Argentina
07 de febrero del 2017

W. G. Sebald al escribir “El misterio de la piel caoba”, el ensayo dedicado a En la Patagonia, de Bruce Chatwin, nos habla casi de inmediato del carácter simbológico que la necesidad del viaje adquiere en el escritor Galés. Me refiero a que, en Chatwin, hay una especie de amor u obsesión por los objetos, que adquieren el carácter de símbolos de una realidad perdida, buscada.

La palabra clave es, creo, piel -anota Sebald-. Es el objetivo de su añoranza, que lo llevó a su primera expedición por el océano Atlántico y todo el Continente americano hasta Tierra del fuego, el último extremo del mundo, donde, realmente, creyó encontrar en la cueva mencionada la piel del perezoso. [.] Es evidente el carácter fetichista de la reliquia del perezoso. Aquella cosa, en sí totalmente sin valor, inflama la ilícita fantasía del amante, que encuentra en ella su satisfacción.

La infancia enmarca el deseo, largamente acariciado del pequeño Bruce, de querer tener a toda costa esa piel caoba que su abuela guardaba tras unos cristales. Este tipo de representaciones, este tipo de imágenes del mundo como son los mapas o las hojas y piedras que nos gusta recoger en el camino, adquieren una especie de fuerza electromagnética, se cargan de imaginación (están llenas de fantasmas o demonios, como dirá algún griego): para mí, que tanto gusto me provocan las cajitas de cerillos o las representaciones en miniatura, fue inevitable no pensar en las enigmáticas cajas de Joseph Cornel al leer los libros de Chatwin, sobre todo esta, su primera novela: un libro de viaje, una autobiografía con forma de fractal. En la literatura cualquier objeto o imagen se carga de la suficiente energía como para convertiste en una obsesión -acaso no nos son tan importantes como la obsesión misma o el simple placer que provocan los objetos-, así las corcholatas o las ramas dentro de una caja de zapatos o junto a la ventana; así, el mundo adquiere un carácter museístico, infantil, original.

En En la Patagonia asistimos a una especie de nostalgia del absoluto en una “piel de brontosauro”, que luego sería denostada por un profesor como una mentira, pues “los brontosauros no tienen pelo”. Si se me permite la interpo-lación, esta distancia aparentemente breve de los cristales es a su vez una distancia infranqueable, en parte porque la piel de brontosauro da confirmación de un animal extinto; porque pertenece a su vez al reino de los adultos, cuyos entresijos son arduos de descifrar para un niño y por la irreparable distancia de la conciencia que lucha a toda costa por juntar o comparar cosas a veces irreconciliables: aunque se explique de dónde surgió ese talismán, nunca estuvimos allí para confirmar lo ocurrido, tendremos que reconstruir esa experiencia que en realidad no es experiencia -al menos en el sentido de un Montaigne- porque será precisamente un viaje lo que internice una aventura en nuestra memoria y no un recuerdo, que más bien no puede actualizarse sino como deseo más no como experiencia propia.

Hay cierto carácter infantil, acaso por lo original que se vuelve el querer reconstruir una experiencia perdida o anterior -original vale aquí para primigenia y se convierte en modulación de las novelas de aventuras, tan felices para nuestra infancia; allí donde, efectivamente, todo se sobredimensiona y nada es ridículo. De hecho no es la primera vez que Chatwin escribe un libro donde un objeto del pasado se convierte en escenario y horizonte de una de sus historias, no es la primera reconstrucción; Colina negra, la novela de dos gemelos siameses, tan hermanados que pueden leerse la mente o sufrir el dolor de su compañero como propio (tal como en la crónica de Marjorie Wallace Las gemelas que no hablaban, otro libro memorable); fue escrita a través de un recuerdo de su autor: se trata de la imagen de un campo nebuloso, a donde el padre lleva a sus dos hijos en viaje de automóvil a través de la campiña inglesa, y se quedan a dormir allí, al amanecer, rodeado el auto por cientos de bellas ovejas, que pastaban apaciblemente; Bruce Chatwin no pudo menos que reconstruir ese viaje, hacia esa y desde esa colina negra. Por otro lado, en Utz, el Barón Kaspar Joachim es otro obsesivo de los objetos, pues guarda una de las colecciones más importante de arte en porcelana que alguien haya podido reunir, la rescató incluso del régimen nazi: ¿se trata acaso de otro guiño al amor por los objetos?

Habría que buscar, en el libro que contiene el ensayo de Sebald sobre Chatwin, Campo Santo, unas páginas más allá, una referencia puntual pero referida no a Chatwin sino a Hyldeshamer, casual, acaso, pero demoledora: “La helada distancia, en la que el narrador se aparta de toda la vida terrena, representa uno de los puntos de fuga de la dialéctica del problema de la melancolía”.

En realidad, contar la anécdota de la novela resulta poco importante, porque es una obra de efectos, de contraluces y callejones, como diría una amiga, “me gusta este libro porque está lleno de rincones” (así resulta fácil perderse): En la Patagonia es una novela hecha de pasajes donde cada uno cuenta una peculiaridad de un viaje cada vez más lejano; evidentemente el personaje está motivado por una curiosidad que no puede vencer y las explicaciones carecen de importancia porque lo importante más bien es un dejarse ir.

Me gusta pensar que la piel de brontosauro de Chatwin en realidad se alargó tanto como para cubrir la Patagonia entera y que la novela transcurre dentro de una especie de museo donde las imágenes se superponen pero nunca se confunden. ¿Qué habrán sentido los primeros hombres que llegaron hasta ese lugar? El fin del mundo. La Patagonia se extiende de manera inconmensurable para el viajero, su mirada no alcanza a consumir por entero el paisaje, nunca lo puede dominar; en efecto, se trata del fin del mundo, un fin del mundo a donde fueron a parar tantos emigrados como a otros lugares célebres en el planeta por el alojamiento de distintas patrias. Es aquí donde un juicio como el de Chatwin tiene su lugar correcto: “La historia de Buenos Aires está escrita en su guía de teléfonos. Pompey Romanov, Emilio Rommel, Crespina, C. Z. de Rose, Ladislao Radziwill y Elizabeth Marta Calmann de Rotschild -cinco nombres tomados al azar de entre las erres- contaban una historia de exilio, desilusión y ansiedad tras cortinas de encaje”. En vez de Buenos Aires, podríamos poner a Argentina entera.

Escritores como W H. Hudson escriben sus textos también a partir de una reflexión melancólica sobre el pasado de un territorio fósil y a la vez ensanchando un pasado individual. Gente tan célebre como Charles Darwin ha pasado por allí buscando las huellas del origen de la vida y por lo tanto del ser humano. Geográficamente nos impone un territorio rico en historias geológicas y por lo tanto en curiosidades de gabinetes de aficionado: esta tierra del fin del mundo; en realidad es una tierra originaria, no es acaso el fin del mundo tanto como el origen del mundo, no en vano también Humboldt pasó por allí inspeccionando la insondable historia de la naturaleza. La obra de Hudson, un escritor de origen inglés pero afincado en Argentina durante los comienzos del siglo XX, da muestra clara de esta melancolía que produce esta región. Ornitólogo y a la vez obsesionado con su pasado personal, escribió libros como Allá lejos y tiempo atrás o La tierra púrpura: obras escritas desde la nostalgia y la necesidad de completar la vida contándola, casi a la manera de un Nabokov que reconstruye su pasado siguiendo las huellas de las mariposas: con la idea de que jamás se recupera ningún espacio ni pasado, y sin embargo con la esperanza de lograrlo.

Conforme avanza En la Patagonia notamos que este texto fragmentario cuenta una historia que abarca distintas eras humanas, a la vez que distintas eras planetarias, como las capas de una piedra que se revela fósil, como las capas de nuestra conciencia. En este libro están consignadas una de las jornadas más bellas de descubrimiento del mundo, la de un joven que, atendiendo a su intimidad, recorre dicho mundo tratando de completar esa siniestra escisión que constituye la naturaleza humana, es nostalgia del absoluto que tanto mencionamos y que provoca buena parte de los viajes de estudios.

Me viene a la mente una anécdota que cuenta un reportero alemán, una pequeña historia arrancada de la memoria de Werner Herzog, otro extremista de la experiencia del movimiento, otro conquistador de lo inútil: “Le pregunté qué lo había llevado a la Antártida. Me respondió que ya antes de que supiera leer y escribir su abuela le había hablado de Ulises y los argonautas. Y entonces, dijo ‘Me enamoré del mundo’ [...] Casi me quedo de piedra. Pues ¿sabe lo que pensé en ese momento?: ¡pero si este con-ductor de excavadoras soy yo!”.

Frases
Guillermo Santos
  • Escritores invitados

Oaxaca, 1989. Su blog es: laeducaciondelestoico.wordpress.com.


Fotografía de Guillermo Santos

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