Llega un momento afortunado en nuestras lecturas cuando notamos, de manera más o menos inconsciente, ciertas palabras, imágenes o símbolos en el texto literario por los cuales exclamamos un placentero y cómplice “ajá”. Reconocemos patrones y paralelismos de lecturas previas, usamos todos nuestros recursos intelectuales, imaginativos y emocionales. A diferencia de la música, escribía Monterroso, el arte de la literatura no se compone únicamente de emociones. Usualmente, primero sentimos lo leído; después, lo pensamos. Al final, la capacidad imaginativa del lector conecta con la inteligencia creativa del escritor: “El resultado será una creación tan nuestra como del novelista o dramaturgo”, nos dice un tanto exageradamente Thomas C. Foster en Leer como un profesor (Turner 2015). A pesar del título, es un ameno ensayo divulgativo que nos invita a hacer nuestros los libros que leemos, a admirar o descartar por cuenta propia Cumbres borrascosas o Los juegos del hambre. No se piense que por ser dirigido a los más jóvenes y a los “no lectores”, el libro de Foster no tiene algo importante que recordarles a lectores menos humildes y más experimentados. No obstante ciertos rebuscamientos en su escritura y a su tendencia en tutearnos y desear parecer simpático, posee el mérito de reflexionar sobre una obra regresando a ella en el siguiente capítulo con un renovado punto de vista. Su libro ha gustado, me parece, porque además de mantener la conversación en un tono familiar y neutro, expone el papel importante que juega el lector en el arte de leer.
Nos recuerda en el epílogo: “El lector sólo le debe algo, me parece, al texto. No podemos preguntarle al escritor por sus intenciones, de manera que la única fuente de autoridad debe residir en el texto mismo [...] Confíen únicamente en las palabras. Nunca encontrarán aquello que las motivó. Incluso si un escritor les contara sus intenciones, como colectivo son notablemente mentirosos y poco fiables”. En un tiempo de escasos lectores de libros, de vivir fenómenos tan desconcertantes, de la pedagogía humanista por los suelos, conviene recordar el papel importante que ocupa la ficción escrita para un puñado de personas, esos huroneadores de vidas ajenas que son los lectores. Es cierto que los personajes de ficción no son “más que unos centenares de palabras, signos de puntuación, oraciones, párrafos, marcas sobre la página” [Muriel Spark, La intromisión, (La Bestia Equilátera, 2011)]; pero también lo es de que esas mismas construcciones de palabras que son los personajes funcionan como un acto de escapismo, y que pueden transmitir ideas de verdad y asombro. Están llenos de rasgos y atributos, de debilidades y contradicciones. En la vida real no existe ese orden conveniente, a veces somos incapaces de cambiar y crecer. Compartimos experiencias pero somos personas diferentes, la vida es una reunión llena de sorpresas.
Pero, ¿qué significa un símbolo en materia literaria? ¿Y la geografía, la política, el sexo? ¿Por qué todo viaje es una búsqueda y La Ilíada versa sobre la cólera de Aquiles? ¿Qué vigencia tiene la grandeza de Shakespeare? ¿Por qué a los autores les interesa más que las faltas, la humanidad de sus personajes; de qué manera el escritor es un hacedor o continuador de mitos en su quehacer literario? Las preguntas de siempre con interpretaciones diferentes e incluso enfrentadas constituyen el deleite de muchos aficionados a los libros. Para terminar citaré palabras de Borges incluidas en el libro postumo El aprendizaje del escritor (Lumen, 2016), también disponible, como los demás mencionados, en la biblioteca del IAGO: “La literatura no es un mero juego de palabras; lo que importa es lo que no queda dicho, o lo que puede ser leído entre líneas. Si no fuera por este profundo ímpetu íntimo, la literatura no sería más que un juego, y todos nosotros sabemos que puede ser mucho más que eso”.