Es irónico que quienes se resisten a ser instruidos se consideren maestros de sí mismos. Pocos son los individuos que piensan de manera libre y bajo el riesgo de no ir más lejos de lo que sus ilusiones pueden ayudarles. Pensar es una labor nada sencilla, pues requiere de una inteligencia que no caiga en el abismo de la esterilidad o de la repetición. La simple frase “maestro de sí mismo” es romántica, y se acompaña de la autoridad moral y la fuerza de la imaginación para tener una fundamentación sincera y única; si no la vida y las ideas no serán más que un vano intento por querer pensar diferente cuando lo que se hace es repetir esquemas.
Si con sólo desearlas las cosas fueran posibles, muchos entusiastas se forjarían a la sazón de sus ambiciones y añoranzas. Arduo es el camino del pensador. “Yo estimo tanto más a un filósofo cuanto más oportunidades tiene de dar ejemplo con su vida”, escribió el arrogante joven Nietzsche en Schopenhauer como educador, un brillante y febril reconocimiento a quien fue su maestro. Más tarde el alumno tuvo que erigirse como maestro y cometer parricidio. “Seguiría considerándose el maestro si el alumno no se erigiera en uno”, dice Schopenhauer de Goethe. Extraña se torna la senda del aprendizaje y la enseñanza cuando la naturaleza del orgullo es caprichosa y abismal.
En Lecciones de los maestros, George Steiner –filósofo y maestro de la tradición occidental– expone varias observaciones desde las que se puede abordar la tradición milenaria de la trasmisión del conocimiento: hay maestros que por la superioridad de su temperamento e inteligencia no pueden conectarse con sus alumnos y terminan destruyéndolos, hay alumnos que tergiversan para diversos fines los conocimientos de su maestros, y hay alumnos que superan al maestro y se independizan. También expone la que quizá sea la mejor postura que debe tener un maestro frente a un discípulo: “El maestro aprende cuando le enseña al alumno”. En esta relación dicotómica entre maestro y alumno se han desarrollado los más sorprendentes gestos de humildad y soberbia, de humillación y agradecimiento.
No existen tradiciones culturales sin maestros. El maestro, en el fondo de sí mismo, es como un padre que espera que su alumno lo supere y vaya más lejos de lo que él ha ido. Por eso, en la relación cariñosa y de superación siempre acecha la amargura. Un mal maestro puede llegar a tener celos del crecimiento de su alumno, y un alumno pude llegar a conservar resentimiento, y luego odio, si el maestro le ha despreciado y decepcionado. De cualquier forma, los finales felices se logran en muy pocos casos. Recordemos casos memorables como el de Sócrates-Platón, Platón-Aristóteles, Cristo-Judas, Séneca-Nerón. Estos ejemplos nos pueden ayudar a entender que la relación entre maestros y discípulos puede ser fortuita o trágica. Nada hay más vergonzoso que un alumno humillado cobrando venganza a su maestro, ni un maestro humillando a un alumno en base a vituperios nacidos del rencor o la discordia.
¿Dios ha dispuesto a cada cabeza humana un designio, un potencial para discernir? O, ¿es nuestra facultad de pensar un azaroso producto de la biología y el tiempo? De cualquier modo, para afrontar la vida los hombres tienen que hacerse de lecciones, de reglas, de esquemas, de dogmas que les orienten, que les apasionen en la defensa de las costumbres establecidas o en la búsqueda de nuevos paradigmas. “Sé maestro tú mismo”, dice la conciencia que se enaltece a sí misma, que se ha dignado –siguiendo a Pico della Mirandola– a tomarse enserio el rumbo de su destino. La vida suele ser en pocos hombres digna de ser atendida y elogiada, incluso con todos su defectos o demonios. No se puede llegar a ser maestro si no se ha sido primero alumno. Pero es tan difícil ser un buen maestro como un buen alumno. “No enseñes nada, que aún tienes todo por aprender”, dice Pessoa en La educación del estoico. Esta aseveración tiene sintonía con la de Sócrates: “Yo sólo sé que no sé nada”.