaro, que fue la favorita del público. Escribió ahí Vázquez: “Cada amanecer, mientras abro la mirada y los sonidos comienzan a abrazarme, sé que sobrevivo al fin del mundo. Lo que recuerdo entonces es mi legado para el resto del día, y la persona que despierta conmigo es con quien he decidido arder en mezcal y presenciar el cierre del tiempo.” Toda Oaxaca es, en estas líneas, presagio apocalíptico, alcohol que se transmuta en destino, símbolo de una vida que se desgrana a ojos cerrados.
Otro tanto ocurre, por ejemplo, con Askari Mateos, narrador breve que, con experiencia de periodista curtido por años, en varios de sus cuentos le cobra la factura a la cotidiana travesía de vivir como se puede. He aquí un ejemplo, tomado del cuento “El sustituto”: “Mandar papeles a dependencias y recibir otros tantos. Más firmas, más sellos. Contestar llamadas y enviar correos electrónicos. Consultar archivos más viejos que la escritura. Hacer reportes. Soportar a otros cien imbéciles burócratas que trabajan igual que yo por un sueldo indigno. Es gracias a esto que a uno le da por creer que el trabajo y el dinero que uno recibe han perdido sus facultades esenciales.” Pérdida de la fe que ocurre en cualquier maquinaria de oficina, visión desencantada de un mundo interior cuya desgracia se extiende a los muros que elegimos como continuación de nuestra cárcel, sea nuestra sede Oaxaca o, en tal estado de resquebrajamiento, cualquier otro páramo donde se pueda beber y recuperar el sentido del humor. Aunque hoy Askari Mateos vive en el Distrito Federal, su pluma abreva de un espacio donde la resignación no cabe. Como en las calendas.
Donde hay resquebrajamiento hay ausencia, y de la ausencia es de lo que habla el novelista Israel Castellanos en su libro En algún lugar, obra que vio la luz a inicios de este 2013 dentro del ciclo de concursos estatales de literatura. Aquí se narra la muerte del padre desde un intimismo que busca la redención frente al dolor y la rabia, con una melancolía intrínsecamente oaxaqueña. Injusticia y venganza se desdoblan en una devastadora narración de largo aliento cuyo único final posible es la desesperanza, aunque su autor hoy sea considerado una de las cabezas más visibles y esperanzadoras de la escritura en la tierra de la Guelaguetza. Vale la pena esperar a que su voz se consolide.
En contrapunto, con una obra de textos breves e intensos, tenemos a Víctor Hugo Cruz Vargas y su libro Imaginario, editado también este 2013. A Cruz Vargas se le considera un escritor de la más nueva generación oaxaqueña, y en los dieciocho textos que componen Imaginario se puede saber por qué: hay en sus historias una angustiosa vitalidad que se desparrama obsesivamente sobre lo cotidiano que el autor observa con la misma acuciosidad en el Distrito Federal, Santiago de Chile o en la ciudad que lo vio nacer, esa Oaxaca de azules cielos huérfanos, donde el tenue oro del mezcal lo baña todo.
Entre todas estas novedades literarias, hay una donde se destila la Ciudad de Oaxaca como modo nodal de beber, vivir y compartir el mundo: Antequera y el Paraíso, de Manuel del Callejo. El personaje es un adolescente preparatoriano que ama con la furia de su edad en una ciudad donde la homosexualidad es motivo de cotilleos y prohibiciones. Del Callejo, como reciente campeón de la narrativa local, resume su novela como “un canto a la vida y un canto de amor por Oaxaca”. Así, su intimismo se ve superado por la necesidad vital de darle un espacio a la historia; un escenario donde la realidad, perturbadora y asfixiante, se funde con el amor a otro y a otros que configuran con uno mismo el espacio donde se existe. Oaxaca como símbolo de temblor y resistencia, de afectos alternativos, de identidades ocultas.
He aquí algunas novedades en la narrativa oaxaqueña, poblada, como sabemos, de voces mucho más conocidas que éstas, algunas emergentes y otras más trabajadas con tesón a lo largo de los años. Pero, a primera vista, parecen pocas y su búsqueda es difícil incluso para Google; como si los narradores de esta tierra, repito, insistieran en aparecer sólo para contar sus historias y volver al encierro de las palabras, de la cantera verde. Ahí están autores no tan jóvenes, como Leo Mendoza, insólitamente olvidado en su tierra, y Ulises Torrentera -mezcólatra indispensable cuando se habla de literatura para beber en Oaxaca- junto con una pujante generación de escritores y editores que hoy se abren paso en medio de ferias del libro, antologías y certámenes locales, pero de manera casi silenciosa, como si temieran hacer ruido. Y ruido, ruido es lo que hace falta en una tierra de músicos y poetas que tiene su propia cartografía literaria poblada de escritores invitados, talentosos y tozudos amantes de Oaxaca que son autores casi oaxaqueños, pero casi...
Aun así, es evidente que la narrativa local está despierta, tiene vida, punza y, a veces, incomoda. No en balde afirmó Manuel del Callejo, quien fue estudiante de Filosofía en la unam, que la capital del país no le despertó ninguna pasión, pero que, en cambio, “al llegar a Oaxaca siente que las historias surgen por todos lados”: en La Soledad, en Santo Domingo, en la Alameda, en el Zócalo, bajo cualquier lugar de la azul planicie del desgarrado cielo oaxaqueño. Y es que existen, surgen, se trazan, se escriben y hacen falta: esas historias están listas ahí para tomarse, para decantarse como símbolos de una Antequera hecha de piedra y mezcal, de la cual ya no beberá Malcolm Lowry, sino otros, los que vengan después de quienes aquí se mencionan -apenas un paréntesis- y de todos nosotros, mientras en Oaxaca no nos alcance el silencio.