Encontré un libro libre en la Ciudad de México. Se lee en su primera página: “Este libro fue liberado el día 17 de junio de 2017 en la Nevería “la Garrafa”. El que lo desee será dueño de este libro hasta que lo termine, se solicita que escriba fecha y lugar de su liberación”. Es El Frío de Thomas Bernhard. De alguna manera, el desolador testimonio de este enfermizo neerlandés abandonado por Dios me ocupó menos en un principio que su libertad. Detuve la lectura para pensar. Aquellos libros sobre la repisa ¿serían cautivos? Aparte de un fardo de ropa, tres guitarras, algunos aparatos y muebles, lo único que poseo y me produce orgullo son mis libros. Me quedo observando un poco mareado la repisa donde se apilan cuerpos de papel. En el dorso de cinco de los presos de ese falso apando está estampado el nombre de José Revueltas. En sus muros de madera y aire están encerrados Los Muros de Agua. Encerrado está su comunismo escéptico y la miseria humana; el amor de una mujer y el odio de Dios.
En unas semanas he acumulado una cantidad de libros que leer me tomará varios meses y un gran desgaste del espíritu. A veces quisiera limitar mis lecturas sólo a aquellas que mi alma necesita, pero tengo que ceder ante las que la razón me exige. Y la razón, orgullosa e insaciable, me exige mucho. El librero de la sala, que no es más que un apiladero de cajas –cárceles de madera– aprisiona más libros ¿algún día los leeré todos? Una especie de vicio, de incontinencia literaria, alimenta infinitamente la espera de libros condenados a la reclusión silenciosa, al olvido. Aun los que ya he leídos ¿los volverá a leer alguien? Veo con culpa cinco tomos de la Historia de Heródoto a los que ni siquiera he quitado el celofán ni sé si lo haré. Apenas unos pocos de estos reclusos han sido sometidos a la tortura de la relectura, las anotaciones y las mudanzas. El más magullado es El Mundo Interior del Capital de Peter Sloterdijk… Leo a Bernhard narrar los horrores de su decadencia física, el vacío de su pecho lacerado, el frío estéril del sanatorio Grafenhof y el cínico desapego a la muerte materna. Leo también la indiferencia del alma ante el sufrimiento físico... Pienso que quizá los libros, como los débiles de espíritu, puedan creer que el olvido sea peor que el dolor físico. Acaso quisieran ser sometidos a la tortura hasta ver desprenderse sus páginas, ser leídos con vehemencia como se han leído en clandestinidad y en el encierro. Tal vez los libros, como sus creadores, quieran ser libres. Tal vez Dios mismo lo quiera ser.
La propiedad es un tema peligroso. Lo tuyo, lo mío, lo nuestro. Propiedad privada, propiedad común, propiedad intelectual, abolición de la propiedad… Un libro sin dueño es una idea que no deja de fascinarme, ni de aterrarme ¿es que acaso podemos vivir sin poseer? Una alternativa a la anarquía de los libros es la propiedad colectiva de las bibliotecas. Paradójicamente, lugares como el IAGO, la Biblioteca Henestrosa o la Biblioteca México en la Ciudadela, alimentan mi obsesión por los libros. Me he repetido como consuelo que un día los donaré a una biblioteca pública. Como penitencia, no niego a nadie un préstamo. Más de uno se ha ido así y alguno tengo del que ya no recuerdo su procedencia. Parece utópico liberar libros en una sociedad que apenas lee. Acaso sólo logremos que cambien de dueño. Quizá sólo busco una excusa para no admitir que soy también su esclavo, aunque prefiero pensar que somos compañeros temporales… Dudo un momento ante la última línea de El Frío: “Pero me negué y no volví más allí”. Lo recorro en sentido inverso hasta llegar a la primera hoja donde anoto: “este libro fue liberado el 7 de septiembre de 2017, en ‘el Gallo de Oro’, San Juan de Letrán, Ciudad de México”.